Cuando yo estaba en la escuela primaria nos dijeron que el aplauso chino era subir las manos hacia arriba y moverlas. Chin, chin, chin, chin, aplauso chino.
Luego fui a China, bien contenta, lista para retomar mi infancia con el aplauso chino, y me enteré de que todo aquello era una mentira. Que el aplauso chino no era chino. Que el aplauso chino era para sordos.
Recuerdo que sentí un melange entre tristeza, curiosidad y molestia.
Tristeza, porque me di cuenta de que estuve toda una vida pensando algo erróneo; pero bueno, soy filósofa: eso lo siento diariamente, desde hace doce años.
Curiosidad, porque me dieron deseos de llamar a la Unión Internacional de Estudiantes (mi primaria) y preguntar por qué nos engañaron. O sea, entiendo que el supuesto aplauso chino evitaba el ruido, pero…, no sé…, podrían habernos dicho en sexto grado, el día de la graduación: “Pioneritos, queremos felicitarlos a todos y, aparte, decirles que el aplauso chino no es chino, sino aplauso para sordos”.
Molestia, porque no saber que el aplauso chino no es chino, sino un aplauso para sordos, implica muchos errores. Yo conozco a muchos sordos. Desde niña conozco muchos sordos. Cada vez que quería decirle a un sordo que me había gustado algo que hizo, tenía que arreglármelas para mostrarle mi emoción. Porque no es lo mismo que un sordo escriba un gran poema, o prepare un rico pescado y tú solo puedas subir los pulgares, mover la cabeza asertivamente o hacer el aplauso para no-sordos (algo que les recordaría su sordera), que hacerle el supuesto aplauso chino.
Por otro lado, me pareció un regalo injustificado a los chinos. Los chinos no necesitaban un aplauso chino. Los chinos tienen sus propios aplausos, su propia sonoridad. Sonoridad china. Ese tipo de aplauso es parte del universo sonoro de los sordos. Y mi primaria les arrebató eso. Yo no sé qué hubiese pasado si un sordo hubiese llegado a mi primaria.
Por último, me molesté porque, como descubrí esto en China, no podía llamar por teléfono a mi mamá en el Vedado para que fuera a mi primaria y preguntara de mi parte sobre este dilema.
Pero las cosas no se quedaron ahí. Nueve meses después fui a Cuba y fui a mi primaria, a ver a algún profesor de aquella época que no se hubiese muerto. Entonces, encontré al profesor Marquetis. Le conté toda la historia del aplauso chino que no es chino. El profesor Marquetis me dijo que él tampoco sabía por qué decíamos aplauso chino.
Me fui altamente decepcionada de esa escuela que, de por sí, siempre me incomodó debido a que todos se la pasaban elogiándola porque el Che puso cuatro ladrillos de uno de sus muros. También aplaudíamos ese hecho cada vez que iba una visita a la primaria; pero esas veces sí que no era aplauso chino, sino sonado, bien sonado…
Todo esto del aplauso chino que no era chino hizo que me preguntara mucho por el acto de aplaudir, por el applaudereromano y la relación entre la tonalidad y el ego. Pero luego lo olvidé, hasta que comenzó esto de la pandemia y, sobre todo, la pandemia en Cuba.
Y es que yo hablo con mi mamá por teléfono y me dice: “Hija, espérate, que hay que salir a aplaudirle a los médicos”. Todos los días, antes de la novela. Otro día me dejó en la llamada para que escuchara el aplauso y luego me dijo: “Qué bonito: me acuerdo cuando fuimos a la Plaza de la Revolución a aplaudirle al Papa”.
Luego, una amiga me comentó que, en su barrio, estaban aplaudiendo cada vez que se denunciaba alguna ilegalidad.
Por último, se muere Rosita Fornés y salen a la calle 23 a aplaudirle, muerta.
De ahí mi mente viajó a los veintitrés años que viví en Cuba. Veintitrés años viviendo en la calle 23, por donde pasaba cuanta payasada se les ocurriera. Lo mismo era un equipo de pelota, que un presidente, que una personalidad de la cultura (muerta, siempre muerta).
También recordé todos los Primeros de Mayo, todos los actos políticos, las infinitas marchas por Elián, donde el aplauso se volvía un vitoreo. Vitoreo insoportable, tan insoportable como el aplauso, el aplauso chino que no es chino, o el aplauso no sordo.
Y así, con el tiempo, la dinámica del aplauso va creciendo, como mismo crece uno. Si antes le aplaudía a cualquiera que estuviera dando un discurso, ahora le aplaudo a bebés, a discapacitados, a ancianos, a un delfín, a lo que sea…
Además, aplaudo cuando alguien termina una conferencia. Y no solo aplaudo, también sonrío o asiento con la cabeza, o pongo mi cara de qué interesante lo que ha dicho, cuando, en realidad, me parece la misma payasada de la calle 23 y la carroza con artistas muertos y equipos de pelota.
Hay muchas personas a las cuales aplaudo, aplaudo mucho y realmente admiro; pero ya el acto de aplaudir se me ha vuelto la expresión física de la hipocresía. Por tanto tiempo lo he imaginado así, que creo que ya no sé aplaudir sinceramente. Incluso mis autoaplausos son una pura mentira.
Ahora mismo, mientras escribo esta columna, mi cabeza me aplaude y vitorea cada una de mis “espectaculares” distensiones asociativas, porque si no lo hago, no envío el texto y mi cerebro teme a mis decisiones. Como yo: todo aquel que sea freelancer o profesor hora clase. Para soportar la autoexplotación hay que aplaudirse mucho. Mucho pero mucho.
En fin, que el aplauso no es un (auto)reconocimiento. Es la ocultación del miedo, la manifestación de la hipocresía y un profundo sentimiento de lástima. Todo junto en un mismo paquete, en un mismo aplauso.
Aparte, es ruidoso y de mal gusto. Me gusta más el aplauso chino que no es chino, o el aplauso para sordos.
Pero no soy sorda.
Y tampoco china.
Cuatro millones de ojos mirándote
Mi problema con la alteración, creo yo, deviene de mi problema con la temporalidad. En un nivel uno, comienzo a mezclar los eventos reales y los imaginados. En un nivel dos, comienzo a dar prioridad al tiempo imaginal. En un nivel tres, la temporalidad imaginal comienza a afectarme más que la real.