Esta no es la novela de la Revolución

6.

Al tercer día, lo liberaron. Sin cargos, sin papeles, sin darle la menor explicación.

Simplemente abrieron las rejas del calabozo a medio día del día más atravesado de la semana, y lo conminaron a caminar, como si se dirigieran hacia otro interrogatorio.

Entonces doblaron contrario en algún recodo del pasillo y Orlando Luis se halló en pleno lobby de la estación policial.

Como caído de otro planeta, en medio de un rebaño de reglanos y guanabacoenses que trataban, lo peor que podían, que la justicia revolucionaria los dejara por fin en paz.

Le quitaron las esposas. Un guardia le dio un pequeño empujoncito por los riñones, delante de todo el que lo quisiera notar. Nadie lo notó. En la Cuba de Kaftro lo más conveniente es comportarse como si nadie notara nada. Es un proceso natural, inercia involuntaria e involutiva.

El toquecito renal no fue nada abusivo ni cosa que se le pareciera. Fue un acto casi amable de pura camaradería. Un gesto de reconocimiento de cubano a cubano. De soldado a traidor. Con un poco de alarde, tal vez, por parte de la autoridad. Pero, también, con su respectivo retazo de choteo incivil. Porque aquí no ha pasado nada, compay: calabaza, calabaza, cada uno a su casa…

―Está libre, ciudadano ―oyó a sus espaldas―. Puede retirarse de inmediato.

Le dieron una jabita de plástico con sus tres o cuatro tarecos dentro, incluida su cámara Canon 7D y su laptop Vaio de procesador i7. El número de suerte para los mercenarios del materialismo: siete.

Orlando Luis comenzó a caminar, convencido de que afuera lo esperaba una de esas patrullas color mierda del G-2, lista para recapturarlo y secuestrarlo, ahora hacia Villa Marista o alguna de las incontables “casas de protocolo” escondidas por toda La Habana y el resto de la Isla de la Libertad.

“Casas de protocolo”, tal era el eufemismo con que denominaban a los centros de desaparición y tortura, tanto dentro como fuera del Ministerio del Interior.

Orlando Luis pensó que ésa era precisamente la diferencia entre la mediocridad criminal de las dictaduras latinoamericanas y la exquisitez mitológica de la Revolución cubana: en Cuba no éramos indios, pensó, en Cuba sí que sabíamos narrar. 

Delicadezas de la DINA cubana, Mossad Made in Marx.

En este sentido ―y sintió algo así como una sonrisita relajando la musculatura tetánica de sus labios―, Fidel Castro era el gran bardo de la barbarie del siglo XX. El más juguetón de los juglares de la justicia social. Un Prometeo pingú, por comparación con las pendejadas de Pinochet, por ejemplo, que casi se deja matar por un par de proletarios apestosos pagados por La Habana.

Pero no. Allá afuera, a lo largo de las aceras calamitosas de la calle Martí, no lo esperaba ninguna patrulla color mierda ni color nada. El G-2 tiene el don de la invisibilidad.

Afuera aguardaba por él, simplemente, el cementerio a secas de Regla. Un camposanto doble. Cementerio de cadáveres, al otro lado de la verja perimetral amarilla. Cementerio de ciudadanos, de este lado no menos fósil de una realidad no menos amurallada. Y también amarillada, pensó: el descolor de la cobardía y la comemierdad.

Orlando Luis prendió su teléfono móvil, que aparentemente se lo habían devuelto intacto. Un Motorola salido de la prehistoria informativa de la humanidad. Tan pronto como tuvo la señal de Cubacel activa entre sus manos, se dio cuenta de que le habían borrado desde la primera foto hasta la última grabación de video o audio.

No se trataba de censura, sino de compasión, como le hubiera gustado decir a su amigo Jaad, con su lejana letanía de reza, reza por las almas que te han hecho más daño, reza para que encuentren luz lo más rápido posible, en esta vida o a lo sumo en la próxima reencarnación…

Jaad, carcajada. El genio oscuro de su generación, que desde los años ceros se había enclaustrado en un monasterio imaginario de Alicante, a ras del Mediterráneo. A matar el futuro. A esperar ya todos sabemos la qué.

Vio una ruta 6, seguida de cerca por una 106.

Desde niño, Orlando Luis asociaba a esa ruta con el color verde. La 6 era verde, tanto como la 7 era blanco colmillo. La 10 era más bien azul anón, aunque él ignorase el color de los anones. Las 174 restallaban con su tinte rojo semáforo. La 78 y la 85 eran verdes también, pero de un tono mucho más polvoriento que el verde portuario de la 6. La 1 y la 2 eran medio grises, sin llegar a serlo del todo. Las 5 eran color japonés, cualquiera cosa que esto pudiera significar. Y la 23 no tenía ningún color en específico, porque incluía a todos los colores sin distinción de las Leylands, Pegasos, Ikarus, y demás modelos.

Según bordeaba el cementerio de Regla, para salir a la Vía Blanca cerca de la rotonda de la Shell, Orlando Luis pensó que, en la medida en que los años habían ido cayendo sobre el lento calvario de La Habana, la 23 se había convertido sin duda en la guagua emblemática de su barrio.

Después de tres días preso como entrenamiento espiritual, Lawton y la 23 ahora le parecían miméticos, incluso sinónimos literarios, desde que Guillermo Cabrera Infante santificara a ambos términos, reparto y ruta, en un capítulo de atardeceres comunistas de los años cuarenta, en su novela La Habana para un infante difunto.

La Vía Blanca, como de costumbre, era apenas un hilito mal oliente a chapapote, más que a asfalto. Diciembre volvía a tornarse caluroso, tras la tregua de su cumpleaños lunático el día diez.

No sentía el menor deseo de quedarse parado a las doce y doce del mediodía y ponerse a esperar, hasta que un camello M-3 parara con un mínimo espacio para él montarse.

Como ya se le iba haciendo costumbre, Orlando Luis decidió caminar. Calculó mentalmente la distancia y no eran tantos kilómetros. Si no se desmayaba o lo volvían a arrestar al doblar por la Virgen del Camino o el Crucero de Luyanó, bien podría llegar a Lawton sobre la una.




Esta no es la novela de la Revolución - Orlando Luis Pardo Lazo

Esta no es la novela de la Revolución

Orlando Luis Pardo Lazo

Capítulo 5
Orlando Luis se reía de su ocurrencia, que en realidad no era más que un pobre plagio de Ángel Escobar, que en realidad no era más que un pobre poeta chileno que se exilió a golpe de pinga y esquizofrenia en Santiago de La Habana.