En La Pequeña Little
las mujeres gordas esperan en la calle
algún cliente. Están rodeadas de bolsas
con verduras y perfumes de hierbas.
Sus vestidos de colores muestran piernas morenas
y fuertes, uñas redondas sin pintar,
mientras algún hijo siempre está jugando con
piedras y tomates.
Eso sucede en la calle donde Issac tiene su tienda de
hilos
y telas hermosas. Un ramito en la puerta y el idioma
de una lengua
extraña, pero heredada cruzando el Atlántico.
El viernes es mi día preferido para caminar por La
Pequeña Little.
Las tiendas muestran lo mejor de la semana, con
ofertas como
un dedal de oro de la abuela Rosa,
una guayabera blanca y elegante,
un sombrero Panamá
para jugar en la noche,
un verso de Celán
o de Joseph Brodsky.
Es viernes, día de pago.
Los estudiantes pasean con sus amores
y a veces
entienden palabras de las que salen por las tiendas
en La Pequeña Little. En casa,
alguna vez, las escucharon de boca de su abuela
o su madre. Es la lengua: ella siempre será una
mujer.
Cruzando la plaza de baldosas rojas y llamas
con el monumento a Toussaint Louverture
sale música mexicana del Food Truck. Dos
muchachos
con remeras de piel de animal
dibujan e inventan sueños
y se desean,
y esa noche en un hotel barato
con olor a encierro, en una cama rota
por unas horas
juntarán los muchachos
una caricia, un beso,
lo que deban curar.
Me gustan las esquinas de La Pequeña Little,
siempre encuentro un detalle
o escucho las campanadas de una iglesia invisible
entre los edificios modernos, a medio construir
(tanto que parecen viejos)
y las casas de techos bajos y tristes.
En cada esquina hay un círculo
donde giran (porque giran)
los amigos
como
Chano, que perdió a su hermano en Kuwait;
Fernando, siempre en guerra;
Rubí, la chica de La Habana (todos
son de La Habana…) que me entiende
con los ojos cerrados;
Armando, que grita en lo que él cree es inglés
el próximo Apocalipsis.
Nadie salva, nadie salva.
También me encuentro con Carito que vende autos
viejos
con seguros imposibles
mientras su hermano está preso
por lo de siempre
ya tú sabes, brother;
O Selva,
la travesti que me invita a que repitamos
lo que hicimos el otro lunes por la noche
en las escaleras del Hotel Estrella.
Cerca de las cuatro esquinas en la zona Norte
de La Pequeña Little
Carlos trabaja en un bar.
Allí me encuentro con el profe Sergei
que en un español oxidado
me habla de su vida detrás del Muro.
Fuma y espera, como tantos otros
(como nosotros)
y todo se vuelve
una tristeza urbana.
En La Pequeña Little
también hay calles mal iluminadas.
De ellas se aprovechan los ladrones
y los amantes. Cada uno a su turno
cometiendo lo que saben, lo que será eterno
y frágil. Un auto de policía pasa
pero no hay problema:
la música de
Cheo Feliciano
Héctor Lavoe
Willie Colón.
Es un soundtrack
que guardo para mí
como una promesa de Mishima
y el harakiri.
Y todo lo demás
lo tengo en mi mano
como un pez dorado.
Hernán Vera Álvarez es el editor de la antología Escritorxs salvajes. 37 Hispanic Writers in the United States (Editorial Hypermedia, 2019).
Apuntes para un libro salvaje
Escritorxs salvajes (Hypermedia, 2019) tiene algo de ese anhelo de H. G. Wells: es una antología que, escrita en el presente, se proyecta hacia el futuro. Reúne a una treintena de autores que en español —y ocasionalmente en inglés— ha formado un corpus creativo sumamente interesante durante las primeras décadas del siglo XXI.