Ramón Caraballo (1966-2025)


Ramón Caraballo frente a la librería El barco de papel.



El escritor Roberto Bolaño describe al protagonista de uno de sus cuentos más memorables, “El Ojo Silva”, como “una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile, pero que sólo allí se podía encontrar”. 

Algo así se podría decir del recién fallecido Ramón Caraballo: una especie de cubano ideal, estoico y amable, pero también avispado, simpático, divertido, voluntarioso y emprendedor incansable. 

Tan soñador como eficaz en el cumplimiento de sus sueños. Ramón Caraballo fue un ejemplar que nunca ha abundado mucho en Cuba, pero que solo allí se podría encontrar.

Lo de “avispado, simpático y divertido” lo supe apenas conocerlo, a fines del verano de 1997, cuando era el mejor vendedor de Lectorum, la librería en español más importante de Nueva York y yo, recién llegado al país, comenzaba en la propia Lectorum como empleado de almacén. 

Ramón era de esos vendedores que, si no tienen lo que buscas, te convence de que lo que te ofrecen es bastante mejor. Y, si lo tiene, te convencerá que sería un crimen que no te llevaras algo más.

Lo de “voluntarioso y emprendedor incansable” lo descubriría muy pronto. Ramón ya era pareja de la española Anabel Frutos, que sería la madre de su hija. Ella también era vendedora en la librería y, apenas unas semanas después de conocernos, nos enteramos de que estaba embarazada. 



Ramón Caraballo.



Es el tipo de noticias que aterraría a alguien que, como yo, apenas empezaba a asentarse en nuevo sitio a partir de cero. No a Ramón, quien a los tres años de llegar a Nueva York ya se sentía dueño de ella, y aquel puesto de empleado le quedaba definitivamente pequeño: la idea de ser padre se adaptaba perfectamente a sus proyectos de expansión.

Mientras yo había llegado cómodamente en avión al aeropuerto JFK, Ramón había cruzado el Estrecho de la Florida en una balsa que estuvo a la deriva unos cuantos días, en una odisea de la que nunca me dio suficientes detalles, pero de la que no le entusiasmaba reproducirla, de repetirse las circunstancias en que se embarcó. 

Allí estaba Ramón, vendiendo frenéticamente libros en Lectorum mientras planeaba montar su propio negocio. Yo, que veía la posibilidad de que Ramón llevara a cabo sus sueños tan lejana como la mía de reproducirme, lo escuchaba soñar despierto e intentaba darle aliento con la timidez del que teme estar induciendo a un amigo al fracaso.

Antes de que unos meses, Ramón abrió su negocio propio de venta de libros y mi esposa estaba embarazada de nuestro primer hijo. Aclaro que Ramón no era el clásico empollón que vive rodeado de libros hasta que, apremiado por las circunstancias, le da por venderlos. Más bien, al contrario. Ramón pudo dedicarse a negocios más rentables, pero de alguna manera encontró en los libros un destino, una suerte de misión redentora para él y para todo el que tuviera a su alrededor. 

Independizado de Lectorum, desplazó su cuartel general para Jackson Heights, en Queens, y empezó a invadir sus calles con puestos ambulantes de libros. Usaba como licencia comercial la mismísima primera enmienda de la constitución estadounidense que, además de proteger la libertad de expresión, de asociación y de prensa, protegía de forma genérica la libre circulación de ideas contenidas en los libros que comerciaba.



Ramón Caraballo.



No pocos fueron los amigos y conocidos que, recién llegados, encontraron su primer trabajo y sus primeras nociones de realidad capitalista en las mesas en las que Ramón disponía sus libros para la venta. No son pocos los nombres conocidos y hasta famosos que hasta el día de hoy le agradecen a Ramón haber sido su primer empleador. 

Más que de vendedor nómada, Ramón Caraballo tenía alma de fundador. Finalmente, abrió El barco de papel, la única librería de cualquier idioma en kilómetros a la redonda. Digo “finalmente” y miento. Equivaldría a sugerir que la librería era el destino final de los sueños de Ramón. 

Lejos de conformarse con vender libros en un barrio en el que la lectura, más que un hábito es una enfermedad exótica, quería hacer de El barco de papel un centro cultural que iluminara el sórdido trajín habitual en Jackson Heights, un espacio que ofreciera a niños y adultos algo más que los instintos de la mera sobrevivencia.     

“Tú sabes: la yuca está dura, pero hay que ablandarla”, me contestaba cada vez que le preguntaba por el progreso de sus planes, sonriendo. 

Tanto le habrá dado a la yuca hasta que al fin Ramón consiguió convertir El barco de papel en un centro cultural. Y, cuando todas las librerías en español desaparecieron, incluida Lectorum, junto con buena parte de las librerías en inglés, su barquito de papel permaneció insumergible. 

En los últimos años nos veíamos con menos frecuencia, ya fuera cuando asistía a alguno de sus eventos en la librería o cuando me lo encontraba en la peña de los rumberos del Central Park, de la que fue un perpetuo aficionado. 



Librería El barco de papel.



Fue Ramón quien me llevó a conocer, al yo apenas llegar, la ahora legendaria Esquina Habanera donde David Oquendo escenificó cada domingo, durante nueve años, una espléndida peña rumbera. O lo llamaba para que él me orientara en el complejo mundo de las fundaciones culturales. Porque, por mucho tiempo que yo llevara viviendo en este mundo, Ramón parecía llevarme décadas de ventaja en el conocimiento de cómo funciona la realidad.

Lo de “estoico” he venido a descubrirlo esta semana. Durante más de medio año Ramón venía sufriendo el cáncer feroz que terminó matándolo, sin rechistar ni hacer la menor alusión a esto en las últimas veces que hablamos por teléfono. 

Hasta el último día de su existencia fue tan humilde y discreto con sus éxitos como con sus desgracias. A la hora de despedirse, lo ha sido, como lo fue en todo lo demás. 

No sé si tenía idea de la huella que dejó en quienes lo conocimos y la que habrá dejado en el barrio que tomó por asalto con una nave atestada de libros. Para ahorrarnos el sentimentalismo, ha sido brusco en la despedida y dispuso que no se le celebraran honras fúnebres. 

Tendremos que quedarnos con todos estos recuerdos colgados en el aire, sin palabras para el que tanta palabra vendió envuelta en papel. Sin poderle echar en cara su discreta grandeza.



Anuncio de la librería El barco de papel.