1966, fiebre de ajedrez en La Habana

¿A qué se debió el frenesí ajedrecístico en la Cuba de los años 60? Mientras la Revolución se consolidaba en la ciudad y en el campo, las simultáneas se multiplicaban por toda la isla. El ajedrez ocupaba la primera plana de los periódicos y el anverso en la sección de deportes. ¡Fiebre! Se llamaba “juego ciencia”, que no es juego —es equivalencia del pensamiento crítico con la conciencia metadeportiva cuasi-científica. 

Castro soñaba con la compañía de ajedrecistas estadistas, como Pedro el Grande, Napoleón, Bolívar, Lenin; sobre todo Vladímir. De ahí que promulgara esa beligerancia abstracta llamada “batalla de ideas”. La dirigencia comunista cubana percibía en el ajedrez atributos deseados para los cuadros del Partido. El anticomunista Borges lo anticipaba:


… dentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.


Hagamos historia. El ajedrez será oriundo de la India, pero echó raíces en Rusia. Dobrynya Nikitich, cazador de dragones de la mitología rúrika eslava es presentado como jugador de ajedrez, arquero y luchador. 

En los años 20 del siglo XX la idea del ajedrez como arma ideológica devino política del PCUS, cuando Nikolái Krylenko fue nombrado jefe de la Sección de Ajedrez y más tarde Comisario de Justicia de la URSS. Pobre Krylenko, inauguró el primer Torneo Internacional de Ajedrez de 1925 y como premio murió purgado por Stalin en 1938.


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Fidel Castro en la XVII Olimpiada en la Habana. 


Para el castrismo, el ajedrez era química de ideas, esgrima del concepto, metodología de la emboscada. Jugar ajedrez era combatir al enemigo desde el tablero conceptual; de ahí que el juego-ciencia le viniera de perilla a ese flemático nicotínico, el Che.  

En 1966 se celebra en el hotel Habana Libre, entre octubre y noviembre, la XVII Olimpiada Mundial de Ajedrez. Asisten más de 300 ajedrecistas de 52 países, incluidos los pesos completos de la URSS: el campeón del mundo, Tigran Petrosian; el genial e hipocondríaco Mijaíl Tal; y el intelectual del ajedrez, Victor Korchnoi. (El equipo de la URSS ganará fácilmente el primer lugar).

Por Dinamarca compite Bent Larsen, considerado el tercer jugador del mundo, después de Fischer y Korchnoi. Para los habaneros, la estrella es el estadounidense Bobby Fischer, quien juega —más bien se dejó ganar— una partida informal con Castro, ganando el último (Petrosian aparece en fotos asesorando cada jugada del máximo líder).

Las autoridades cubanas se tiran por todo lo alto: ballet coreografiado con la histórica partida #14 de 1921, entre Lasker y Capablanca, que diera el trono mundial del ajedrez a este último. Se instala un tablero de ajedrez lumínico gigantesco cubriendo la fachada del hotel Habana Libre, visible desde la Universidad de La Habana, o por 23 hasta F. El periódico Granma anuncia en su primera plana: “Nuestro país es un tablero gigante”.  


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Che Guevara jugando ajedrez. 


Tom Elber Williams vive en el primer piso de un edificio en la calle Galiano acompañado por tres terrier empercudidos y llenos de pulgas. Alias “el jamaiquino”, Williams radica en Cuba desde finales de los años 40, a donde llegó como intérprete turístico para terminar ligándose a una blanca peluquera criollísima —fanática a los terrier—, con quien compartió cama hasta que se fue del país vía Camarioca. Historias que él cuenta amargado, masticando tabaco, escupiéndolo en el piso de la sala, ya lleno de manchas de esputo carmelitosas y espumosas. Tom era un socialista de los viejos y aventajado aficionado del juego-ciencia. La prueba está en los muchos libros de estrategia ajedrecística en su colección. 

Casi todas las tardes, después de las clases en el conservatorio, Saturnino —miope, flaco y desgarbado— baja los dos pisos que lo llevan al apartamento #24. Williams lo recibe con café frío; juegan varias partidas. El jamaiquino es buen conversador y Saturnino disfruta mucho su compañía. Un día Williams confiesa sin ton ni son: “Sabía usted [se trataban de usted] que Marx era ajedrecista?”. Y añadió: “Su apertura favorita era el gambito de rey”. Saturnino curioseaba la colección de libros de ajedrez en inglés de Williams. En particular uno de portada roja, titulado The Art of Sacrifice in Chess, que Williams consultaba mucho. Saturnino se dio a la tarea de traducir el texto con el diccionario inglés/español de Williams. 

Desde el comienzo de la olimpiada, casi todos los días, los dos amigos dan una vuelta por el Salón de los Embajadores del hotel Habana Libre, lleno de mesas diseñadas para la ocasión, con tableros de mármol y juegos tipo Staunton, traídos de Inglaterra. Saturnino se deleita con el olor característico a ron, café y tabaco, bocadito de jamón y queso y batido de chocolate. Ambiente tricontinental, compartido por la prensa, segurosos y fanáticos. 


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Vladimir Lenin jugando con Máximo Gorki en la Riviera.


Noticia: ¡Rogelio Ortega le gana una partida al belga Josef Boey y el equipo Cuba pasa al grupo A! La felicidad puede ser dura —duró poco—. Cuba termina en el último lugar y, con todo y eso, el periódico Juventud Rebelde lo califica de “hazaña”. Hablando de noticias, Williams comparte un chisme con Saturnino: en una bronca alguien le había partido la cabeza a Mijaíl Tal con una botella —el excampeón del mundo apareció al final de la olimpiada con la testa vendada—. 

Una tarde, Williams le presenta al conocido ajedrecista cubano, Eleazar Jiménez, a Saturnino. Resulta que Williams había ganado a Jiménez en una simultánea, lo que inició una amistad. El jamaiquino era asiduo de la carrera de Jiménez y tenía anotada sus mejores partidas.      

Williams —cigarrillo en mano— seguía con interés las partidas de Larsen y Korchnoi, mientras el imberbe Saturnino se perdía en cerebrismos paralelos pequeño-burgueses. (La canción Amor azul, por Vicentico Valdés, hacía eco en el gran vestíbulo del hotel). 

Casualmente, frente al Habana Libre, vive el doctor Humberto Castellón, dentista y viejo amigo de la familia. Una noche de brisa, después de un café, Saturnino sale al balcón de la consulta que da a la calle L y se pierde absorto en los colores del enorme tablero de ajedrez lumínico, instalado en la fachada del hotel. 

A Williams se le presentará una complicación renal antes que termine la olimpiada y será ingresado en el Calixto García. Saturnino quedará al cuidado de los tres perros pulgosos. Apenas podrá con la tarea encomendada. La casa será sitiada por un cordón de pulgas de La Habana. El olor a ácido úrico se hará insoportable. Si algo allí le traerá gratos recuerdos será el juego de ajedrez de Williams: el elegante tablero, tipo Staunton, las fichas torneadas al estilo neoclásico y cada pieza con la base forrada en felpilla verde. 


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Vladímir Lenin, Máximo Gorki y Nadezhda Krúpskaia’, dibujo de Piotr Vasílyev (1943).


Williams llegará muy mal del hospital. Flaco, enjuto y barbudo, apenas se entenderá lo que dice. Los espejuelos del viejo tienen un solo lente empañado. En camiseta, con los pantalones manchados de orine, se despedirá de Saturnino: “Llévese mis libros de ajedrez. Gracias, Tom”. 

Esa tarde el joven se marcha sombrío. Al día siguiente, llegando de la escuela, hallará el tumulto de vecinos en el segundo piso. Se llevan a su amigo en camilla. Magda, la presidenta del Comité, anuncia el suceso con cara de sepelio cederista: “El jamaiquino guindó el piojo”.Con el tiempo, Saturnino se dará a la tarea de terminar la traducción del libro rojo. El texto le revelará una verdad que el viejo ajedrecista jamás declaró: donde hay dos maneras de enfrentar el juego, Williams cultivó la ofensiva —el arte del sacrificio—. Sacrificas piezas en pos de futura ventaja estratégica; Marx era este tipo de jugador. Williams era un ajedrecista romántico. 


© Imagen de portada: Los grandes maestros de ajedrez Bobby Fisher y Boris Spaski, en La Habana, 1966.




Eduardo Chibás

La maldita pesadilla de Cuba

Alfredo Triff

¿Por la patria? Todo, casi todo. Entre la espada y la pared no hay acomodo.