Capítulos iniciales de El hombre con la sombra de humo, novela ganadora del Premio de Narrativa Editorial Hypermedia 2020.
El muerto
Voy andando por la 152 Street rumbo al zoológico. Es temprano. Niebla espesa. A mi espalda, el torrente de los automóviles. Rugen. Faros encendidos. Aquellos viejos de mi tierra advertían que los amaneceres con niebla anticipan aguaceros y a veces tormentas. Son balas. Los automóviles. Vienen desde atrás. Soplos demoniacos. La peste a freno. El miedo a llegar tarde aplaza el de no llegar. Yo camino, como cada mañana, media hora de ida y media de regreso. Para quien siente miedo, todos son ruidos, sentenciaba Sófocles. Por mi lado, en dirección opuesta, discurre el señor americano, su amplio sombrero. Pronto serán las ocho. Pero es normal, la niebla. Esta ciudad se afinca en terreno pantanoso, así suelen decir. Otoño, pegadizas hojas bajo mis zapatos. Aunque muy poco de particular, como en primavera o verano. Tenemos miedo de la enormidad de lo posible. Eso, creo, lo sentenció Cioran. El americano es el único que me saluda. Quizá también sea el único que, al igual que yo, camina sólo por ejercitarse. Los otros, algunos, o tal vez muchos de mi tierra, van y vienen hacia el sol, o desde las brumas, los ojos fijos en la acera. A veces me observan de soslayo. Vistazos encriptados. Nada de buenos días. Los tímidos tienen miedo antes del peligro; los cobardes, durante; los valientes, después. Lo apuntó Sartre. Él debía saberlo, porque era tímido. Aunque no valiente, según noticias. Hombre valiente no tiene mujer fea. Destellos. Rojos, amarillos, azules… Deben ser carros de la policía. La diferencia tal vez esté dentro de mí, en este otoño al menos. Empiezo a transpirar. Donde cada hoja es una flor, escribió Camus sobre el otoño. Sí, son policías. Dos autos y otro vehículo de mayor tamaño, el Rescue o el forense. Se han apartado de la calle. Los distingo mejor según me voy acercando. Parquearon entre la hierba, junto a la línea del ferrocarril. Si yo fuera un pájaro, volaría sobre la tierra, buscando otoños. Algo así leí en algún sitio de Internet. De una romántica, sin duda. Hay curiosos, no muchos. Los policías cercaron la escena con una cinta amarilla. En el montecito, allí es la cosa, hacia la esquina exterior. Los automovilistas aminoran la velocidad al pasar. Algunos sacan cabezas por las ventanillas. Pájaros asustadizos. Ojean. Y enseguida se relanzan al vuelo. No en busca de otoños, supongo. Hay un muerto. En la esquina, donde aclara el monte. Tipos uniformados a su alrededor. Llevan guantes. Casi junto a la línea férrea. ¿Lo habrá matado el tren? Muerte natural —diría Tres Patines—, pues quien ha sido arrollado por un tren, lo más natural es que se muera. Me acerco. Veo al fiambre. Aunque con interferencias. Es que me he parado detrás de una señora muy gruesa y cabezona, con exigua cabellera azul, y de un señor largo, flaco, encorvado, vara de tumbar gatos le dirían en mi tierra. Tiene las ropas mojadas. El muerto. O eso me parece. Los uniformados registran sus bolsillos. Deben haberlo arrastrado desde el interior del montecito, donde tal vez pasó la noche. Muerto. Uno de ellos se lleva dos dedos a la nariz. Náuseas. Entonces no debió matarlo un tren. Homicidio. Es lo que hace vomitar a los americanos, no sé por qué. El cuello: mira lo que se le ve, dice la mujer gruesa al hombre largo, que debe ser su esposo. ¿Qué?, pregunta él. Mírale el cuello, insiste la gorda. Yo también miro. El muerto tiene una mancha negra, como de sangre reseca. No hay cosa que me asuste tanto como mi miedo al miedo, había escrito Montaigne. ¿Pero por qué me viene ahora a la mente? El otoño, momento en que estalla todo. Esto lo habíamos visto ya en alguna película, asevera la señora gorda a su esposo. Sí, la mancha es de sangre, concluyo. Cuchillada sobre la yugular. Tal vez sea una de las muchas formas en que estalla el otoño. Exceso de hojas caídas, naturalmente. Calor húmedo. ¿No te da la impresión de que ya lo habíamos visto?, persevera la gorda. Vampiros en Miami, se limita a responderle, con sorna, el flaco largo. La niebla ha comenzado a disiparse. Tenue manto, apuntaría la romántica aquella. Sudo. Dos uniformados traen una camilla. Lo acomodan. La gorda amonesta al largo. El momento no es para chistes pesados, le dice. Me quedaría a disfrutar el resto de la discusión, pero quiero ver bien la cara del muerto. Y fotografiarla, si fuera posible. Trato de aproximarme a la ruta de los camilleros. Se mueven rápido. A duras penas consigo hacer clic tres o cuatro veces. Pero al bulto, sin encuadre, con el móvil a la altura del bolsillo. Hay una armonía en otoño, Shelley. Está intacta, la cara del muerto. Podría parecer que duerme, pero no, demasiado pálida. Fue nada más que una broma, mujer, le va diciendo el largo a la gorda cuando pasan por mi lado, en retirada. Yo también resuelvo poner fin al husmeo. No he completado mi habitual caminata de ida, pero la interrumpo. En la acera, de vuelta, acaba de salir el sol. ¿Por qué apresuro el paso? Otoño, verano con suntuosa cola. ¿Será porque me apremian las ganas de compartir la experiencia? Como en aquel chiste, el de Madonna y el náufrago en una isla solitaria. Pero es verdad, conozco esa cara. Hay ciertas evocaciones de las que no consigo distanciarme. ¿Un cuchillazo en la yugular? ¿Por qué no? Podría contarlo. Algo se me ocurrirá. Va clarificando la mañana. A más luz, mayor misterio, Carlyle. En la cárcel muy posiblemente. ¿Un preso? ¿Un topo? ¿Alguno de los muchos perros interrogadores? Otoño, con sus tijeras amarillas, atraviesa el jardín. Allá en mi tierra debió ser. ¿Algún matón de barrio? ¿Un estafador? ¿Un artista? ¿Un funcionario? ¿Un condiscípulo? ¿Acaso un viejo amigo? El que teme es un esclavo, Séneca. Qué me lo pregunten a mí. Pero todo encuentra finalmente su colmo. Y la hora justa. Menos automóviles. O menos apuro. El caso es que ya no hay tanta congestión. Qué va, es su cara. No se me despinta. Los sollozos más hondos del violín del otoño, Paul Verlaine. Talante de majá sobre dos patas, allá en mi tierra cualquiera lo es, o no, pero puede empezar a serlo en cualquier momento. Nada es más tangible que lo recóndito, diría Confucio. Estoy sudando. El tráfico disminuye en la 152 Street. El miedo a no llegar se va reinstaurando, paulatinamente, sobre el miedo a llegar tarde.
Mi amigo de Flager
A la muerte y al sol no hay que mirarlos fijo. Fue lo que objetó él, con talante de antiguo duque francés. Pero enseguida se puso a mirar la foto, fijamente, actitud de perito. No es como esta tarde miro yo el desfile de las garzas, en hilera, ante mi ventana. Una es negra y va al frente, con una sola pata. No sé cómo se las arregla. Más me cuesta arreglármelas con mis dos piernas y con mi humana inteligencia. Sobre todo, no sé cómo se las arregla para ser líder, en una sola pata y con plumaje oscuro. Rara avis, entre las garzas blancas de su bandada, donde es ley repeler a los miembros menos aptos. Tampoco es que sirvan para mucho mis dos piernas, ni lo otro. La inteligencia implica una incomprensión natural de la vida. Él dijo que sí, que con aquella cara se había cruzado antes, la del muerto. Recordar es saber lo que se ha visto. O tal vez lo contrario. Vaya usted a saber. Y luego él dijo que sí, que podría contar con su ayuda. Es un amigo, de esos que toleran permanecer a tu lado cuando preferirían estar en cualquier otro sitio. Mejor que solo, mal acompañado. Estas garzas parecen invertir el adagio. Otra rareza. Pues son inapelables solitarias, como yo. Por más que no me anime a depositar todo el peso en una sola pata (que es así como dicen que duermen las garzas), ni a seguir en grupo a un líder. Ellas pueden dormir, yo apenas desando, despierto a medias. A esta hora. Las garzas, con sus largos picos, cazando insectos, caracoles, ranas, mínimos gorgojos, entre la hierba. Agujas amarillas que relampaguean. Cirro de plumas blancas con un punto en sombra. También en mi memoria relampaguean los rasgos del muerto. Mi amigo de la calle Flager dijo no estar seguro de que sea el muerto. Yo lo he visto, muerto, y luego he creído recordarlo vivo. Son retrospecciones más bien vagas, de mi tierra. ¿En los ochenta? Quizá después. ¿No sería en alguno de aquellos soporíferos talleres literarios? Qué fastidio. Un puzle. Pero de cualquier modo faltan fichas. Mi amigo no está seguro. Puede ser él, dice, aunque no está seguro de que esté muerto. Yo sé que está muerto, aunque no estoy seguro de que sea él. ¿Cómo puede uno estar seguro de algo? Si todo recuerdo es ficción. Desempeñan el mismo papel de aquellos filamentos que Bruno Schulz sumergía en una solución química, para ver cristalizado el sentido del mundo. Pero esto no tiene sentido, repetía mi amigo de Flager, cuando me llamó más tarde, apenas transcurrida una hora de nuestra primera conversación. Fue para reiterar que sí, que creía conocer al individuo y que estaba tratando de verificar si lo había visto, vivo, en el centro de un espectáculo en Little Havana. Una performance. La garza negra, en una sola pata, intentado hacer que crea lo que no es. Frente a las garzas blancas y su innata vocación de soledad. Al punto que únicamente se agrupan en tiempos de cría. Pero no, estas pasan ante mi ventana siempre en grupo, con su líder al frente. La soledad es mala consejera. Lo sentencia un viejo son de mi tierra. Y John Ford llegó a pensar que uno se vuelve despreciable cuando está solo. Aunque no es lo que yo pienso, en absoluto. Una performance. Provocadora, pero sin arte, o con muy poco, a no ser que la magia también lo sea. En resumidas cuentas, el arte es magia liberada de la mentira de ser verdad. Una performance, dijo él, pero sin pizca de improvisación. Y con el muerto como protagonista. Vivo para el caso. Es lo que afirmó en su segunda llamada. Y luego, en la tercera, dijo haber recordado que no era la primera vez que lo veía, al muerto, representándose a sí mismo. Muerto. En la performance, donde se suicida ante el público. Y cae, manando sangre, el cuello atravesado por un cuchillo invisible. Dijo también mi amigo de Flager que la última vez que lo vio morir, en la performance, el muerto se encontraba ya muerto, puesto que fue algo después de que yo le enviara la foto. Y dijo que el muerto, vivo, está anunciando una nueva exhibición-performance para los próximos días, en Little Havana. Aunque no en un salón de exposiciones, sino en un club nocturno: El espectáculo no es ocurrencia mía, ustedes mismos lo producen, con sus ojos y quizá con su espíritu. Así lo enfatiza el comercial de la performance que mi amigo de la calle Flager dice haber visto cuando el muerto se encontraba muerto. ¿Y por qué dudarlo? Sí sabemos lo que sabemos: que el mundo real está lleno de magia, por lo que es fácil que los actos mágicos se hagan realidad.
Blancura
¿Será invisible? El cuchillo invisible. ¿Inexistente acaso? La suave espiral invisible que va del pensamiento hacia la mano, del ojo hacia el cuchillo, Circe Maia. Pero no conseguimos verlo. En aquel centro nocturno dijeron que había trasladado el escenario de sus performances. Tampoco dimos con él en otros lugares anunciados, como el Club Ball & Chain, Fairchild Tropical Botanic Garden, Bayside Marketplace…Nunca llegamos a tiempo. Es como si Dedi —que así se hace llamar— traspasara capas inaprensibles de la realidad. O como si volase lejos de la suave espiral de nuestros ojos. Al hombre, como al pájaro, dijo mi amigo, lo perdemos de vista cuando se eleva. Quisiera creerlo. Pero no, pienso que no escapamos de la realidad sino creyendo que escapamos, al tiempo que nos hundimos en ella. Mi amigo tiende al platonismo, entre otras eutrapelias que son sus cartas de triunfo. Además del don para recomponer lo que pasó ayer, o en tiempos remotos, y el infalible olfato para orientarse a ciegas. No en balde sus progresos como reportero y detective free lance, escudriñador de las oscuridades miamenses. Pero en resumidas cuentas no hemos podido ver a Dedi. O no lo he visto yo. Es que ni siquiera logro recordar dónde y en qué circunstancias tropecé alguna vez con su cara, allá en mi tierra. La memoria es un guayo, la mía, raspa lo que puede y el resto sobra. Recortaduras inconexas. Mi amigo no solo recuerda haber visto a Dedi, y vuelto a verlo. También recuerda que ya lo había visto antes de verlo traspasando su cuello con el cuchillo invisible. Blanco como el insomnio. Algo parecido al modo en que Bolaño vislumbró la ausencia, en aquel camping. Pero entonces, ¿la ausencia es blanca? ¿Y por qué el negro es la ausencia de color? Todo desaparece mediante un agujero negro. Por más que se trasluzca en blanco el deseo de desaparecer. Blancura le llama mi amigo a la manera en que la gente huye de sí misma, empujada por las dificultades para ser. Son sus términos, los de mi amigo de la calle Flager. Así ha intentado explicármelo mientras yo atendía el salta y corre de los gorriones. No sobresalen por su número, como en La Habana. Por lo menos no en este parque de West Kendall, donde nos sentamos mi amigo y yo, de tarde en tarde, todavía con ganas de desarreglar el mundo. Caminan dando brinquitos, los gorriones. Flejes en el cuello. Impasibles vistazos. Aéreos aun cuando caminan. ¿Serán más ligeros que el viento? He leído que los atraviesa, el viento, y que ellos consiguen perforarlo como casi ningún otro ser volador. Diez mil años perforando el viento a campo despejado. Hasta que resolvieron invadir los centros urbanos, en huida, no sé si de sí mismos, como aquella pobre gente de la que mi amigo estuvo hablando. Los gorriones escapan de la dificultad para sostenerse por sí mismos. Entonces van y anidan en las urbes. En tanto anida para ellos la amenaza de extinción, en las urbes. Son un frágil emblema de la eternidad, apuntó Zagajewski sobre los gorriones. Pero ¿cómo podrían ser eternos, si la idea de gorrión no acopla con la de jaula? Continúan siendo libres en los centros urbanos. Aunque se me hace que su libertad deviene símbolo vacío de significado, igual que la mía. Eso es precisamente la blancura, puntualiza mi amigo. Y cuenta que antes de la última desaparición de Dedi, él lo había visto aparecer y desaparecer. Y hay casos en que no lo vio pero lo recuerda a través del recuerdo de otros. Yo, en cambio, no consigo recordar a Dedi. Solo recuerdo su cara, sin entorno, aturdido dentro del remolino de las rememoraciones. Puede ser, o no. Dedi no fue visto por mi amigo allá en la tierra. Sin embargo, recuerda que alguien le contó haberlo visto. En una performance de Arte Calle, aventura revolucionaria, así que efímera, condenada a extinguirse en menos de lo que vuela un gorrión. En los ochenta quizá. En La Habana. También se hacía llamar Dedi. Performance única, no por excepcional, sino porque no fue posible exhibirla más de una vez: Dedi y el ganso sin cabeza. Título que se me antoja extraído de una leyenda del antiguo Egipto, justo donde es mencionado el primer mago de la historia, o de la leyenda. El Papiro de Wetscar, si la memoria no me falla (pero puede fallarme), así se le llama al texto egipcio que narra las fascinantes aventuras de Dedi, experto mago, cortando cabezas de animales y haciendo que éstos permanecieran vivos. Sin cabezas. A la espera de que el mago volviese a colocar cada una de las cabezas donde iba. Cierta vez, si la memoria no me falla, el faraón Keops le pidió a Dedi que hiciera lo mismo con las personas. Y como el mago se negara, ordenó rotundamente que lo hiciera al menos con las cabezas de los criminales confesos y bajo condena. No obstante, cuenta la leyenda que mucho más que cortarlas, Dedi prefería colocarlas en su lugar. Y antes o por encima de las personas, prefería a los animales, gansos particularmente. Aunque no era un ganso el protagonista de Dedi y el ganso sin cabeza, la performance que el amigo de mi amigo dijo haber presenciado en La Habana. Era una tortuga pintada de color verde olivo y con tricornio. Rojo y estrella blanca al centro, el tricornio. Dedi lo suprimía, con cabeza y todo, cortando el cuello de la tortuga con su cuchillo invisible. Luego iba a ocultarse detrás de una cortina, mientras la tortuga, cataléptica, pero con vida, quedaba sola sobre el escenario, sin cabeza. ¿Mirándose por dentro? Hasta que finalmente Dedi la llamaba con una serie de silbidos. Entonces la tortuga, sin cabeza, entre aplausos, emprendía lenta retirada hasta desaparecer. Mutis indefectible. He aquí la cuestión, desaparecer, no ser lo que eres, dejar de serlo. Sería menos doloroso que el anhelo de ser para siempre. Cuando el sol se eclipsa para desaparecer, se ve mejor su grandeza, Séneca. Pero no siempre tiene que ser así, ni es siempre deseable. Por más que no armoniza con el platonismo de mi amigo de la calle Flager. Él ha tenido a bien aclarármelo, mientras nos ponemos en camino para abandonar el parque. Pronto vendrá la oscuridad. Dorados son los muros por donde cae la luz del día, Frost. Nada dorado permanece.
Premio de Narrativa Editorial Hypermedia 2020. Acta del Jurado
Premio de Narrativa Editorial Hypermedia 2020
Ganador: José Hugo Fernández con la novela El hombre con la sombra de humo
Finalistas: Gabriel Cascante, por Sushi Party y Alfredo Antonio Fernández, por Citizen Kane se fue a la guerra.