Llamémosle “Perestrunka” o “Dentro de la Revolución, nada”


René Francisco Rodríguez & Eduardo Ponjuán, Las ideas llegan más lejos que la luz, 1989.



Llamémosle perestrunka

Un libro como El túnel al final de la luz: los años cubanos de la perestroika existe para tratar de explicar una época y un proceso que ni siquiera hoy tiene nombre.

Títulos como “la plástica de los ochenta” o “el movimiento (teatral, humorístico, universitario, cinematográfico, danzario, musical) de los ochenta” tienen el defecto de referirse a un solo aspecto de un proceso que no debe reducirse a ninguna de sus manifestaciones.

Sin conciencia de sí, la simultaneidad y empuje con que transcurrió, su condición sorda pero profundamente política, merece que se le nombre en torno al proceso que, aunque lejano, permitió su existencia. Perestroika a la cubana, interrupta, trunca.

Para ser consecuente con el estilo desenfadado e irreverente que acompañó este movimiento en casi todas sus variantes, llamémosle perestrunka.

Las etiquetas existen en el tiempo para convertirlo en relato. Por ejemplo, el término Quinquenio Gris,[1] tal y como se utiliza hasta ahora, convierte la década más oscura en cuanto a asfixia ideológica y política en breve parpadeo entre el Congreso de Educación y Cultura (1971) y la fundación del Ministerio de Cultura (1976).

Cambiemos los colores y el relato para que se acerque algo más a lo que en verdad ocurrió. Llamémosle Década Negra a la que comienza con la desastrosa zafra azucarera de 1970 y termina con el acoso brutal a los que intentaron emigrar durante el éxodo del Mariel.

Desplacemos el Quinquenio Gris al tramo que va del fin de la Década Negra a 1985, pues de eso se trató: de una grisura bastante espesa atravesada por puntos luminosos, leve aumento en los índices de consumo, la apertura del llamado mercado paralelo, del mercado campesino y el de productos artesanales, algo de relajación del control ideológico, lento despertar de las artes visuales, mayor presencia de música y películas occidentales en la programación televisiva, detalles en los que se puede apreciar un leve resplandor cuando se sale de la oscuridad norcoreana de los setenta o luego, retrospectivamente, cuando se ha pasado por la vuelta al paleolítico que fue el Período Especial.







El túnel al final de la luz: los años cubanos de la perestroika” es pura arqueología de la memoria. El momento en que, tras un breve pestañazo del poder totalitario, el arte y la sociedad cubanas pudieron exhibir sus potencialidades.






A los años que van desde 1986 al inicio del Período Especial podríamos denominarlos renacimiento interruptus, perestrunka o como se prefiera, porque fue entonces que se conjugaron circunstancias que permitieron a una generación cuestionar la entusiasta resignación de sus padres.

Bautismos aparte, el estudio de este breve pero intenso período de historia cubana sirve para entender mucho de lo que vino después. Este fugaz deshielo involuntario del sistema nos cambió a todos los que participamos en él, tanto a los representantes del régimen como a sus súbditos.

A los primeros, porque pese a sus esfuerzos posteriores por hacer retroceder la sociedad al punto anterior, estaban conscientes de lo impracticable de tal propósito. En lo adelante, deberían ejercer el poder de manera más cínica, pero también más astuta.

El sistema de movilizaciones, campañas y lemas plomizos fue sustituido por uno en que, copiando mal el espíritu de la aplastada revuelta cultural, promovió actividades y consignas que pretendían ser festivas y desenfadadas, y cuyo paradigma fue la campaña de la Unión de Jóvenes Comunistas (Ujotacé a partir de entonces) emprendida en 1990 bajo el lema de “31 [años de Revolución] y pa’lante”, bajo la dirección del ahora políticamente difunto Roberto Robaina.

En el campo de la cultura propiamente dicha, el encargado de implementar un sistema más sofisticado de dirección y control fue Abel Prieto, presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba desde enero de 1988. Fue él quien se encargó de facilitar la emigración de muchos creadores mediante una liberal política de permisos de salida y de eliminar la estricta exclusión de los creadores residentes en el extranjero vigente hasta entonces.

Bajo la consigna de que “la cultura cubana es una sola”, se permitiría la presencia en Cuba, ya fuera mediante publicaciones o en persona, de los artistas que observaran un mínimo de discreción política en el exterior, cuando no un apoyo abierto al régimen.

Bajo esa misma consigna se aceleraría el reciclaje de figuras defenestradas en purgas anteriores, como la famosa parametración de 1971, vivas o muertas. De hecho, a partir de los noventa, muchos de los ideólogos del régimen fueron quienes, tras ser marginados y escarmentados anteriormente, habían aprendido a apreciar las virtudes del sistema desde una perspectiva algo más flexible que la de los viejos comisarios del Partido.

A Abel Prieto se le debe hace tiempo una estatua como el funcionario más útil que ha tenido el castrismo. O no. Puede que la estatua develada por Fidel Castro en el 2000 que representa a John Lennon sentado en un banco —el mismo Lennon cuya música había prohibido durante años— deba considerarse en realidad un monumento al más eficaz de sus servidores en el campo de la cultura.

En un plano más amplio, las experiencias adquiridas durante la perestrunka le sirvieron al Estado cubano para rearticularse frente a la nueva realidad poscomunista. Desprovistas de subvenciones soviéticas, muchas instituciones culturales oficiales se reconvirtieron en falsas ONG, dispuestas al intercambio con el extranjero que les permitiera captar subvenciones públicas y privadas.

Incluso, la Seguridad del Estado y las diferentes instancias de control político e ideológico aprendieron a dar un trato menos torpe a las diferentes manifestaciones culturales. Aprendieron que no toda experimentación artística era un signo de disidencia política y el apoliticismo pasó, de variante disimulada del anticomunismo, a ser considerado un aliado táctico.[2]

Fue en los noventa que se retomaron los esfuerzos, abandonados desde los años sesenta, para dotar al castrismo —sobre todo, de cara al exterior— de un halo heterodoxo que había despreciado hasta entonces. Fue así, por ejemplo, que tuvo luz verde un proyecto controversial como Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea, en un país que todavía se recuperaba de su pertinaz homofobia de Estado.

Así se le pudo disculpar a Gutiérrez Alea el lado cuestionador de Fresa y chocolate, al presentarse como una respuesta a las denuncias vertidas por el documental Conducta impropia, de los cineastas exiliados Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, y como manera de restaurar la imagen del Icaic, dañada tras el affaire Alicia en el pueblo de Maravillas.







El túnel al final de la luz: los años cubanos de la perestroika” es pura arqueología de la memoria. El momento en que, tras un breve pestañazo del poder totalitario, el arte y la sociedad cubanas pudieron exhibir sus potencialidades.






Lección de los vencidos

Para los que vivimos la perestrunka de este lado de la esperanza y la ingenuidad injustificadas, la experiencia también nos marcó de por vida. Comprobar que el régimen cubano era irreformable, que su prioridad última era la leninista conservación del poder por encima de los intereses y necesidades de sus ciudadanos, fue una lección que nos definió como generación.

La promesa del comunismo, el más allá de los creyentes del marxismo-leninismo, dejó de tener sentido hasta como ilusión. En el mismo discurso oficial se pospuso la meta de alcanzar el comunismo por la de “preservar la utopía”.

Tanto si decidíamos seguir sirviendo al sistema o no, no nos quedaba otro remedio que ser cínicos. Un régimen que se negaba a escuchar y tener en cuenta a las mismas generaciones en cuyo nombre se había instaurado y les había exigido tantos sacrificios a sus padres, estaba renunciando a su propia lógica redentora.

La canción Guillermo Tell de Carlos Varela, convertida en himno de finales de los ochenta, mostraba, con el pretexto del relevo generacional, la circunstancia terrible de que el héroe muestre su destreza a costa de la angustia y la inmovilidad del hijo, al que le ha vendado los ojos. Y lo lógico que sería que intercambiaran los papeles.

“Los hijos de Guillermo Tell” era el título de una exposición con que se exportó a Venezuela en 1991 la imagen de la nueva generación de artistas, sugiriendo una continuidad entre el régimen y sus artistas, en la que ya ni el primero ni los segundos creían.

Si algo había dejado claro la experiencia de la perestrunka era lo incompatible del empeño del castrismo por retener el poder con la urgencia de la sociedad de reformarse y crecer.

Frente a estas circunstancias, solo quedaban tres opciones: el sometimiento, la resistencia o la fuga. En lo adelante, quienes optaran por la resistencia en las durísimas condiciones de mera supervivencia que impuso el Período Especial, estuvieron conscientes de sus fuerzas, pero aún más de su debilidad.

Debían empezar por no hacerse ilusiones sobre la posible coincidencia, aunque fuera parcial, entre el régimen y ellos. El famoso dictum de Fidel Castro de 1961, usado en adelante como regla de juego básica del régimen —“Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”— debía invertirse. Si lo que se buscaba era producir una cultura viva bajo un sistema que propugnaba la inmovilidad, el principio a seguir sería “dentro de la Revolución, nada”.







El túnel al final de la luz: los años cubanos de la perestroika” es pura arqueología de la memoria. El momento en que, tras un breve pestañazo del poder totalitario, el arte y la sociedad cubanas pudieron exhibir sus potencialidades.






Entre las principales lecciones que la perestrunka enseñó a nuestra generación fue la de contar exclusivamente con las fuerzas propias, por menguadas que fueran. Y crear espacios sin esperar a que el Estado nos los concediera. Aprendimos a separar acción pública y vida íntima de la ubicua costra totalitaria.

Parecería una lección derivada de los intentos de Art-De y Arte Calle de conquistar el espacio público, de la decisión de Víctor Varela de hacer teatro en su propia casa, de los esfuerzos de Paideia de organizarse al margen de las instituciones estatales, del empeño de tantos curadores y artistas por resignificar los espacios estatales de exhibición (que en aquel momento lo eran todos) y devolvérselos a la gente común, excluida del mundo de la cultura.

Puede afirmarse sin exagerar que la lenta reconstrucción de la sociedad civil a partir de los noventa —sociedad civil inexistente tras décadas de ejercicio totalitario— hunde sus raíces en los confusos años de la perestrunka.

Otros aprendizajes se derivaron del reconocimiento de las debilidades inherentes a ese movimiento. La primera de estas —y que este libro intenta remediar— es la de la falta de conciencia de sí mismo. Porque a pesar de la simultaneidad con que transcurrieron todos estos procesos y de compartir muchos intereses comunes, solían marchar en paralelo sin converger más que puntualmente.

También el elitismo de este movimiento lastró su capacidad de impacto en la realidad social y política, por mucho que una de sus principales preocupaciones fuera romper con las barreras que lo separaba del resto de la sociedad. También lo debilitaba la ingenuidad de pretender reformar un sistema que, por su propio diseño, se negaba a ser cambiado más allá de las modificaciones que necesitaba para conservar la máxima cantidad de poder.

El ejemplo más obvio de los procedimientos tácticos del poder lo son quizás las medidas económicas rechazadas por el peligro capitalista que representaban para el alma pura del socialismo —como lo fue la eliminación del mercado libre campesino en 1986— y luego recuperadas en momentos extremos —como ocurrió con la reapertura de ese mismo mercado en 1994—, pero siempre expuestas a una nueva cancelación cuando el poder se sentía con fuerza suficiente para hacerlo.

Después de todo, no es nada nueva esta dinámica de distensión y aplastamiento desde que Lenin transigió en adoptar la NEP en 1922, hasta ser reemplazada por el Primer Plan Quinquenal de Stalin en 1928.



© Imagen de portada: René Francisco Rodríguez & Eduardo Ponjuán, Las ideas llegan más lejos que la luz, 1989, óleo sobre madera. Exposición Artista melodramático, 1989.






Notas:
[1] Término acuñado por el crítico literario Ambrosio Fornet que ha gozado más suerte que la que merecía. Lo usó para designar la etapa más oscura del totalitarismo cubano, pero se quedó corta en el tono y en la extensión. Por eso mismo ha sido aceptado a larga por el relato oficial sobre la cultura.
[2] “Es necesario conocer este proceso de despolitización, sus rasgos y sus tendencias, para actuar con eficiencia respecto a él. Por el componente reactivo que ha tenido, en relación con la politización extremada que rigió durante un largo período la vida del país —que podía llegar a ser agobiadora—, prefiero distinguir el apoliticismo respecto a otro proceso que en las últimas dos décadas ha registrado una expansión y un afianzamiento crecientes: la conservatización social”. Martínez Heredia, Fernando, “Revolución, cultura y marxismo”. Rebelión, 12 diciembre 2014.







El túnel al final de la luz: los años cubanos de la perestroika” es pura arqueología de la memoria. El momento en que, tras un breve pestañazo del poder totalitario, el arte y la sociedad cubanas pudieron exhibir sus potencialidades.






discurso-en-la-universidad-de-la-habana-sabatina-del-22-de-febrero-de-1862

Discurso en la Universidad de La Habana (Sabatina del 22 de febrero de 1862)

Por Ignacio Agramonte y Loynaz

El Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza”.