El hijo

Llamo a mi madre por teléfono para ver si se ha caído y dice que no. Nos quedamos en silencio por un momento. Sé cómo es todo a esta hora. La preocupación porque aún debe tapar la cazuela de los frijoles, la molestia porque la basura está a tope y nadie se toma el trabajo de botarla, la tristeza porque la madera vieja de las ventanas del cuarto se va a seguir pudriendo durante toda la vida.

De veras estoy bien, hijo, dice. No se ha sentido mal ni ha tenido mareos y ha tomado las pastillas en hora. Del techo cuelga la luz amarilla de un foco incandescente. Nos derretimos los soldados, y también las columnas de cemento roto y los bancos de piedra, las rejas herrumbrosas y los canelones del techo, arremolinándonos todos durante un rato en el tragante de la noche. Me despido, cuelgo el teléfono, abandono el puesto del oficial de guardia y vuelvo al dormitorio con las botas desabrochadas, arrastrando los pies. La camisa por fuera, el zambrán colgado al cuello.

Fueron a buscarme a la casa hace ya varios meses. El servicio militar es obligatorio a los dieciocho años, pero hay maneras de librarse. En mi barrio, algunos lograron zafarse con la ayuda de sus familias, que les inventaron certificados con no sé qué enfermedad congénita o sobornaron a la junta de admisión. Con un padre razonable, yo también me habría librado de toda esta basura, pero nadie en mi casa se atreve a hablar de soborno o de burlar la ley. Armando me dijo que estaba orgulloso de que fuera a cumplir mi deber, tal como él lo había cumplido en su momento. Me callé la boca, luego un gesto de desprecio. Armando ni siquiera se percató. Mi madre sí.

No puedo apartar ese momento de mi cabeza, aunque parece que en realidad no quiero. Es como una mosca que espanto con la mano y que regresa a posarse de nuevo. Ahora me queda muy poco tiempo de descanso antes de la guardia. La idea de que mi madre se pudo haber caído me hizo perder quién sabe cuánto, tal vez treinta o cuarenta minutos. No es sólo lo que te toma ir de la litera al puesto del oficial de guardia.

Hay también un tiempo entre la primera vez que la idea te ronda y el momento en que decides ejecutarla. Quieres seguir durmiendo y sientes que no vas a poder, las hilachas de sueño son como juncos de los que intentas agarrarte. El desvelo te sigue llevando río abajo. Todavía tienes los ojos cerrados, los otros soldados también duermen, y tú te resistes a creer que ya estás despierto, por un instante quieres pensar que sigues dormido y que sólo estás soñando que te despiertas. Sin embargo, algo que escapa a tu control se ha puesto en marcha.

Abres la puerta de madera del dormitorio con el mayor cuidado posible para que los goznes no chirríen, no tienes interés en despertar a nadie y tampoco quieres que alguien te lance una bota, ya te has peleado alguna que otra vez. Es un cuarto de cinco metros cuadrados en el que indistintamente todos son amigos y enemigos, y en el que incluso todos son amigos y enemigos de sí mismos.

A las diez y media de la noche los insectos brincan alrededor de la bombilla amarilla del patio principal, un ruido de fondo que se acentúa a medida que avanza la madrugada. Cualquier cosa que matice el silencio es ganancia neta para el soldado y su salud mental. Avanzas por el pasillo, tu mirada se desliza sobre las cosas, no fija nada en específico, como si los objetos y las figuras y los conceptos que conforman el mundo se resistieran a ser mirados. Llegas al puesto del oficial de guardia, metes la mano por el ventanal de doble hoja entre los balaustres de hierro oxidado y tomas el teléfono del buró.

El oficial de guardia duerme, un capitán generoso venido a menos, como todos los tenientes o capitanes o tenientes coroneles que conforman esta unidad militar, repleta de gente alcoholizada que gastó sus años esperando y preparándose para una guerra que nunca llegó, o que llegó de otra manera y se les metió adentro y desde adentro se los fue comiendo.

Marcas el número de casa, reconoces la voz de tu madre, decides hablar con tu tono normal, y tu madre contesta con fluidez. Luego te quedas quieto un segundo y regresas al dormitorio. La camisa por fuera, las botas desabrochadas y el zambrán colgado al cuello. Va a tomarte otro tanto volver a dormirte. No sabes por qué en ocasiones tu madre tiene que hablar como si fuera una retardada.

Se dice que es la enfermedad, pero ¿qué significa eso? Te saca de paso la señora que en ocasiones se mete en el cuerpo de la madre que conoces y a la que tienes que seguir llamando madre cuando no hay nada en ella que guarde la más remota coincidencia con la madre que has conocido, salvo, quizás, ciertas características físicas, y ni eso, porque el adefesio que sobreviene tras las caídas sustituye, según dicen, la mirada transparente de tu madre por una mirada vaga e hipnótica, la boca normalmente repleta de comentarios por una boca reseca y torcida, más bien una mueca extraña, la piel tibia y vibrante, como son las pieles de las madres, por un pellejo pálido y ajado, y el cuerpo ágil e hiperquinético por una masa deforme y muy lenta, o ya, de plano, inmóvil, en la que nadie se podría proteger.

Va quedando poco menos de una hora para la guardia. Te oyes el trote cojo del corazón justo bajo el oído, como si el corazón estuviera en la almohada, un sapo escondido entre las fundas. Es un golpeteo incómodo, pero es la primera señal de que has empezado a dormirte: el oído se voltea y empieza a escuchar para adentro. Luego reparas en algo muy vago, como el dolor de las articulaciones, que se ha vuelto un dolor agradable.

No intentas asirte a nada, sólo te dejas llevar por la corriente, como un cuerpo roto, hasta que algún junco se enreda en ti o algún remolino te chupa o te asientas en algún bajío, y luego lo último que piensas es que ya, que te vas a dormir, y que ése, que te vas a dormir ya, es el último pensamiento que por el momento vas a tener, y que luego no va a haber nada más en tu cabeza, y luego, en efecto, nada hay.