“Recuerda: nada de fotos ni grabadora. Lo exigieron si me acompañabas”, dice Edelmira Almazán al bajarnos del almendrón, el Chevrolet del 57 color azul rey que nos ha traído a la Comunidad Nazareno, un reparto de siete edificios descascarados a 37 km de la capital, construido en los años 70 para habitantes que garantizarían la ganadería y la prosperidad de este lugar arrinconado y rodeado de vegetación donde ahora pasa un ómnibus cada dos horas, de no sufrir roturas. Del esplendor (parque infantil, sala de recreación, supermercado, escuela primaria, gas colectivo y un terreno de béisbol) solo queda un pálido recuerdo enclavado en la Comala de Rulfo o la Santa María de Onetti: la herencia de la depauperación.
Edelmira señala el camino y me ofrezco para llevar la bolsa colgada en su hombro, de cuyo contenido solo ha ofrecido silencio. Dejamos atrás garajes de latón oxidado, enrejados de cabillas, y nos adentramos por un atajo de tierra colorada que se abre entre plantas de café. Nos guía la humareda que sale de un platanal cercano, también el olor a lechón asado y la música de Juan Formell y Los Van Van. Cuando llegamos las miradas se vuelven hacia nosotros: dos mujeres pelando yucas y plátanos, el hombre que atiza el fuego para que no deje de hervir un caldero. Otro hombre, sentado en una silla, da manigueta para que el lechón empalado no se queme. Hay otra mujer que vierte un líquido en vasos desechables y le alcanza uno al hombre que conversa con el asador. Todos rebasan los sesenta años, al menos lo aparentan, incluyendo a Edelmira.
Conocí a Edelmira Almazán el 9 de agosto de 2015. Y se lo debo a Enrique Lihn. El padre de Edelmira, Julio Almazán, había conocido al poeta chileno durante los años que vivió en Cuba (entre 1966 —año en que mereciera el Premio Casa de las Américas por el poemario Poesía de paso— y 1968). Descontando una pequeña estancia en París, a principios de 1966, durante esos dos años Lihn se había casado con una cubana, había colaborado con las revistas y periódicos más importantes del país, y vivía, sobre todo, de traducciones no siempre literarias.
Llevaba años rastreando sin suerte el derrotero de un manuscrito extraviado de Lihn, una pieza teatral inconclusa de la que solo conocía el nombre. Los pocos entrevistados que estuvieron dispuestos a recordar no recordaban nada, salvo versos difíciles de olvidar: “Nada es bastante real para un fantasma”, “Nunca salí del horroroso Chile. Nunca salí de nada”, “Nada se pierde con vivir, ensaya: aquí tienes un cuerpo a tu medida”, “Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí estoy vivo”. Hasta que Edelmira confesó algo que me desarmó: “¿Conoces ‘La máquina difamatoria’?”. “¿La obra de teatro perdida, la has leído? No puedo creerlo, ¿la tienes?” Edelmira negó con la cabeza. “Eso fue un simulacro. ‘La máquina difamatoria’ derivó en otra cosa”. Nos citamos para vernos con más tiempo, pero tuvo que salir de viaje y no fue hasta ayer que reanudamos el contacto. “Mañana hay una celebración que puede interesarte”. Acepté, por supuesto, pero he sido el primer sorprendido al descubrir que ninguno de los abuelos y abuelas presentes sabe quién es el chileno. Menos aún los hijos y nietos.
Lo que celebran es el cumpleaños de un integrante del Grupo, una cofradía de seis sobrevivientes de ese experimento del horror que el Estado cubano bautizó, a finales del año 1965, con el eufemístico nombre de Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), pero en realidad funcionaron como campos de concentración y trabajos forzados que abrieron sus puertas el 19 de noviembre de 1965 a más de veinticinco mil jóvenes y las cerraron físicamente el 30 de junio de 1968. Y digo físicamente porque el fantasma de esa experiencia aún anda suelto, colándose en los sueños y conversaciones de los sobrevivientes. “Ya quisiera enumerarte las veces que esa pesadilla viene a visitarme como si fuera un familiar querido”, dice Toribio Peñalver Gutiérrez, de 69 años, quien aviva el fuego de la caldosa con troncos pequeños. Agarra un cartón y lo agita hasta que la candela abraza el fondo del bullón tiznado. “Moriré y no podré desprenderme de ese recuerdo amargo, así que me va a perdonar, pero no quiero hablar de esa tragedia que dividió mi vida en dos. ¿Que si guardo rencor? No, ¿para qué? Pero tampoco ando en tribunas con una banderita defendiendo no sé qué”.
La fuga migratoria de miles de cubanos, el aislamiento de Cuba debido a la ruptura de las relaciones económicas y diplomáticas con América Latina y el Caribe (con la excepción de México y Canadá), las tensiones dejadas por la Crisis de Octubre, el enfriamiento del diálogo con China y la URSS, y el cerco hostigador de Estados Unidos para asfixiar la Revolución, entre otros, obligaron a repensar alternativas para encauzar una economía en fase terminal. Una vía fue habilitar la UMAP, variante del Servicio Militar Obligatorio (SMO) que priorizaría la agricultura en los llanos de Camagüey con jóvenes entre 18 y 27 años. Sin embargo, hubo otro propósito no confesado: sanear el cuerpo de la Revolución, aquejada, según artífices de la idea, de algunos tumores malignos que de no extirparlos a tiempo producirían una metástasis irreversible.
Si bien era real la exigencia de mano de obra para repoblar los extensos campos de Camagüey, ávidos de atención (se necesitaban cincuenta mil obreros para asegurar la siembra y recolección de alimentos, además de la zafra azucarera, y solo habían aceptado, voluntariamente, unos mil), ha sobrevivido hasta nuestros días la sospecha del criterio de selección: quienes acudieron engañados a esas empalizadas desérticas, testimonio del odio y la intolerancia, fueron homosexuales, integrantes de disímiles credos religiosos y todos aquellos considerados “desafectos” que, por no encajar con la imagen del “hombre nuevo” instituida por el gobierno, eran susceptibles de ser reeducados y convertidos en hombres de bien.
“Putos, creyentes, lumpen. Ningunos de ustedes son confiables para tener en sus manos un arma. O se van de aquí como machos y revolucionarios o se pudren en este infierno”, nos dijo en más de una ocasión Fundora, el jefe de Brigada, me cuenta Osvaldo Reyes Martínez mientras toca el hocico del lechón. Si estaba frío, entonces ya se podía comer. “El trabajo los hará hombres, carajo. Vamos a extirpar la mariconería y toda esa putería de biblias y rezos. Aquí, en esta Revolución Triunfante, no hay cabida para vagos ni delincuentes. Los vamos a reeducar a todos, nada de servirlos en bandeja al enemigo, pendejos”, nos gritaba Fundora.
“Ya vez, una Revolución con todos y para el bien de todos, mira en lo que cayó desde el principio. Que si los maricones éramos tontos de culo, que si éramos promiscuos y vulnerables para aliarnos al enemigo. Los defensores de esa mancha imborrable siempre han pretendido justificarla diciendo que los dirigentes del país actuaron así porque era el sentido común de una época llena de prejuicios. Si no era para ir en contra de ese sentido común de la época y sus prejuicios, ¿para qué entonces llevar a cabo la Revolución? Hemos seguido a Martí en tantas cosas. Me gustaría saber si él hubiera consentido que el poeta norteamericano Walt Whitman, a quien tanto admiraba, cayera en una redada o fuera llevado a un campo de concentración para trabajar doce y catorce horas diarias por el único estigma de ser homosexual. Maldito régimen hipócrita. Revolución con todos y para el bien de todos, ¿no?”, dice Osvaldo Reyes Martínez, el “16” de la Brigada Turcios Lima, y se aleja irritado.
Pero se detiene de pronto y regresa como si hubiera olvidado algo. “A las cinco de la madrugada nos daban el de pie, muchas veces a las cuatro, si teníamos que trabajar lejos. En carne viva tuve las manos meses y meses al no estar acostumbrado a trabajar tantas horas en la tierra. No teníamos guantes, y había que echarle al suelo fertilizantes y productos químicos. ¿Cómo iba a cumplir la norma con las manos destrozadas? Pero tenía que cumplirla, no importaba que fuera a las diez de la noche. Solo entonces podías regresar. Estos queloides, mira bien mis manos, son por culpa de esos degenerados”.
En las manos negras y huesudas se amontonan costurones de piel retorcidos. Lo encoleriza mirarse los dedos, es como permitirse un viaje no deseado a esos laboratorios de la especulación y el sinsentido. “A veces prefiero no haber salido con vida de ese infierno. Un día, para que no me quejara más, entre tres guardias me ataron, empaparon mis manos de alcohol y tiraron un fósforo encendido. Así cicatrizarán, llorona, me dijeron. Pensé que la candela abrazaría mi cuerpo, pero me taparon las manos con un trapo. Luego, al otro día, me llevaron a un médico en la ciudad y le dijeron que había sido un accidente en la cocina”.
Me taladra con su mirada. Espera algo más que el silencio y la atención. “Y así dicen que éramos reclutas, que no estábamos concentrados ni presos. Si así fuera, ¿por qué estábamos constantemente vigilados por soldados con armas?, ¿para qué los pastores alemanes, las cercas de veinte pelos de alambre de púas electrificadas a partir de las diez de la noche? Ahora dime, ¿dónde vas a publicarlo en este país? ¿En el periódico Granma, en Juventud Rebelde, en Trabajadores?”. Por eso se reúnen cuando pueden, sobre todo en los cumpleaños, alternando el lugar según donde viva el homenajeado, “no para conspirar contra el gobierno sino contra el silencio y el olvido. Somos la memoria de nuestros recuerdos”. Ahora sí se despide. “Voy a tocarle el hocico al lechón. Es mejor”.
“Mi hijo no resistió y se dio a la fuga”, dice Isabel Campoamor mientras me muestra un video. Su hijo Alfonso carga a dos jimaguas, sus nietos. A su lado, la esposa sonriente agita las manos y le manda saludos a Isabel. Están parados sobre la arena, al fondo una franja de mar invadida por niños y adultos que disfrutan la playa. La imagen se distorsiona, la cámara hace zoom y enfoca a una mujer y un hombre. “Son mis nietos, los padres de los jimaguas. Vendrán en febrero a visitarme”.
Apaga la cámara y la guarda en su estuche. “¿Cómo recuerdo el día que desertó? Llegó tan desconocido a casa que casi no lo reconocí. Había pasado no sé cuántas horas huyendo, sin comer, dos días, creo. Pero nadie enflaquece tan pronto. El peso lo perdió en nueve meses de cautiverio. Un año casi sin poder ver a su familia. Sí, había un pase reglamentario, pero nunca se lo dieron, ni siquiera para verme cuando enfermé de gravedad. Igual que a muchos. ¿La causa? Varias. Posibles desertores, mala conducta entre comillas, no cumplir la norma de trabajo impuesta, no oficiar como delatores. Me dijo que podían culpar a cualquiera si alguien se fugaba y no lo comunicaban con antelación, sobre todo si dormían al lado del desertor, que tenían que haberlo previsto. Mira tú”.
Isabel tiene los ojos enrojecidos. De súbito esquiva mi atención. Su mirada se concentra en una trigueña alta y joven, con el cabello anudado, que recoge plátanos fritos con una espumadera. Cuando se vuelve, Isabel es una mujer de 70 años que ha recuperado su fortaleza, pero sigue desgarrada por dentro. “Recuerdo ese día como hoy. Lo abracé y quise morirme. No era piel lo que acariciaban mis manos, sino un manojo de huesos sin carne. Lo ayudé a desvestirse. Traía los pies llagados por el hongo y la humedad. Luego de bañarlo se miró al espejo y empezó a llorar. Lo dejé sentado en la sala y fui a calentar algo de comida. Al regresar no lo encontré. Gritaba desesperada su nombre pensando que se había marchado, hasta que escuché un quejido infantil bajo la cama. Le rogué que saliera, que lo peor había pasado, y seguía recibiendo ese llanto quebrado que no sale de mi cabeza. Temía que se me muriera y empecé a pasarle la comida por debajo de la cama, todos los días, como si fuera un perro apaleado. Pasó un año para que se dejara ver, cuando salió estaba lleno de vitiligo. Luego un médico dijo que eran los nervios”. “Y por qué citaron a su hijo a la UMAP”. “Porque su padre, que vivía en Estados Unidos, quería que se reuniera con él. Alfonsito estaba en ese papeleo. Imagínate, tenía 18 años. Cuando llegó la citación dijeron que debía pasar antes el Servicio Militar”.
El miércoles 19 de noviembre de 1965 parecía un día normal. Sin embargo, no lo fue para miles de adolescentes, y otros no tanto, que fueron arrancados de sus familias y sometidos a un destino incierto. Desconocían que iban a ser deportados a los más de doscientos campos de concentración distribuidos en la provincia de Camagüey. El trayecto nocturno, un viaje infernal en vagones de cargas sellados, duró durante más de veinte horas sin alimentos ni agua ni letrinas improvisadas donde ejercer sus necesidades elementales. Viajaban tan hacinados que respiraban sudor y miedo en vez de aire. Cuando inquirían hacia dónde los llevaban, solo silencios recibían como respuesta, y la mirada de repugnancia de soldados que apuntaban con sus rifles, previendo fugas o motines imaginarios.
Como en esa época no existía el carné de identidad, las citaciones se nutrieron de nombres y apellidos obtenidos por las grandes redadas ejecutadas en sitios concurridos, informes de los Comité de Defensa de la Revolución (CDR) y Sindicatos de Trabajadores. También de los archivos clasificados por la Operación Depuración ejercida en universidades y centro de estudios, operaciones todas de saneamiento que, además de servir de antecedentes para poner en marcha la Operación UMAP, inocularon el terror y también la desconfianza en un proyecto emancipatorio donde supuestamente había cabida para todos.
Cuando uno lee “Nuestra opinión”, editorial publicado en la revista Alma Mater, órgano oficial de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU), el 5 de junio de 1965, donde se anuncia que “los futuros técnicos, científicos e intelectuales de nuestra Patria han de ser necesariamente revolucionarios, firmes ante el enemigo imperialista, sus variadas formas de penetración y agresión”, cuando se sigue leyendo “no son ni los elementos desafectos a la Revolución ni los homosexuales capaces de cumplir esta tarea y por tanto no debe invertirse en ellos el producto del sudor y la sangre de nuestro pueblo para darles armas y herramientas que puedan volver contra la Sociedad”, ¿qué se entiende?, ¿que la Revolución, como las universidades y los centros de trabajos, el país entero, era solamente para revolucionarios, para el hombre nuevo? Y de esos hombres nuevos, ¿cuántos no envejecieron de pronto?, ¿cuántos lograron de verdad formarse?
Cuando uno se asoma al artículo “Revolución y vicios”, publicado por el escritor Samuel Feijóo en el diario El Mundo, el 15 de abril de 1965, y lee “ningún homosexual representa la Revolución, que es un asunto de varones, de puños y no de plumas, de coraje y no de temblequeras, de entereza y no de intrigas”, cuando Feijóo afirma que “no se trata de perseguir homosexuales, sino destruir sus posiciones, sus procedimientos, su influencia. Higiene social revolucionaria se le llama a esto”, cuando advierte que “habrá de erradicárseles de sus puntos claves en el frente del arte y de la literatura revolucionarias”, cuando afirma “si perdemos por ello un conjunto de danza, nos quedamos sin el conjunto de danza ‘enfermo’. Si perdemos a un exquisito de la literatura, más limpio queda el aire. Así nos sentiremos más sanos mientras creamos nuevos cuadros viriles surgidos de un pueblo valiente”, cuando asomamos la mirada a estas expresiones homofóbicas que se extienden a otros “desafectos de la Revolución”, la sorpresa es lo menos que asalta.
Mariana Luján Fajardo, esposa durante cuarenta y siete años del asador Antonio Rodríguez Borrego, me alcanza un vaso de vino. “Es de arroz. Yo misma lo hice”. Osvaldo Reyes Martínez ha relevado del puesto de asador a Antonio, el cumpleañero. 73 años, nació el 19 de noviembre de 1942. Cumplía 23 años el día fatídico de la citación para ingresar en la UMAP. “Un viernes festivo que iba a durar hasta el lunes porque había recibido la noticia de que Mariana me daría el primogénito”. No pudo festejarlo. “Pero medio siglo después sigo aquí, entero, de pie. Ni artrosis ni alzhéimer”, y lanza una carcajada. Luego me muestra fotografías de sus tres hijos, dos varones y una hembra con un embarazo de siete meses. Será el quinto nieto, un varón.
Sopla una brisa agradable bajo las matas. Se escucha “Sandunguera” de Los Van Van. Colocan sobre una mesa pequeña una fuente de tostones y panes con pasta casera. Sentados en taburetes y banquetas, Anastasio Robles Sandoval y Antonio Rodríguez Borrego hablan de Genaro Estrada Quintana y Fernando Altamira Gómez, veteranos también de la UMAP. No pudieron venir por dolencias. Incluso, Verdecia Perdomo Díaz, que siempre viene a estas festividades en su silla de ruedas, se ha quedado en casa. Intenta hasta lo imposible para no perderse estos encuentros, “son bocanadas de oxígeno”. “Nada como recordar para vivir, inyectarnos energía”, dice cada vez que se encuentran. Hoy repite la frase Mariana, y agrega: “siempre está con nosotros, aun cuando nos falta”. Dos niños juegan con una pelota. También nos acompaña la embarazada Tamara, hija de Mariana y Antonio, que bebe limonada y se toca a cada rato las piernas inflamadas. Antonio sigue sudando incluso después de ser relevado como asador. Una y otra vez se pasa un pañuelo por la cara, pero el sudor continúa drenando.
“Así que eres el invitado de nuestra Edelmira”, dice empujando un vaso de vino. Asiento. Tiene aún los ojos irritados por el humo y el vapor. Lagrimea sin cesar. “Lo que más jode es que el gobierno se ha pasado años y años sin aclarar nada. A veces pienso que espera a que nos muramos los sobrevivientes para negar esa parte de la historia”. Es jueves, 19 de noviembre de 2015. A cincuenta años es una herida sin cicatrizar. Ni siquiera el desinfectante de la desmemoria ha podido cauterizar y cerrar puertas al recuerdo. Después de cinco décadas hay pus todavía en esa llaga. “Sobre todo por el silencio. Por la negativa a aceptar el error, enmendarlo y ofrecer perdón. A decir sencillamente: nos equivocamos”. En realidad, el gobierno cubano se ha dedicado a desvirtuar el hecho, a restarle el dramatismo que tuvo, y hacer mutis de las secuelas de esa “vergüenza revolucionaria” que aún llega a nuestros días y los sobrepasa. El ochenta por ciento de los “reclutas” en estado de cautiverio jamás pudo integrarse a la sociedad del modo que lo previó la alta dirigencia del país. Los mismos que hablaron de reeducación se encargaron de que los reclusos no se insertaran laboralmente. Con el estigma de ser “lacras sociales” difícilmente podrían generar confianza en puesto de trabajo alguno.
“¿Qué comíamos en el día? De desayuno un poco de leche aguada y un trozo pequeño de pan duro. De almuerzo algo de sopa y arroz, y en la comida boniato o papa hervidos. A veces espaguetis, harina de maíz”. “¿En qué consistía la norma de trabajo diaria?”. “Según, si era recolectar papas: 50 sacos; si era verter abono: 35 sacos; si era desyerbar o eliminar malezas y piedras del suelo: 6 o 7 cuadras; si era cortar cañas: 100 arrobas. Después de diez horas de trabajo, muchos conseguíamos cumplir la norma, otros tenían que quedarse hasta terminarla, no importaba la hora, si eran las ocho o las diez de la noche. Estábamos obligados a ser productivos. ¿Después? Imagínate, cansados, moribundos, tratar de bañarnos en cuatro o cinco duchas para un total de ciento veinte personas, comer desfallecidos. ¿Dónde dormíamos? En barracas de cemento. Nos tendíamos sobre un saco de yute en el piso. No, no había electricidad aún, nos alumbrábamos con mechones de queroseno. Daban el silencio a las diez de la noche”.
“Una copia siniestra de un régimen de castigo, así podría definir esa operación simulada de Servicio Militar”, dice la embarazada Tamara Rodríguez Luján, socióloga, de 27 años, bebiendo otro sorbo de limonada. Agita el vaso y fragmentos de hielo naufragan como esquirlas de un iceberg en un océano revuelto. “Si la primera fase de la UMAP fue expedientar a quienes consideraban lacras sociales, imponerles un nombre como identidad, la segunda fase consistió en deportarlos y concentrarlos en intrincados campos de Camagüey. Las UMAP no fueron campos de exterminio al estilo nazi, esto hay que subrayarlo, aunque nos irriten las arbitrariedades y sus ecos. Su fase Solución Final no consistía en dar muerte a los reclusos sino en aprovechar la mano de obra barata y reeducarlos con extenuantes jornadas laborales y experimentos clínicos sin fundamento científico alguno, como electroshocks y shocks insulínicos, en el caso de los homosexuales, para intentar cambiar su preferencia sexual”.
Ahora Tamara acaricia con ternura y alivio la enorme y estirada barriga, como si el hijo por nacer estuviera protegido de la pesadilla que describe. “Los guardias pusieron al servicio de la tortura su imaginario y emplearon diversas técnicas cuando perdían el estribo o jugaban a probar la resistencia del cuerpo humano. Así aplicaron ‘El ladrillo’ (parar al recluso sobre hileras de ladrillos durante horas hasta que se moviera para ser golpeado), ‘El trapecio’ (suspender por las muñecas en el aire), ‘El barril’ (sumergir la cabeza una y otra vez dentro del agua), ‘El embudo’ (tapar la cara con una gaza y en la obertura de la boca verter agua) o ‘Las chapas’ (colocar de rodillas al humillado hasta que las chapas se fundieran con la sangre, la carne y astillaran los huesos). El resto es silencio”, dice citando a Shakespeare.
Al conocerse los abusos psíquicos y físicos, algunos responsables “fueron sometidos a Consejo de Guerra, en algunos casos se les degradó y en otros se les expulsó de las Fuerzas Armadas”, anunció el periodista Luis Báez en el reportaje “Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)”, publicado tempranamente el 14 de abril de 1966 en el diario Granma, “pero no dio a conocer las identidades de los degradados y expulsados, ni hasta dónde llegaron los desmanes y el uso indiscriminado de la violencia y la humillación, algo revelado solo por el relato de los reclusos, como mi padre, que rebasaron la experiencia. Historias de vida que nunca tuvieron —ni tienen— espacio en los medios masivos de divulgación ya que todos pertenecen al Estado”, recuerda Tamara mientras le alcanzo otro vaso de limonada. Da un sorbito y queda pensativa. “El saldo estimado del horror que dejaron las UMAP se cifra en 72 muertes por torturas y ejecuciones, 180 suicidios y más de 500 personas enviadas a hospitales psiquiátricos. El gobierno cubano se ha desentendido de las cifras y ha pretendido correr un manto de silencio sobre este apocalipsis de sufrimiento y dolor. Hasta ahora ni ha corroborado los números ni los ha desmentido, tampoco ha emplazado a ninguno de los testimoniantes a que ofrezca pruebas de este oprobio. Hay un viejo refrán que dice: quien calla otorga”.
Sobre una bandeja Mariana trae vasos plásticos medianos que anuncian helado Nestlé pero vienen llenos de caldosa humeante. Mientras los coloca en la mesa, veo en los potes masitas de carne de puerco y mazorcas de maíz, pedacitos de calabaza y malanga dentro de un caldo espeso y aromático. Habrá que esperar que enfríe un poco para meterle mano. Mientras, asalto a preguntas a otro sobreviviente. “Los había de todo tipo: desde estudiantes inconformes, chulos, hippies y funcionarios acusados de corrupción, hasta curas, artistas y vagos”, murmura Anastasio Robles Sandoval ajustándose unos espejuelos enormes que le cubren la cara. La brisa arremolina los mechones de cabello cano atrincherados por su calvicie. Tritura con la dentadura postiza uno, dos, tres tostones y hace una pausa antes de continuar. “Todavía en sueños se me aparecen los zumbidos de mosquitos y jejenes cada vez que había una fuga y nos sacaban de noche, desnudos, en espera de que algunos delatáramos parte del plan. Con quienes más se cebaban esos brutos era con los Testigos de Jehová. Montaban en cólera cada vez que se negaban a saludar la bandera o cantar el Himno Nacional. Tampoco se ponían el distintivo de la UMAP en la camisa y no había Dios que los obligara a trabajar los sábados, entonces tenían que cumplir la norma el domingo”.
Agarra otro tostón. Lo dejo masticar, no hay apuro. Niega el vino que le ofrece Mariana, prefiere beber limonada. “Pero no te creas, también hubo sus jodederas, sus casamientos. Algunos reclusos se disfrazaban de mujer y nos cantaban canciones de amor para hacernos reír y olvidar por horas ese infierno. ¿Si podíamos escribir y recibir cartas? Claro, pero las leían primero por si decíamos algo negativo del campamento. A Tomás Gutiérrez Fresneda le confiscaron un diario que casi le cuesta la vida. Lo dejaron sin comer ni beber agua tres días. Para que también pongas eso en tus papeles de mierda, le decían cada vez que se acercaban a él los guardias. Tomás, con las manos y pies atados al lado de un busto de Martí que estaba a un costado de la entrada del comedor, ni los miraba siquiera cuando lo insultaban y escupían en la cara. ¿Qué número era yo? El 35, de la brigada Vietnam Heroico”.
Anastasio agarra un pote de caldosa, lo imitamos. “El maíz le da un sabor riquísimo, ¿verdad?”, comenta. Es cierto. Edelmira no prueba la suya. Con los espejuelos puestos, busca dentro de su bolsa y saca una libreta encuadernada. Hojea despacio, con atención, hasta encontrar lo que busca. “He llegado hasta donde era posible. Miro hacia adelante y veo oscuridad. La nada. Es imposible continuar atravesando este túnel donde la luz, el futuro parpadeo de una luz, es una ilusión óptica”. Me observa como si fuera el destinatario, elegido entre todos, para esa revelación íntima. “Esto fue lo último que escribió mi padre en su diario, la madrugada del 17 de diciembre de 1967. Yo tenía doce años y sigo ignorando qué sucedió entre el momento en que abandonó la estilográfica negra, de tinta azul, sobre las hojas cuadriculadas del diario y el instante en que tomó la decisión de subir a una silla, anudarse una soga en el cuello y abandonarse al vacío”.
Se impone un silencio perturbador. Ahora se escucha el pasar de hojas. “25 de octubre, 1967. Me gustaría escribir a partir de ahora sin dejar huellas. Confesarme en silencio y para él. Que las palabras que fuera escribiendo, la misma tinta las fuera desdibujando hasta hacerlas desaparecer. Quisiera no haber visto lo que mis ojos contemplaron con horror, día tras día. He despertado y he reconocido poco a poco las paredes de la casa, el cuadro de Servando Cabrera donde asoma un torso desnudo, el retrato de José Martí, de Raúl Martínez, el tocadiscos RCA Victor, el armario de caoba. Encima, el pequeño portarretrato familiar: Miriam cargando a nuestra pequeña Edelmira, yo a su lado. Una fotografía en blanco y negro, tomada de espaldas al Capitolio. Tendido en la cama he alargado el brazo para agarrar el diario, guardado en la gaveta de la mesita de noche. A mi lado Edelmira duerme, señal inequívoca de que estamos en casa. Pero en el sueño no estaba aquí, sino allá, en aquel infierno. En aquel espanto”.
Pausa. Silencio. Hojas pasando una tras otra. “27 de noviembre, 1967. Hace un año del comienzo de todo. Del horror. De la falta de fe en un mundo nuevo para todos. Salíamos del teatro Hubert de Blanck, animados, comentando La noche de los asesinos. Alfonso, Frank, Juan Carlos, Fernando y yo, decidimos pasar un rato en el parque de 7ma. y C. La mayoría de los bancos estaban ocupados. Decidimos compartir con otros la bancada semicircular de mármol que está detrás del monumento a Gonzalo de Quesada y Aróstegui. Frank interpretaba a Beba, Fernando a Lalo, yo a Cuca. En otras, Alfonso imitaba al juez, Juan Carlos al sargento, Fernando al fiscal, Frank a la madre, y yo al padre. A veces retadores, iluminados, con desparpajo, otras con furia, fuera de sí, violentos, autoritarios, con irritación o burlescos, otras con súbito interés, sarcasmo o confundidos”.
“No era nuestro interés, pero algunos alrededor nos observaban celebrando la ocurrencia con más de un guiño. Desde los bancos, bajo los árboles, o detrás de los arbustos, llegaban susurros, gemidos, griticos exagerados, burlas, risas, algún que otro shhhh. Eran parejas, amantes de paso disfrutando la noche, la complicidad, el encuentro furtivo y clandestino. Las farolas encendidas, con sus bujías amarillas, iluminaban el césped, húmedo quizás por el rocío. El surtidor diseminaba un chorro mágico, una llovizna artificial que lucía hermosa tras el brillo opaco del resplandor nocturno”.
“Serían las diez de la noche cuando una furgoneta militar frenó en seco a nuestras espaldas. Unos diez los hombres, vestidos de milicianos, se lanzaron sobre nosotros. Se desplegaron en dos grupos. Tres permanecieron con nosotros, el resto se desperdigó hurgando en los escondrijos del parque. Iban requisando a las personas sentadas en los bancos, buscaban entre los arbustos de flores, dentro de la fuente, detrás de la estatua de mármol que oficiaba de surtidor. Todo sin hablar. En silencio. Como si fueran mudos o se comunicaran en un idioma privado conocido solo por ellos”.
“No hicieron preguntas. A empujones nos obligaron a subir en la furgoneta, cubierta de una lona oscura. Hasta que la llenaron. No quedó siquiera un espacio libre sobre las tablas donde sentarse. Muchos detenidos tuvimos que sentarnos en el piso. Nos mirábamos en silencio, sin querer entender, pero comprendiéndolo todo. Los milicianos parecían ausentes, pero ahí estaban, vigilándonos. Ni una palabra durante el trayecto. Por más que quisimos saber qué habíamos hecho, de qué nos culpaban, por qué nos recogían, hacia dónde nos llevaban, lo que recibíamos era un silencio atroz, vengativo, como sus miradas. Parecía que les inspirábamos asco. Un profundo e indisimulable asco”.
La caldosa se ha entibiado entre mis manos mientras escucho a Edelmira elegir fragmentos del diario de su padre, Julio Almazán. “Uno de los tantos expedientados de los años sesenta”, dice Edelmira. “Si de algo le sirvió esa experiencia fue para ayudar a Enrique Lihn. Mi padre fue un lector privilegiado, digamos, de una obra de teatro inconclusa que Lihn comenzó a escribir aquí a finales del año 1966. La tituló ‘Recital o la máquina difamatoria’ y entre sus personajes estaban Pablo Neruda, Jorge Teillier y Nicanor Parra. El argumento iba por el secuestro de un poeta y la búsqueda de un manuscrito que archivaba los nombres de los desaparecidos por la dictadura de Pinochet. Pero los rumores sobre la UMAP motivaron a Lihn a reescribir la obra y conservar del nombre ‘La máquina difamatoria’, cuyos personajes serían sobrevivientes de esos campos de concentración”.
Ahora Edelmira saca de la bolsa una carpeta marrón de tapas duras. Más de cien páginas amarillentas, escritas en máquina de escribir, con anotaciones al margen. “Son notas de puño y letra de Lihn sobre las entrevistas que realizó a los expedientados que mi padre le ayudó a contactar”. Me acerco para ver mejor la letra nerviosa y abigarrada de Lihn, palabras entintadas de negro dejando mensajes cifrados para el futuro. Edelmira se rinde a mi curiosidad y me alcanza la carpeta. Hojeo una a una las páginas, todas enumeradas. Los testimonios vienen con los nombres y apellidos, el número asignado al recluso y el campamento donde permaneció. “Condensar experiencia”, “Valorar fragmentos para reportaje a la revista Margen”, “Consultar desgarraduras visionarias”, son algunas frases que logro entender. “Testamento y otras humillaciones” está tachado y encima “La máquina difamatoria”, en la página 89. Los testimonios están llenos de tachaduras, precisiones y alusiones. Hay párrafos enteros encerrados en tinta y al borde el trazo de dos ojos y una nariz. Cuando llego al final compruebo: 178 páginas tamaño oficio, interlineado sencillo. De estos sobrevivientes, ¿cuántos aún vivirán? ¿Dónde, cómo localizarlos?
Ayudado por Antonio, Osvaldo trae al lechón. Cuando lo tienden sobre la mesa retiran el palo y empiezan a descuartizarlo. El cuero cruje al contacto del cuchillo. He recuperado el apetito. Hace mucho que no como lechón asado, una tradición con tendencia a desaparecer en la capital desde que el puerco se ha convertido en la carne nacional y asarlo se considera un desperdicio. Han preparado un aliño con pimienta, ajo, aceite y jugo de limón, también una salsa condimentada con picante. La embarazada trae una fuente de ensalada de pepino, col y tomate, adornada de tiras de pimiento rojo asado. Mariana coloca sobre la mesa el caldero de arroz congrí.
Le devuelvo la carpeta a Edelmira. La coloca sobre sus muslos, encima del diario de su padre. Mientras comemos se escucha “La titimanía”, de Los Van Van. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, ¿veinte, treinta minutos? Mariana y Tamara recogen potes vacíos, apartan platos y sobras. Hacen un espacio en la mesa y aparecen envoltorios pequeños con regalos para Antonio. Los abre. Asoman pañuelos, jabones Natural, máquinas de afeitar desechables Dorco, calzoncillos Senador, un frasco de colonia Heno de Pravia y una botella Havana Club Añejo 5 años. Antonio apila los obsequios dentro de una bolsa y sonríe. Tamara le acaricia el cabello mientras él coloca el oído en la barriga. “A ver si lo escucho moverse, algo querrá regalarme”, dice.
Aprovecho que la carpeta marrón, donde Lihn emborronara el boceto de una obra futura, descansa sobre las piernas de Edelmira. Le susurro si me dejaría fotografiar, no las confesiones de su padre, que son privadas y pertenecen por entero al orden familiar, sino esos bosquejos intrigantes del chileno que pueden llevarme a un relato futuro, a llenar un poco el vacío de una experiencia colectiva. Aspiro a una sola ambición: desentrañar la caligrafía, dada por perdida, que anota el desconcierto de un extranjero ante una experiencia que no previó vivir y, cuando la tuvo ante sí, la compiló para que formara parte del patrimonio de muchos y no de la duda, la sospecha o el rumor.
Edelmira no parece sorprendida, ni siquiera parece inquietarle mi propuesta. Sonríe, es todo. Un buen indicio de que accederá a mi petición, a un ruego que describe la ansiedad que me carcome. Va a decir sí y comienzo a imaginarme en casa descifrando con calma, a altas horas de la madrugada, la caligrafía nerviosa de Lihn. Edelmira acorta la distancia, prefiere también la intimidad, y me susurra, como si se tratara de un secreto a compartir entre dos: “A la memoria no se le disparan fotos”. Y vuelve a sonreír como una niña traviesa que se ha salido con la suya. Deberé conformarme con los retazos del recuerdo, evocar el instante sagrado en que pude rozar con mis dedos las impresiones de Lihn y reconstruir las señales que quiso dejar para el futuro inmediato. No hay tiempo que perder. El día agoniza asfixiándose en un gris celeste, el futuro no. Por algo Enrique Lihn escribió en uno de sus días de tormento: “No hay tiempo que perder en este mundo embellecido por su fin tan próximo”. Tal parece que previera que iría a encontrarme, un día cualquiera, hoy, con sus palabras y guiños al futuro.