5.
Nadie nunca sabrá quién fue. Nunca ha podido ni podrá contarle su vida a nadie. No sabe bien si por suerte o por desgracia.
Por más que trata y trata de cruzar dos palabras con alguien, la sensación enseguida es la de querer estrangular a su interlocutor. Para que se calle, para que nunca vuelva a humillar al don de ejercer las palabras. Por mediocre, por miserable. Tras haberse dado cuenta de que dialogar es el más patético de los teatros nacionales. Tras constatar que los cubanos no saben cómo usar las palabras, mucho menos entre cubanos.
Ojalá no se me olvide esta secuencia de imágenes, pensó, tumbado sobre el banco de cemento de la estación policial.
Ojalá, si salgo vivo de esta parodia de prisión ―y Orlando Luis sabía de sobra que los militares de la Seguridad del Estado no lo iban a asesinar ese lunes de cumpleaños―, no se me olvide esa sensación hecha párrafo: sobre la imposibilidad del lenguaje, sobre la inutilidad de inventarse una identidad.
Ojalá, pensó, refocilándose en el latigazo de fuego que le retorcía los tendones y músculos a lo largo de sus dos brazos, nunca se me pase la lucidez de este instante. Su insulsez y su infamia, gracias a la soledad de los condenados. La soledad y la infamia de los nacidos para no sumarse, para practicar el oficio orgulloso de la sustracción.
Y de pronto aquel le pareció mucho mejor título que el que había estado recordando justo hasta ese.
La insulsez y la infamia.
Que parece una cosa salida de la gangosidad de un tal Alejo Carpentier. O, peor, de los hinduismos mexicatl de Octavio Paz. Alto arte, oraciones de estequiometría perfecta. Títulos como octosílabos.
―¿Orlando Luis Pardo Lazo?
Él no respondió.
Pero era obvio que sí, que ese era su octosílabo propio desde el viernes 10 de diciembre de 1971: or-lan-do-luis-par-do-la-zo.
Así que el prisionero tendido bocarriba, con la cabeza atestada de palabras, tenía que ser, sin duda, Orlando Luis Pardo Lazo.
―Sígame, ciudadano.
Antes, tuvo que sacar las manos por entre los barrotes. Y los uniformados de azul policía lo tuvieron que volver a esposar. Esta vez no a la altura del codo, sino gentilmente de muñeca a muñeca.
Cuestión de procedimiento otra vez. Otra vez, ritual rutinario. Nada personal a favor de él, ni tampoco a favor de uno solo de los ciudadanos cubanos, estuvieran o no estuvieran en una cárcel.
Inercia institucional. Tradiciones locales. Virtud domesticada, más que violencia doméstica. Hábitos que nos calaron muy hondo por los cuatro costados del corazón. Como una costra de órganos infartados, como una postilla de piel pésimamente cicatrizada. Queloides de supremacista Pardo. Cada provocador ha de pagar el precio de su psicatriz.
Por fin se pudo reír. Como los locos, riéndose solo. Mientras era conducido por los pasillos claustrofóbicos de una estación policial en Regla. Tal vez la única de todo el municipio.
Orlando Luis se reía de su ocurrencia, que en realidad no era más que un pobre plagio de Ángel Escobar, que en realidad no era más que un pobre poeta chileno que se exilió a golpe de pinga y esquizofrenia en Santiago de La Habana.
Reír era el síntoma más reconfortante de que él aún conservaba intactas ciertas áreas sin rabia, en medio de su locuaz locura.
Insulsez de isla, sí.
Infamia de ideología, sí.
Pero mas sin embargo y de todas maneras, se trataba también de un hogar, más que del horror. Estaba en casa. Aquella era la Cuba inclaudicable que él conocía. La Cuba sin cura que conmovía a Orlando Luis Pardo Lazo. Y tuvo que hacer un esfuerzo hercúleo para no romper a reírse a carcajadas.
No hubo interrogatorio. Además de los dos oficiales al estilo del dipolo policía malo y policía bueno, se topó en la oficina del Jefe de Sector con una enfermerita rubia desteñida junto a un médico mulato descomunal.
La boca de hombre de color hedía en blanco y negro, a pesar de que el tipo practicaba a todas luces una higiene de lujo, pues, por encima de su fetidez bucal, se olía en aquel despacho el remix de los fenoles sanitarios y el flúor antibacteriano de importación con que el galeno se enjuagaba. Por lo demás, se notaba a la legua su impoluta manera de cepillarse hasta la lengua, lustrando con mil técnicas profesionales su dentaduraza de caballo de raza.
Detrás de aquellos labios carnosos, que le explicaban que ellos tenían órdenes superiores de sacarle no sé cuántos mililitros de sangre ―para unos análisis de laboratorio, según lo estipulado por el procedimiento penal antes de liberarlo―, a Orlando Luis le pareció inconcebible la menor sospecha de alguna carie criolla en la dentición del moreno de ébano. Así que debía de ser la leche, esa tenía que ser la única explicación para tanta peste. Es decir, el doctor seguro que era tremendo tronco de mamalón, como tantos militares latinoamericanos. Un clásico succionador de pingas, con todas sus letras y emanaciones espermatozoideas.
Grumos de macho amargo.
Con la edad, la boca de los maricones tropicales va adquiriendo ese vaho lácteo. Qué frase tan bien sonante, pensó: con la edad, la boca de los maricones tropicales va adquiriendo ese vaho lácteo. Contundente, como toda verdad revelada. Si el profeta era él, como dijo el profeta.
Y el que ha tumbado estrellas
en mil noches de lluvias coloradas era él,
qué puedo yo contarte…
Sintió las cosquillas faciales de otra de sus sonrisitas de pasillo, ahora en plena cámara nupcial del torturador clínico. Pensó que, sobre las encías y esmaltes del mulatón, se depositaba algo así como una suerte de sarro seminal, una sustancia fundamentalmente fertilizante. Y Orlando Luis se preguntó en silencio si alguien antes de él lo habría notado. Y si, en consecuencia, alguien que no fuera él se atrevería después a publicarlo, en una novela que no fuera, siéndolo, la novela de la Revolución cubana.
Todo lo anterior no significaba, por supuesto, que el médico a sueldo del Ministerio del Interior no gozara, por supuesto, de una multiplicidad de mujeres y amantes, redundando en un batallón de hijos regados ―y, por supuesto, otros tantos negados― a lo largo y estrecho de la geografía genital de la Isla y sus exilios más o menos sexualizados.
―No pongas esa cara de mierda ―le rebufó el bugarrón en pleno rostro―, no te vamos a inyectar una enfermedad. No eres tan importante para la Revolución cubana.
Pero él sí lo era, pensó para sí, sabiendo que nunca nadie piensa sino para uno mismo. Sí lo era y bien. Mientras durara la ausencia de Fidel Castro sobre la faz de la Tierra, el autor biológico de la Revolución cubana sería ahora Orlando Luis Pardo Lazo.
Cubansummatum est!
Por eso no intentó disimular su cara de mierda. Mejor que se le notara. Total, si después del verano gastrointestinal de 2006, todo el mundo en Cuba sabía que Raúl Castro estaba asesinando a mano suelta. Tal y como había comenzado asesinando a mano suelta cuando bajó sin barba y con rosario de la Sierra Maestra, el mismísimo jueves primero de enero de 1959.
Ave, Castro, los que vas a matar te saludan.
El estómago le daba saltos de bestia salvaje a punto de ser mal desnucada. Evidentemente, algo malo le iban a inyectar. Su intuición nunca lo traicionaba. Sintió un sudor frío, a punto de desmayo, entumeciéndole de arriba abajo el espinazo. Se le había ido la sangre de las venas, hasta la última gota. Como dicen que les pasa a los que van a fusilar. Y como no dicen que les pasa, porque es obvio, a los que ya han fusilado.
Si accedía a someterse a esa extracción, Orlando Luis entendió que acto seguido lo arrodillarían ante el resto de los militares. Y también entendió entonces que, la siguiente operación hospitalaria, sería abrirle a la cañona su boquita rica de bloguero bocón, y forzarlo allí mismo a succionar el aguijón leptosomático macrogenitosoma del pervertido profesional que mal disimulaba su halitosis de género.
Mamar morronga en cámara, para así asegurar un chantaje audiovisual en estéreo a perpetuidad. Para cerrarle el pico político a cal y canto. Para que físicamente se callara, al tener que tragarse la leche toda, si es que no quería atragantarse y ser declarado occiso por el propio pingúo de bata blanca.
Orlando Luis tuvo incluso tiempo de visualizar, al estilo de las películas pornográficas de contrabando que circulaban en la Cuba de Castro, que la del mulatazo sería una eyaculación lo suficientemente generosa como para que su glotis también comenzara a apestar, infectada del mismo tufo de millones de ciudadanos cubanos que, a pesar de su voracidad de esfínteres y glandes, en público se desempeñaban como seres severamente heterosexuales.
Orlando Luis tal vez podría sobrevivir a cinco siglos de una cultura hipócrita, pero ciertamente sucumbiría tras un solo segundo de halitosis. Esa fue la fuente secreta de su resistencia de cumpleaños.
―Para sacarme sangre ―reunió sus últimas fuerzas para susurrarle a aquel siniestro ser de melanina mestiza y jeta de jabalí―, primero me tienen que matar.
Librería
Mis felicitaciones a este bloguero ripioso sin ningún talento, el Gran O, por el tan cacareado lanzamiento de su nuevo libro…
Donald J. Trump, @realDonaldTrump