Capítulo de Turcos en la niebla, novela ganadora del XX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones,que publicará próximamente Alianza
Editorial.
Desde que se restablecieron las relaciones con Cuba todos están eufóricos. “Todos” es una hipérbole, pero se acerca peligrosamente a la realidad.
No se trata solo de Mollney o del conserje de mi universidad. Buena parte de mis conocidos norteamericanos o cubanos, los vecinos de mi edificio, el coreano del liquor store de la esquina, todo el que tiene idea de mi origen nacional usa la noticia para alegrarse por mí.
April también, por supuesto. Atareada por planes conyugales cree que nada sería más romántico que una boda en Cuba. Una ceremonia a orillas del mar con un trío de guitarras tocando la marcha nupcial. Y luego un Chevrolet o un Cadillac descapotable de los años cincuenta conduciéndonos hasta el hotel.1
Entre los entusiasmados con el nuevo estatus diplomático de mi tierra natal también están:
El plomero italiano que me arregló el baño la semana pasada.
El dueño del restaurante peruano al que voy los viernes.
Los viejos —esos sí, cubanos— que se reúnen para hablar mierda a la entrada de los restaurantes criollos.
Las señoras que hacen cola en las agencias de pasajes y de envío de dinero para Cuba.
A todos se les ilumina el rostro al saber que provengo de aquella isla en la que el gobierno va a permitirnos libre acceso para ir a gozar como nunca lo hemos hecho en nuestras vidas.
¿Todos?
Bueno, todos no. Como en aquel animado francés sobre una pequeña aldea de galos que se resistía a ser conquistada por las legiones del César quedamos unos cuantos para quienes estas negociaciones constituyen una traición. Unos cuantos amigos y los ex presos políticos al completo.
“Una puñalada”, proclamó uno el otro día para referirse a las negociaciones. Le gustó la imagen porque a continuación llenó el discurso de puñaladas. Eso fue en la despedida de duelo de un compañero de cárcel.
Esa rabia contrasta con el entusiasmo de los que vienen de Cuba. No los que vienen a visitar a sus familiares, a pasarse un par de meses viviendo a sus expensas. Esos tratan de acomodar sus opiniones a la casa que los contiene. Pienso sobre todo en los artistas, curadores, vendedores de bienes raíces más bien fantasmales. Personajes que con la entrada al mercado norteamericano piensan forrarse como nunca antes soñaron.
Entre ellos está René, fecundo en ardides. Ya no le interesa vender copias falsificadas de viejos maestros cubanos, correr esos riesgos. Ahora se puede permitir soñar. Vender su propia obra casi al precio de los viejos maestros.
Me ha invitado a la inauguración de una exposición colectiva de artistas cubanos.
“De allá”, subraya.
No hace falta.
La organizan los Giolliere, una pareja de coleccionistas y filántropos muy conocidos en Nueva York. Poseen la colección de carteles de propaganda norcoreana más importante de Occidente. La de cerámica afgana también es impresionante. Y ahora el arte cubano contemporáneo ha entrado en su esfera de intereses. Se trata de incubar nuevos artistas o artistas no tan nuevos, pero poco conocidos, irlos presentando en sociedad con la confianza de que a la vuelta de unos años sus obras alcancen un valor equivalente a la galería en la que hoy están expuestas (o al de todo el edificio). Aspiran a convertirse en una suerte de Médici del Caribe luego de serlo entre los pashtunes o en la Norcorea de Kim Il Sung.
Un destino que ningún Médici hubiera imaginado para sí.
Trabajo ingrato, habida cuenta de la suspicacia de los posibles compradores y los desplantes de artistas que nunca han tenido claro qué coño es el mercado.
Negocio incierto, mientras todos, compradores, artistas y público en general, asumen que los nuevos Médici se están forrando con el talento cubiche.
Dagoberto Pedraja: “Siro, para salir de la Aduana tuve que cantar una canción de Raúl Torres”
Apenas me enteré del problema que tuvo mi amigo Dagoberto Pedraja en la Terminal 3 del Aeropuerto Internacional “José Martí” de La Habana, salí de inmediato para su casa a fin de conocer de primera mano todo lo sucedido ese día, a su regreso a la patria.
En esta exposición la joya de la corona no es mi amigo René. La joya de la exposición no puede estar más cerca de la corona misma: es el marido de una de las nietas del presidente del país (o como quiera llamársele al hermano menor y sucesor del que controló el país durante casi medio siglo). Y eso, más allá de sus méritos artísticos, y considerando la capacidad de su familia política para retener poder, es una apuesta segura. La pieza del yerno-nietísimo representa un muro de concreto con un orificio en forma de un bote. Como aquellos huecos que dejaban en puertas y paredes los personajes de los Looney Tunes cuando los atravesaban a toda velocidad.
René quiere presentarme al artista.
Le digo que no, gracias.
Prefiero admirar su obra.
René me observa con atención. Quiere determinar si le tomo el pelo, pero pongo cara de póquer. Para no darle el placer de la connivencia y regalarme en cambio el de su perplejidad.
Perversillo que es uno.
Mucho más interesantes que los estragos de los Looney Tunes son los personajes atraídos por el supuesto deshielo tropical. A los artistas, diletantes y gringos curiosos de toda la vida se añade una fauna elegante que desentona con el alegre desaliño de los habituales.
Una estrella de la televisión española venida a menos.
Alguien que lleva un sombrero de anchas alas con la prestancia y abandono con que Saturno lleva su aro (“un disc jockey famoso” me sopla René).
Varias mulatas. Todas esbeltas y elegantes. (“Esas dos, actrices, y aquella, cantante”).
Varios señores de pelo y trajes grises, posiblemente abogados o inversionistas que se mueven con la falsa laxitud de quien entra a una tienda de lujo en busca de alguna ganga. O en un garage sale en busca de algún tesoro.
Herederas de viejas fortunas cubanas más jóvenes que sus fortunas, pero no menos generosas.
Viejas americanas alardeando del último apartamento que han comprado en La Habana. En Miramar o El Vedado, hábitat natural de la vieja burguesía. Y de la nueva.
Empresarios a punto de inaugurar un restaurante temático en La Habana. El tema puede ser cualquiera. La época colonial en Cuba (con esclavos casi auténticos), los años veinte en Berlín, los cincuenta en París o los ochenta en Moscú.
Y artistas, muchos artistas.
Artistas viejos que imitan a jóvenes artistas.
Artistas jóvenes que rezan para que no descubran a quién imitan.
Artistas que se limitan a imitar la realidad. O más bien a empacar un trozo de realidad cubana, subirlo a un avión para luego desempacarlo en una galería de París, Londres o Nueva York.
Artistas casados con hijas de generales a punto de abrir un bar de moda con el concurso de sus suegros. Los artistas ponen parte de la plata, la fama y la autorización para gastar sin límites el dinero supuestamente ganado con la venta de su obra. Los suegros la protección para cuando las cosas se pongan color hormiga.
Creadores de obras complejas y laboriosas que requieren el concurso de carpinteros, soldadores, albañiles y otras profesiones nobles. Artistas que le dan empleo a todo el barrio. (Uno supone que los adoren allá. Que cada vez que se suben a un avión un montón de manos arrugadas y callosas se juntan para rezar y encender velas por ellos).
Y por último artistas-artistas (por suerte son pocos porque la conciencia de su escasez suele volverlos insufriblemente arrogantes).
Todos entusiasmados ante la perspectiva de ser la próxima ballena blanca de los coleccionistas de arte de todo el mundo.
—¿Has visto? —me dice Sandra, una vieja amiga, con tono conspirativo. Y con la barbilla apunta hacia el yerno-nieto que habla con el hijo de uno de los fusilados más famosos de su suegro-abuelo—. Como si no hubiera un charco de sangre entre ellos.
Sandra, dramática as usual.
—¿De qué te asombras, cariño? —asumo mi mejor tono de cortesano francés, de La Rochefoucauld neoyorquino de vuelta de casi todo—. Ellos son aristocracia y los nobles no tienen más opción que reconocerse entre sí como parte de la nobleza. Sin importar cuánta sangre haya corrido entre ellos.
Obsceno, inmoral (entremés con doncella)
Usted dice que el comunismo es una pinga como si pinga estuviera en el diccionario de Word como sinónimo de suciedad, fracaso, humillación, desastre, hecatombe, ruina, vergüenza.
Media hora después.
Interior. Noche. Mesa de restaurante.
A mi derecha, René, habla, entusiasmado ante las perspectivas comerciales de su obra. En el otro extremo de la mesa, presidiéndola, Al García, el coleccionista cubano-americano que ha abandonado de momento sus proyectos latinoamericanistas para convertirse en representante de los Giolliere en la Tierra de las Oportunidades que todos creen que es Cuba. Caballero se me acerca por la izquierda en plan amistoso. Una amistad pirata, de esas en las que uno cree ver entre los dientes apretados y sonrientes, el filo de una daga. Quiere conocer mis planes. Me invita a unirme a la nueva fiebre del arte cubano. No lo dice así. Habla de lo mucho que se beneficiarían los planes de los Giolliere con mi sabiduría.
En realidad no dice sabiduría.
Dice “talento”.
Pero suena tan irónico que tal parece que dijera “sabiduría”.
—No creo que mi talento alcance para beneficiar a nadie, menos a ustedes —intento ser amable aunque, lo veo con claridad, fracaso miserablemente—. Con tu talento y el de estos artistas no veo qué podría aportar yo al ilustre séquito de Al.
Looney Tunes ―al que creía inmerso en su propia conversación― empieza a gritarme:
—¿Séquito de qué? Para que lo sepas: yo no soy séquito de nadie. No conozco las leyes de aquí, pero te juro que si pones un pie en Cuba te voy a descojonar todo.
Puede que siga hablando, pero ya no lo escucho. Miro su cara, su cuerpo y me pregunto de dónde saca el empuje con que hacerme tales amenazas. “¿Tú y cuántos más?”, pienso. Pero enseguida comprendo. O más bien, veo a ese renacuajo salirle por encima de los hombros una tropa de soldaditos todavía más pequeños que él amenazándome con sus armas, corriendo por la mesa, esquivando los cubiertos y los dobleces del mantel. El poder del abuelo-suegro abalanzándose sobre mí desde tan lejos por boca de este imbécil que no se cree ni una sola de sus palabras, pero al mismo tiempo se las cree todas. Y yo, que en mi otra vida lo habría invitado a salir del restaurante para restregarle la cara contra la acera, debo demostrar que todos estos años tratando de civilizarme no han pasado por gusto. Así que me levanto y me dirijo al baño y claro, allá adentro no tengo nada que hacer. Y ahí estoy parado durante cinco minutos con mi extremidad más breve en la mano a la espera de que salga al menos un chorrito que justifique mi presencia allí. Frente al lavamanos por fin tropiezo con René quien intenta convencerme de que la violencia no tiene sentido. Dos minutos más tarde estoy parado frente a Looney Tunes con la mano extendida, en son de paz. Balbuceo palabras amistosas, pero Looney me grita todavía más descompuesto que antes.
—¡No te me acerques! Y ni te atrevas a ir a Cuba porque te mando a matar.
Los soldaditos vuelven aparecer sobre sus hombros, a vitorearlo con las armas en alto. No les digo nada porque estoy convencido de ser el único que los ve. Como mismo nadie escucha los gritos del yerno-nieto del presidente de Cuba. No es de buen gusto aceptar que eso esté pasando.
Un viejo espectáculo: el del poder amortiguando la impresión que produce.
Voy a sentarme y René no se atreve a comentar el fracaso de sus gestiones de paz. Tanto él como el resto de la gente en la mesa están perplejos y silentes, como una orquesta sinfónica a la que se le desvanecen las partituras de sus atriles en medio del concierto.
Por fin la cuenta de la comida y Al García, que la toma en la mano, abre sus párpados a su máxima capacidad y mira en derredor sin que reciba el más mínimo gesto de solidaridad. Solo hay caras esquivas y asientos vacíos.
¡Oh, artistas envalentonados por el éxito! ¡Qué rápido se retiran ante la llegada de las facturas! Y henos aquí a Al García y a mí discutiendo sobre la parte de la cuenta que nos toca pagar y tratando de dilucidar cuánto es el quince por ciento de 1254 dólares.
Nota:
1 En La Habana, me dicen, los propietarios de los viejos carros americanos se han adelantado a los deseos de los turistas gringos y serruchan los techos a sus vehículos para complacer a una clientela deseosa de visitar un país a cielo abierto.
La paila del exilio
Capítulo de la novela Miami en brumas (Colección Mariel, Hypermedia, 2018). La Colección Mariel recoge los 11 títulos más emblemáticos de esta generación.