3.
En efecto, Orlando Luis sentía como si ya lo hubiesen matado. Como si ya se hubiese ido de su país.
Se ajustó los audífonos. Respiró hondo. Se sentó. Y el concierto número 8 en La Menor de Vivaldi cayó, como una profecía de cuerdas, sobre el paisaje despintado de Lawton. Un barrio literalmente de cuerdas: cables eléctricos, alambres de púas y tendederas. Una red, una trampa. Entrañable campo de concentración. Y él encaramado en el trapecio de su techo a dos aguas, sobre las mismas tejas cuarteadas, pero inclaudicables, que habían venido sosteniendo su peso desde una infancia que ahora le parecía poco menos que antediluviana.
La década de los setenta en la clave criminal del socialismo cubano.
La segunda parte del concierto número 8, el movimiento larghetto e spirituoso, él lo había descubierto al azar en una escena medio cursi del director de cine Humberto Solás, donde la diva de divas Raquel Revuelta, revolucionaria desde el clandestinaje dinamitero de los años cincuenta, confiesa en blanco y negro sentirse sola en pleno 1971. Aquel año impar. El año de la parametrización, en cuyo diciembre Orlando Luis por fin iba a nacer, un viernes 10, como hoy, pero cuatro larguísimas e imaginarias décadas atrás.
Humberto Solás, como toda una raza extinta de Cuba, recién se había muerto de cáncer. Aunque nunca llegó a conocerlo en persona, Orlando Luis amaba su pelo eternamente de canas. De plata, sus cabellos tan juveniles como cinematográficos. De plata, sus modales de Platero manso del proletariado. De plata, su cultura europea con un barniz barato de marxismo.
Plata aristócrata, puesta a sublimarse bajo el sol a plomo de nuestro platanal patrio. Solás querido, querido Humberto. Con H de hidalgo habanero haciendo trabajo voluntario a título de la industria fílmica nacional, hasta caer herido de muerte en la cama comunitaria de un hospital obligatoriamente gratuito.
Cáncer, cómplice del coño de tu madre. Cáncer que no te ensañaste en las vísceras ni del más inocente de los Castros.
Orlando Luis también amaba, por supuesto, a Lucía. Es decir, a Eslinda Núñez disfrazada de veintisiete años, una edad perfecta para haberse suicidado sin el insulto de envejecer en pantalla. Pero Orlando Luis creía que la obra maestra del cineasta no era aquel clásico de tres mujeres en tres Cubas sin continuidad concebible, sino otra peliculita de Solás titulada Un día de noviembre, con Antonio Vivaldi y Leo Brouwer incluidos de contrabando, en sus respectivos cameos de violines y guitarras, en aquella banda sonora que, para la época, no podía ser más contrarrevolucionaria. Como todo arte que se respete, sonrió.
Por eso la censuraron. Por eso hasta su director terminó arrepintiéndose de haberla filmado. Humberto denigrando a su propia hija bastarda, de pronto ahora hija huérfana. Solás aterrado en entrevistas y comentarios de pasillos ministeriales, tanto como lo aterraba la intimidad con micrófonos y amantes en su apartamentico homo de Miramar.
Patio interior del Ministerio de Cultura. Patíbulo intimidatorio del Ministerio del Interior: espacios estériles para Orlando Luis, metáforas miserables del Ministerio de la Verdad.
En efecto, Orlando Luis sentía como si ya nunca se fuera a morir. Como si nunca fuera a irse de su país.
Se reajustó los audífonos. El concierto número 8 en La Menor de Vivaldi se repetía, sin transparencia y sin superposición, como parte de la parálisis del paisaje sin paisanos de Lawton. Un barrio donde literalmente él ya no reconocía a nadie. Ni nadie tampoco parecía reconocerlo a él.
Lawton a vista de pájaro, una ciudad de mentiritas en las afueras de la capital cubana. Una visión que bailaba en sus retinas al ritmo larghetto e spirituoso de Antonio Vivaldi, citado de memoria en aquel intenso instante en que la actriz Raquel Revuelta, sentada en su butacón burgués, confiesa sentirse sola en 1971 mientras recuerda a los muertos de la Revolución Cubana, como si los muertos de la Revolución Cubana fueran una cosa del pasado.
Y lo eran. Y nunca lo serían.
El Lawton del alma de Orlando Luis, filmado sin cámaras ni micrófonos, a un memorioso promedio de 24 olvidos por segundo. Desde una azotea reseca a dos aguas, con tejas recalentadas por el frágil sol del último de sus diciembres en casa.
En la esquina de Fonts y Beales, divisó a la patrulla de la Seguridad del Estado. Estaba frente a las ruinas de la carnicería de Homero. Era un Lada 2107, mal disimulado como uno más de los latones de basura.
Por el tedio de los uniformados dentro del carro, debían de haber estado parqueados allí desde muy temprano. Acaso toda la mañana, desde antes del amanecer. Esperaban sin entusiasmo por él, para arrestar a Orlando Luis tan pronto como saliera de su casa.
Desde su puesto de vigía sobre la azotea, los veía aburrirse de muerte, dando paseítos alrededor de la patrulla pintada de color crema, con sus teléfonos móviles pegados a una u otra oreja. A ratos los oficiales incluso bostezaban, como soporíferas aves carroñeras a la espera de alguna alimaña, en un ballet cuya coreografía Orlando Luis hacía coincidir en su mente con las largas y espirituosas notas del larghetto e spirituoso de Vivaldi.
Hombres color del silencio, pensó. Vehículos humanos portadores de la célula mínima de la Revolución. Una patrulla de la Seguridad del Estado en temporada de caza.
Después de darle play como ochenta veces al concierto número 8, Orlando Luis se quitó los audífonos y se levantó. Tuvo que hacer un par de maromas para equilibrarse sobre la pendiente del techo. Le zumbaban los oídos. Por lo demás, él también se aburría allá arriba en su ridículo rol de conejillo de indias observador.
Ni cojones. La casa no es cárcel.
Bajó. Estaba decidido. Se cambió de ropa. Al miedo se le combate mejor con más miedo. Así de simple. Al pasar por el fregadero, se echó un poco de agua en la cara. No pensaba en nada, esta era la parte más fácil. Acción pura y dura, con la mente en blanco. Kamikaze.
Cogió su mochila y, sin despedirse de sus padres, salió.
Era lo menos que podía hacer, convencido de que eso era precisamente lo menos que los cubanos querían hacer. Protagonizar una biografía propia.
Librería
Mis felicitaciones a este bloguero ripioso sin ningún talento, el Gran O, por el tan cacareado lanzamiento de su nuevo libro…
Donald J. Trump, @realDonaldTrump