Cuatro millones de ojos mirándote

Les voy a contar algo que me tiene alterada hace, exactamente, una semana. Pero, primero, creo que debo contarles que yo no me altero con facilidad. O sea, la mayoría de las personas me suponen contraída en un estado emocional similar al de la histeria, pero la verdad es que soy una persona muy ecuánime. 

El otro día una de mis hermanas, en una entrevista que le hicieron, confesó que a ella vivir en Canadá la había transformado en una persona mesurada. También confesó que, en algún momento, fue tartamuda. 

Yo, la verdad, en los treinta años que tengo jamás la he visto mesurada y jamás la he visto tartamudear. Pero bueno, a eso me refiero: a que la gente aparenta lo que no es. Mi hermana, en el fondo, es mesurada y tartamuda aunque parezca lo contrario. Yo en el fondo soy muy equilibrada, aunque parezca histérica. 

Puedo contar las veces en que me he alterado seriamente. Se dividen en dos grupos: las veces en que me altero por estar metida en una discusión filosófica, o las veces en que me altero porque me pongo a imaginar cosas que pudieran pasarme. 

Por ejemplo: una vez, en Nueva Zelanda, fui a ver pingüinos enanos azules y albatros gigantes. La salida fue harto interesante, pero, durante la semana siguiente, no pude parar de pensar en que un albatros volaba muy cerca de mí, me empujaba y yo caía sobre el arrecife. Eso me alteró.

Otra vez, yo estaba en China y eran las doce de la madrugada. Llegamos a un hotel en Beijing y me molesté porque no me dieron la habitación por la que había pagado y, además, el remplazo estaba lleno de humedad. Humedad china. Humedad con olor a arroz y a jengibre. Pero eso no fue lo que me alteró de verdad. Lo que detonó mi locura fue cuando nos trasladaron a la habitación correcta. Entonces pasé toda la noche sin poder dormir, imaginando que me había quedado en la habitación incorrecta. Imaginaba que se me trancaba la garganta por tanta humedad y que no tenía pastillas para la alergia y que no sabía pedir en mandarín pastillas para los efectos de la humedad. De hecho, no sabía si eso existía… 

Y así estuve toda la noche. 

En La Habana, una vez, me alteré porque entró una cucaracha voladora por la ventana de mi cuarto y se coló debajo de mi cama. Debajo de mi cama se agrupaban, en pilas y pilas, todos mis libros. Yo empecé a gritarle a mi mamá para que viniera, la buscara y la matara (no me caen bien las cucarachas). Mi madre vino, corrió la cama, movió los libros, encontró la cucaracha, mató la cucaracha, recogió la cucaracha, botó la cucaracha. No más cucaracha. 

Organicé nuevamente mis libros e intenté dormir. Ahí comenzó. 

Empecé a imaginar qué hubiese pasado si la cucaracha se hubiese quedado ahí, entre mis libros. Yo hice una investigación sobre cucarachas, por eso mismo de que no me caen bien: uno tiene que conocer a su enemigo. Cada cucaracha, en su ooteca (la parte blanca que le sale cuando la aplastas) incuba doce huevos, los cuales, al estar cubiertos de esa espuma proteica, no se rompen con facilidad. 

Entonces me puse a pensar en el criadero de cucarachas que se hubiese podido crear debajo de mi cama. Y también pensaba en que los fumigadores de los sábados, esos de la campaña contra el Aedes aegypti, iban a echar veneno de mosquito en mi cuarto y eso iba a alborotar a las cucarachas y yo iba a entrar y el cuarto entero iba a estar lleno de cucarachas… 

Y así estuve la noche entera. 

Lo penúltimo por lo que me he alterado, ha sido por una mesa. Resulta que ahora guardo la mesa de una amiga y, debido a que la guardo, no puedo comprar otra, porque en mi casa no caben dos mesas. Ahora debo comer en esa mesa y, supuestamente, estudiar en esa mesa, hacer todo en esa mesa. Pero esa mesa no me gusta. La odio. El problema comienza cuando no estoy en la mesa. Hay veces que me siento en el sillón, o en el sofá, y pienso en que estoy estudiando en esa mesa y me dan una mala noticia, no sé…, que se murió mi mamá. 

O comienzo a pensar que voy a comer y, de repente, cae algo en la mesa, algo que mancha, y se mancha la mesa y mi amiga se vuelve loca porque le manché la mesa, esa mesa que no me gusta… O pienso que me voy a sentar en una de las sillas y la silla se mueve y yo me caigo y me parto la cadera, o me lesiono la espalda… No sé. Cuando no estoy en esa mesa, tengo muchos pensamientos siniestros con ella. 

Mi problema con la alteración, creo yo, deviene de mi problema con la temporalidad. Hay un punto en el cual la temporalidad lineal kantiana se tuerce en mí, se quiebra en mí, se agrieta en mí, se expande en mí.

En un nivel uno de temporalidad lineal extendida, comienzo a mezclar los eventos reales y los imaginados. 

En un nivel dos de temporalidad lineal extendida, comienzo a dar prioridad al tiempo imaginal. 

En un nivel tres de temporalidad lineal extendida, la temporalidad imaginal comienza a afectarme más que la real. 

Porque en la temporalidad lineal de la realidad, si temo que un albatros me ataque puedo moverme y ya; no volverá a ocurrir. Porque en la temporalidad lineal de la realidad, si la cucaracha se muere, se muere, o si me voy de un cuarto me voy, o si no estoy en la mesa que odio, no tiene por qué ocurrir nada asociado con ella. Y así. 

Pero en la imaginación las cosas pasan y pasan y pasan. Nunca se acaban. No hay un reloj que las controle. No hay fin. No existe el fin… O sí: en caso de que uno pueda controlar su imaginación, cosa que yo no puedo. 

Entonces, me altero. 

Porque en la imaginación no hay control, y yo tiendo a controlar todo. Y mi ecuanimidad viene de mi alto nivel de control. Pero cuando lo pierdo, viene la crisis y, por ende, la alteración. 

No obstante, en general nada de esto me ocurre. En general siempre estoy equilibrada dentro de mí, como mi hermana es tartamuda dentro de ella, dentro de su espacio interior.

Y hablando de espacio interior: luego de toda esta historia previa, contaré lo que me tiene alterada y con eso terminaré.

Resulta que me puse a ver un programa de decoración de espacios pequeños (porque ya les conté, en otro Pinky, que me mudaría). Y la señora, ya bien temba la vieja, hablaba de los departamentos con estilo y los departamentos sin estilo. Iba pasando imágenes de salones con letreros que alternaban: “estilo mediterráneo”, “estilo industrial”, “sin estilo”, “estilo vintage”, “estilo boho”, “sin estilo”, “estilo campestre”, “estilo minimal”, “sin estilo”. 

Yo empecé a pensar en el “sin estilo”, “sin estilo”, “sin estilo”. Y empecé a imaginar que la señora agarraba, de Instagram, la foto de la sala de alguien y le ponían el letrero de “sin estilo”. Y luego imaginé que esa persona, por casualidad, daba con el programa de la vieja hablando de decoración y estilo. Y luego imaginé que esa persona, bien contenta, después de darle like, veía la imagen de su salón con un letrero que decía “sin estilo”. Y luego, imaginé que esa persona veía que la señora tenía cuatro millones de seguidores. Y luego, imaginé que esa persona se sentía observada por cuatro millones de personas, todas en su sala, tomando, comiendo, tocando las cosas, gritándole: “¡Sin estilo, sin estilo!”. 

Y luego, imaginé que esa persona era un amigo mío y que yo tenía que consolarlo porque estaba pasando por un mal momento y se había puesto a ver el video para relajarse un poco y la situación hacía que empeorara. Y luego, imaginé que mi amigo me gritaba: “¡¿Por qué a mí, por qué a mí?!”. 

Y luego, imaginé que yo abrazaba a mi amigo y le decía: “No pasa nada, no pasa nada”. 

Y luego imaginé que, a medida que él lloraba, le iba cambiando la cara, el cuerpo, las orejas… 

Y luego, ya casi faltándome el aire, imaginé que mi amigo se convertía en Amanda.  




El coronavirus o la maldición de las gaviotas - Amanda Rosa Pérez Morales

El coronavirus o la maldición de las gaviotas

Amanda Rosa Pérez Morales

Rossi Braidotti habla de un zooproletariado. Un concepto que alude a cómo los seres humanos hemos creado una jerarquía utilitaria con los animales. Una ternera vale más que un grillo y un perro o un gatovalen más que un rinoceronte. Una gaviota, sobre todo, te arranca los ojos si te atreves a herirla. Y así…