Empecé mis treinta años en medio de la pandemia: mayo del 2020. En ese mismo mes me casé, muy contenta, lejos de personas que hubiese querido tener al lado, pero cerca de otras que nos brindaron mucha alegría. Mi familia se conectó por videollamada y, por lo menos, de esa forma, estuvieron celebrando con nosotros.
En julio vino a visitarme una de mis más queridas amigas. Voló desde Barcelona, cuando todo estaba cerrado, para pasarse un mes acá y comer todo lo que no había comido en años. También me mudé a un departamento pequeño lleno de plantas que funcionan como una extensión de mi ser. Por esas fechas, a su vez, comencé a tener esta y otras columnas, que significaron un espacio virtual donde mostrar mis formas alternas de existencia y comportamiento.
En noviembre me llamaron para decirme que a mi madre le habían diagnosticado un tipo de leucemia que aparece, simplemente, por una cuestión totalmente ajena a la genética. Que aparece, simplemente, por una mutación del ADN provocada por la exterioridad del mundo. Y al mes me volvieron a llamar para decirme que una de mis hermanas había sido diagnosticada con cáncer de ovarios.
Mi mamá y mi hermana no son madre e hija. Son dos personas diferentes, pero que confluyeron en el mundo a causa del amor y que perduraron a causa de mi existencia. Entonces, en cierta dimensión, mi mamá y mi hermana son madre e hija y también ambas son mis madres y mis hermanas.
Lloré ocho días. Cuatro por mi mamá y cuatro por mi hermana. No me permití más. Luego de eso entré en un estado de tristeza y angustia ya no solo por ellas, sino por las personas a las que amamos. A ese estado se sumó la desesperación, debido al hecho de que las fronteras han estado cerradas y me ha sido prácticamente imposible verlas. Las tres estamos en países diferentes, cargados de coronavirus.
Solo vi a mi mamá unos días que estuve con ella encerrada en un espacio antiséptico, sin posibilidad alguna de encontrar a nadie más. Los doctores me advirtieron que, en esos y estos momentos, yo era y soy un peligro real si estoy a su lado. México está tan o más enfermo que un paciente de leucemia. A mi hermana la veo diariamente a través de la cámara de mi celular. A mi mamá también.
Con ello comenzó a aparecer la resignación; la resignación que pesa más que la tristeza, la angustia y la desesperación. Resignarme a la enfermedad, resignarme a la lejanía, resignarme a tener que estar con ellas de una forma no-carnal, resignarme a sentir que no había forma de intercambiar mi vida por la de ellas.
Y a la resignación le agregué tal grado de enajenación que me ha hecho publicar, en seis meses, más de una docena de artículos, coordinar un libro, armar una revista, trabajar, dar conferencias y escribir una tesis doctoral de cuatrocientas páginas. He canalizado, en la filosofía y en la literatura, los deseos de sufrir abiertamente.
Podría decir que me convertí en alguien que se conforma a través de esas dos personas: mi madre y mi hermana. También me convertí en alguien que intenta estar bien para que los otros, que sufren igual por esta situación, también intenten estar bien. Hemos creado un mundo de bienestar y positividad que por momentos ha sido forzado, pero necesario. De otra manera, todo se derrumba.
Con la noticia de mi mamá y mi hermana, mis plantas se llenaron de plagas. Moscas blancas, arañas rojas. He preparado remedios caseros, he comprado insecticidas. Me he levantado a las siete de la mañana para inyectarles el remedio como si lo estuviera haciendo a mis dos familiares. Las plantas se volvieron un reflejo del proceso que estaban pasando y de mi forma natural de poder cuidarlas y curarlas.
En febrero se fueron dos de mis grandes amigos. Una semana después se fue mi otra gran amiga, y hace unos días se fue otro. Es el fin del doctorado y también el fin de la estancia en México para ellos. Solo quedó uno que a la vez se siente solo porque todos sus paisanos se fueron. No lloré como hubiese querido porque, tal cual comenté anteriormente, decidí que no voy a llorar por nada. Mas sí he tenido insomnio, algo que no es raro en mí, pero que ahora se une a una serie de pensamientos que no puedo evitar tener.
También comencé a tener ansiedad. O amsiedad, porque soy una millenial. Esto de forma muy íntima, porque al resto del mundo le sonrío. He sonreído como nunca en la vida. Dice mi mamá que la risaterapia funciona, así que le hice caso. Yo sonrío, veo a mis amigos, no hablo de los problemas para que se opaquen.
Así anduvieron mis treinta años hasta este sábado, que cumplo treinta y uno. No puedo explicar qué sentí, más allá de lo que estoy escribiendo ahora, que lo leo y lo releo y tampoco logra transmitir contundentemente. Hubo cosas muy buenas. Hubo cosas muy malas. Hubo cosas. Hubo muy. Y ya.
Entonces, con la llegada de la primavera, llegaron otra serie de noticias. Mi mamá está recuperada, a expensas del tratamiento y de los cuidados que debe tener por el coronavirus. A mi hermana la operaron hace quince días y se está levantando de forma impactante. Mi mamá ya tiene el cabello bastante largo, ahora con canas. Mi hermana está comenzando a ver, nuevamente, pelos castaños por todo su cuerpo.
Ambas están hermosas.
Son felices porque han logrado salir airosas de todo este proceso. Ayudaron, no solo los médicos y la actitud de todos nosotros, sino la actitud que ellas tuvieron. También ayudaron sus cuerpos, que asimilaron toda la carga médico-tecnológica.
Mis amigos, los que se fueron, ya se van aclimatando. Una ha pintado mucho; otros han concursado para visibilizar más un proyecto de lectura que tienen. Y otros han decidido vivir juntos. Mi sobrina está más tranquila; me enseñó a hacer risotto. Mi amiga, la que vino en julio, está llena de proyectos que le alegran la vida.
Mis plantas se recuperaron. Ya no hay plagas. Crecen y crecen, como mismo crecen los pelos de mi hermana y mi mamá. Ha nacido ayer un nuevo jazmín, y otras están echando raíces. También, cumplimos un año de casados lleno de amor y de estas buenas noticias.
Hoy, justamente, me van a vacunar. Con eso tendré más oportunidades de ver a mis familiares y a mis amigos. Será más fácil viajar, pedir visas.
Compramos un sofá nuevo que no cabía ni por las escaleras del edificio pero que, después de desprender puertas y trabajar en equipo, pudo pasar. Ahora tenemos donde sentarnos a hacer videollamadas. Casualmente, el sofá es igual a uno que tiene mi hermana en Chile, así que ahora simulamos que estamos en el mismo espacio terrenal.
En Puebla llueve muchísimo, lo cual significa que todo se limpia, que todo se nutre, que todo crece.
He aprendido a incorporar, de forma muy sutil y asimilada, la tristeza, la angustia y la desesperación. Ya no las concibo como partes ajenas a mí, sino como complementos o extensiones de mi ser. Soy una persona que sufre, que se angustia, que se desespera y eso está bien. Es lo que toca en este momento, y lo que posibilita la alegría en otros instantes.
También comprendí, teóricamente, las diferencias de estos sentimientos. Por un lado, está la angustia existencial que todos tenemos ante el propio ser arrojado al mundo. Por otro lado, está la angustia generada por l’autre y su existencia finita: el otro que está enfermo y que vemos cómo se recupera. La primera se conforma de forma gradual, pasiva, solitaria, incluso natural. La segunda se conforma de manera contundente y casual, debido a una exterioridad encarnada.
Me he vuelto una tecnófila como forma de agradecimiento a la tecnología en sí. Sin estos adelantos técnicos, dichas situaciones hubiesen sido diferentes. Menos llevaderas, más insoportables.
Todo este texto ha sido para mostrar qué cosa entiendo por recursividad, más allá de las implicaciones cibernéticas. Ese término encierra en sí una forma inmanente de comprender la vida. Todo está conectado, de forma física o psicológica: las plantas, mi mamá, mi hermana, mis amigos, mi familia, la tecnología, mi matrimonio, la universidad, el trabajo, la pandemia, los viajes, las visas, yo. Lo que ocurre se da en un mismo espacio cósmico dentro del cual estamos entrando y saliendo de nosotros mismos. Cada entrada y salida implica un cambio sustancial que entiendo como devenires enriquecidos, que, a su vez, implican movimientos dialécticos. Todo va cambiando, todo se va moviendo, todo se va transformando, pero continuamos en una especie de predefinición, o definición en potencia que une y permite encontrar soluciones rápidas a las situaciones.
Es decir, por mucho que se alejen las existencias, por mucho que varíen las decisiones, las conexiones continúan presentes de cierta forma estructural en la cual todo termina siempre siendo parte de.
Este es mi trigésimo primer manifiesto, caminante entre la histeria que provoca el paso de la positividad a la negatividad, de mi enojo constante a mis bailes cuando como algo rico, y viceversa. Mi trigésimo primer manifiesto donde confieso que dentro de la intranquilidad, el miedo y el nerviosismo, he encontrado una especie de tranquilidad en la recursividad, debido a que ya-no-soy-solo-yo, sino soy yo extendiéndome en otros y otros extendiéndose en mí, siempre en una potencial determinación que encuentra soluciones.
Esa solución rápida para mí, ahora, ha sido respirar.
Respirar.
Respirar.
A ver cuánto dura la respiración en tanto solución rápida.
Quién sabe, pero hasta el momento, resuelve. Alivia. Trajo buenas noticias.
Y ya, es todo.Felicidades, Amanda, en tu día.
Esto no se llama “A veces está bien sentir lástima por uno mismo”
Las páginas de envío a Cuba son un ejemplo de cómo las cosas allá han sido diseñadas para permanecer en un círculo vicioso que ni el 27N, ni San Isidro, ni los aislados y mediáticos intentos de protestas van a cambiar. Nadie está dispuesto a enfrentarse a un cambio marcado por la extrema escasez.