Carta a Kid Chocolate

Del libro Cuba a la carta (Editorial Hypermedia, 2019).
Imagen de cubierta Alberto Morales Ajubel.




Estilístico y cerril Sergio Eligio Sardiñas Montalvo:

Yo sufrí muchísimas confusiones contigo. Sobre todo por el sobrenombre que usabas en el ring, que es con el que lograste entrar en la inmortalidad. 

El panameño Omar Torrijos, un general que era muy particular en sus guajiradas, cuando iba a firmar los acuerdos del Canal de Panamá, por allá por los años 80, soltó otra frase de esas que aumentó mi perplejidad con tu leyenda, al decir: “Yo no quiero entrar a la inmortalidad. Yo solo quiero entrar al Canal”. Cuando me enteré de que habías nacido precisamente en esa zona de El Cerro, en La Habana, es decir en el barrio de El Canal, que es candela viva, me aturdí mucho tiempo. 

Tú habías entrado y salido a los dos lugares, incólume. Yo no he podido hacer ni lo uno ni lo otro a esta altura.

Otra de mis confusiones fue también con el nombre deportivo o artístico, que va con el color: Kid Chocolate. 

De niño pude agarrar la inauguración de la heladería Coppelia y aquellos hoy míticos veinticinco sabores, entre los que destacaba, en el gusto de la mayoría, precisamente el chocolate. Fíjate que hasta una película hicieron con sabor a ti. Como la heladería fue hecha, como dicen de todas las cosas que se han hecho en la Isla, por uno muy apurado, que quiere hacerlo todo a lo grande y muy rápido y no le pone fijador a nada, se perdió el chocolate de una manera espantosa y muy sospechosa también. Y qué decirte de los veinticinco sabores convertidos luego en sinsabores. 

Entonces el chocolate se convirtió en el kid de la cuestión en Coppelia. ¿Me coges por dónde viene mi uppercut?

No sé si es una especie de homenaje que te hace la ineficiencia de un país.

Escarbando un poco en tu vida, me han asaltado otros asaltos y casi he sido noqueado en muchos. Se dice que aprendiste a boxear precisamente allí, en El Cerro, voceando periódicos de niño. Eran periódicos de adulto, claro, pero tú los vendías. 

Porque eras un niño voceador de periódicos, en una época que cuentan era muy mala, pero había periódicos y se podía vocear. No sé si lo que hiciste fue a aprender a boxear o a vocear, que es la manera que se tiene por allá por Guantánamo de practicar ese deporte, al menos verbalmente.

También me confunde mucho lo de tu barrio con un son montuno de Arsenio Rodríguez, el cieguito maravilloso. Su gente cantaba por allá por los cuarenta —que no era cantarle las cuarenta a nadie— que “El Cerro tiene la llave”, y si eso lo quisiera entender mi literal e ingenua mente infantil, me obligaba a preguntarme: si El Cerro se mezclaba con la cerrajería, ¿por qué te dio por el boxeo y no por el judo, que es donde se hacen más llaves? 

A menos que la respuesta venga por el mismo idioma, con aquello de llave: cerrajero, y “le descerrajó un leñazo en la mandíbula”, que no es de samurais, sino puro gaznatón de barrio.

Una nueva turulancia vino a sumarse a las demás cuando intenté seguirte el rastro por este diabólico invento infiel que es el Internet. Como estos aparatos no han conocido la Gloriosa Campaña de Alfabetización y no llevan faroles chinos, aún mantienen ciertos apagones y despistes ortográficos, como la tilde de la eñe, que se ñama ñilde, sobre todo si lo pronuncia un fañoso, y los acentos. Y cuando pretendí buscarte de cuerpo y nombre enteros, lo mismo me salía Eligio Sardiñas que “eligió sardinas”, y yo quería cuadrilátero, no cosas del papeo.

Un escrito dice de ti que a los 18 años, en 1928, saliste a conquistar Nueva York, de la mano de tu entrenador y amigo Luis Felipe Pincho Gutiérrez. 

Siempre he lamentado que a mí no me hubiera tirado un cabo ningún pincho. En mi época se ha usado mucho esa manera de conquistar los lugares, las posiciones y las cosas. Usted tiene un pincho a su favor, un pincho que le abra camino y lo entrene en esta jungla, y aunque sea un Pincho Gutiérrez, seguro que se llega a algo. Parece que desde entonces es como una llave que se tiene, y no solo en El Cerro. 

Yo escuchaba decir, admirado, “fulanito hizo esto porque es hijo de un pincho”, y ya entendía mejor la circunstancia. Será por eso que terminé lejos, con mi realidad pinchada y sin material para el recape. Poco recapado que soy ya a esta edad.

En ese mismo escrito se dice también que al año siguiente, es decir, si mis arrastres de matemáticas y mi memoria no me fallan, en 1929, “rompía el récord de taquillas para pesos pequeños cuando se consagró triunfando sobre Al Singer, el Rey de los Judíos”. 

En primer lugar, hasta ahora yo seguía en mi inocente confusión de que “el rey de los judíos” era uno de teja larga, barbudito él, con huaraches —que allí se conocían como sandalias—, que caminaba mucho predicando por el desierto, rodeado de doce harapientos y ruidosos curiosos, flotaba sobre el agua sin snorkel, se llamaba Jesús, y terminó en algo relacionado con el negocio de la madera por alguna extraña razón. 

Y de Al Singer no conozco mucho, pero sí de “la Singer”. Mi abuela tenía una máquina de coser de esa raza que duró una barbaridad y a la que le debemos los dobladillos más de una generación en la familia. 

Ya lo de romper el récord de taquilla no especifica con qué mano lo hiciste. Y lo de “pesos pequeños” me parece humillante para mencionar las enclenquidades o menudencias de alguien. Y me recuerda mucho la comparación entre el peso cubano y el dólar.

El 15 de julio de 1931 te fajaste por la faja mundial, que eso sí es fajarse. Si uno se faja por una faja, ya es un buen fajardo, aunque vea las estrellas. Y ganaste el título mundial junior —a esa hora no se sabe por dónde andaba Juan, posiblemente con Anduriña— noqueando en Filadelfia al ídolo local Benny Bass. 

Ya en mi tiempo, eso de ir noqueando ídolos locales se hacía difícil, y era bastante mal mirado políticamente. Los ídolos locales eran Primeros Secretarios del Partido y eso puede acarrearte una candanga tremenda. Parece que en Filadelfia, en aquel tiempo, uno podía hacerlo todavía. 

Desde entonces, cada vez que te preguntaban: “¿Adónde Bass, Chocolate?”, tú le decías, con tremendo swing de izquierda: “A Filadelfia, a noquear al bajo Benny”. Me parece espléndido. Envidio la posibilidad de tener buen swing, lo mismo con la izquierda que con la derecha. Ya uno no está para las ideologías y esas bartavias.

Como lo de paralizar el tráfico en medio de la Gran Manzana, en Broadway y la 47, siendo en ese momento tan popular y fuerte como los cigarros, que hasta el policía mandó todo a la porra para que le firmaras un autógrafo. Y se armó la de San Quintín, que era también una cárcel. Después de eso se inventaron los semáforos, para que ningún guardia de tránsito imbécil arme la hecatombe a lo Bruce Willis en una zona tan concurrida. 

Y mira que acababas de perder el invicto frente al inglés Jack Kid Berg, el 7 de agosto de 1930, pero eso no es tan grave. Uno puede perder el invicto sin que sea exactamente 7 de agosto. Mi mujer se las pasa perdiéndolo todo sin preocuparse de la fecha.

Esa parálisis transitoria y facial del tránsito en el mismo centro de Nueva York solo la habían logrado antes de ti Rodolfo Valentino, el aviador Charles Lindberg, el jonronero Babe Ruth y el alcalde de la ciudad, Mickey Walker. Lo de Valentino y Ruth es comprensible, porque siempre lograron buenas marcas. Y a lo mejor Lindberg aterrizó allí apurado, con lo cara que se pone en ocasiones la gasolina. Desconozco si al alcalde le pichearon huevos o si alguien, en la multitud, gritó de pronto: “Ahí va Mickey”, y ya tú sabes cómo es la gente cuando a la calle sale Mickey. O los curdas del momento se pasaron la bola de que en esa esquina había algo de Walker y todos pensaron que era Johnny y no Mickey. 

La cosa es que paraste el tráfico en Broadway y la 47, aunque en ese momento no era que aquello estuviera atestado de Plymouths y Cadillacs, que los de entonces eran unos fotingos lentos como cualquier trámite en la Isla. Puedo asegurarte que a lo mejor a mí me da por pararme uno de estos días por allí y me tiran a mondongo. Los americanos han cambiado mucho desde que yo perdí mi peso pluma.

Y para qué contarte más cosas que las que viviste tú mismo, si viste con tus ojos cómo cambió luego el campeonato en Cuba sin despeinarte todavía. Luego de conocer a Carlitos Gardel en París y dilapidar tu fortuna, es lógico terminar viviendo a medio pelo en La Habana. La vida es un tango. Aunque lograste ser uno de los hombres mejor vestidos del planeta. No me extraña, con el jab y el estilo que tenías. 

Pasarse el día jabeando con estilo quizá te resolvió un plan jaba más tarde, cuando el árbitro tocaba la campana en el round que le saliera de la pechuga.

Lo fundamental ha sido que sacaste la cara por todos nosotros, y con pasaje a la eternidad, que no solo comienza tal vez un lunes. A la eternidad la jabeaste con swing para que te tocara la gloria, esa niña veleidosa y arisca. Y demostraste que se puede ser guapo con la corona de los plumas. 

Con la pluma se puede guapear y llevar la corona con dignidad aunque estemos hasta la coronilla de campeonatos ajenos. Y sigas siendo el kid del chocolate más allá de lo que pase en Coppelia.

En la esquina verde queda tuyo, 

Ramón.




Librería

Cuba a la carta - Ramón Fernández-Larrea

Ramón Fernández-Larrea decidió reinventarse el humor. Reírse de cosas de las que los cubanos no estábamos acostumbrados a burlarnos. Y entre las tantas cosas a las que los cubanos no estábamos acostumbrados a burlarnos estaban la Historia y la Cultura cubanas. Con Mayúsculas.
Enrique Del Risco




Apuntes para un libro salvaje - Editorial Hypermedia

Apuntes para un libro salvaje

Hernán Vera Álvarez

Escritorxs salvajes (Hypermedia, 2019) tiene algo de ese anhelo de H. G. Wells: es una antología que, escrita en el presente, se proyecta hacia el futuro. Reúne a una treintena de autores que en español —y ocasionalmente en inglés— ha formado un corpus creativo sumamente interesante durante las primeras décadas del siglo XXI.