Esos perros tienen controlada la calle

Hace un mes y siete días que siento unos deseos casi incontrolables de envenenar a tres perros. Y es que se me olvida que son perros y los pienso como controladores vecinales. O como cuidadores de cárceles, específicamente aquellos que se suben en la punta del panóptico. 

He llegado a pensar que cuando Foucault estaba escribiendo sobre este tema, el panóptico, seguramente en el fondo estaba pensando en estos tres perros, que por alguna suerte de existencia prolongada irrumpieron en su vida de la misma forma desesperante y transversal en que están irrumpiendo en la mía. 

Cada día, a las siete de la mañana, comienzan a ladrar descomunalmente, lo cual provoca que me despierte y que no vuelva a pegar un ojo. Luego, se detienen un rato. Luego, comienzan de nuevo cuando imparto mis clases on-line. Luego, se detienen hasta aproximadamente las doce de la noche, cuando uno de los tres comienza a raspar una puerta de metal y, ocasionalmente, los otros dos se unen de forma muy antifonal. Esto se acaba como a las cuatro de la mañana, hora en la cual ya puedo dormirme y, a las siete, comienza el nuevamente concierto perruno.

He tenido que cambiar algunas reuniones por los perros. También tuve que comprarme un micrófono para mis clases. En las noches, si debo dormir temprano, forzosamente debo tomar una pastilla, o de lo contrario no podré descansar con ese ruido del perro raspando la pared. 

Cuando camino por la privada donde viven los tres perros, no puedo dejar de mirarlos con odio. Ahí, siempre afuera, están los tres, jodiendo cada uno desde su casa. Dos viven en dos azoteas diferentes; el otro, que es un perro medio enano (y es como el líder) vive en una casa que se ve muy bonita. No hay día ni hora en la cual no me ladren a mí o a cualquiera que pase. Tienen aterrorizados a otros perros que, al pasar por ahí con sus dueños, también se asustan. Por esa calle transitan las personas que ellos quieren, y quien lo tiene permitido está todo el tiempo vigilado por ellos. 

En general, mis colegas o vecinos no comprenden esta situación. Mi esposo me dice (mientras me acaricia la cabeza y los cachetes): “Amor, a ver, repite conmigo: los perros son mis amigos, los perros no quieren hacerme daño, los perros son lindos”. 

Yo, la verdad, lo intento; ya después le digo: “Discúlpame, pero no puedo”. 

Solo hay un niño que se da cuenta de la situación. Es uno de los dos hijos de una señora que, con su esposo, viene desde la sierra a vender verduras al centro. Como no pueden estar muy visibles, se ponen en la privada y allí llegan todos a comprar. Los perros han permitido que estén, y no les ladran. Pero el niño me dijo que no hay un momento en que no sienta que esos perros lo están observando; observando a sus papás, a su hermano, observando a los clientes. 

A algunos les ladran, a otros no. Por ejemplo, cuando yo les compro, me ladran. Por eso el niño me contó eso y yo le conté eso al niño. Los padres no comprenden la situación, pero el pequeño sí. “Son como humanos malvados”, me dijo, “tengo miedo siempre”. 

Esos perros tienen controlada la calle. 

Mi cuñada me dice que los perros no ladran por su culpa, sino porque se ponen nerviosos debido al ruido de la calle. Los vendedores de gas comienzan a pregonar en su camión a las siete de la mañana. Acá suena una bocina que dice: el gaaaaaaaaaaaaas y, acto seguido, comienzan a sonar unas trompetas. Luego, de nuevo, el gaaaaaaaasssss, y así… 

Según mi cuñada, eso altera a los perros. También me dice que los otros culpables son los dueños, que los tienen ahí todo el día, abandonados bajo el sol, seguro casi sin agua. Los perros, claramente, se alteran y desatan su furia contra el espacio público. 

Yo entiendo todo lo que dice mi cuñada. Yo sé que es una probabilidad menos conspirativa que la mía (los perros quieren controlar el mundo desequilibrando a los vecinos, provocándoles graves trastornos de sueños y adicción a pastillas para dormir, modificando nuestro comportamiento). Pero aun así no puedo dejar de odiarlos, porque yo no conozco a sus dueños, yo no conozco a los del gas. No sé cómo son, no les he visto la cara. No hay un rostro, no hay un cuerpo, no hay algo que sea y que pueda despreciar, odiar. 

El odio necesita un rostro, una imagen. No odiamos un sentimiento, ni una situación. Sentimos odio y odiamos situaciones que se personifican o materializan en algo, de alguna forma

En este caso, quizás, lo que condensa el odio por el gas que pasa a las siete, por los dueños que no se ocupan de sus mascotas, y el odio a mí misma, es el rostro de esos tres perros que se convierten en un Cancerbero. 

Si esta forma de culpar —canalizar el odio en el (lo) otro— pudiésemos eliminarla, desaparecerían cuestiones como racismos, regionalismos, asesinatos, feminicidios. Estoy segurísima.

Si agarráramos coraje con aquello que es el agente directo de nuestra incomodidad, e intentáramos solucionar el problema desde ahí, quizás la rabia y la insatisfacción disminuirían. Quizás mi rabia y mi insatisfacción disminuirían. 

Eso sería espectacular. Para el mundo entero y para mí. Sería una forma sabia de aprender a lidiar con uno mismo, de aprender a convivir de otras formas, con otras especies. Podríamos encontrar el equilibrio que tanto necesitamos. 

Eso estaría espectacular.

Muy espectacular. 

Pero no va a ocurrir.

Jamás.

Nos gusta odiar.




Telegram y estar a la moda - Amanda Rosa Pérez Morales

Telegram y estar a la moda

Amanda Rosa Pérez Morales

Los cubanos que viven en Cuba son como yo: tenemos onda, tenemos swing, somos cool, pero no estamos a la moda. Imagínense, no es culpa del gobierno, es por el bloqueo… Entonces me di cuenta de que sí, de que se usaba esa app, Telegram. Y yo dije: “Ohhhhh, qué novedad. A ver, la bajaré”.


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