El 27N sucedió una impugnación real a la narrativa del poder en Cuba, si así entendemos esta reunión verdaderamente orgánica de personas que no respondían al simulacro con que ese mismo poder homogeniza las contradicciones que provoca en su propia verticalidad.
Las políticas culturales de la Revolución cubana han sido sujetas históricamente por las directrices “de arriba”; así quedó evidenciado en la endeble respuesta y el poco margen de maniobrabilidad para ejercer un diálogo inclusivo por parte de las autoridades culturales. Con los argumentos de siempre, se desechó la posibilidad de escuchar a todos los participantes, que no tenían otro afán que luchar en el terreno de las ideas, y a quienes se les ha respondido con el descrédito.
Con la desaparición física de Fidel Castro, el régimen ha perdido su principal legitimación simbólica y, por tanto, su hegemonía de la memoria histórica se adelgaza y pierde credibilidad ante “los nuevos” representantes del discurso político, que parecen ahogarse en la incapacidad de promover lo que siempre fue una garantía del régimen: el consenso colectivo.
La legalidad constitucional en Cuba está diseñada para interpelar cualquier disidencia del ciudadano ante el Estado, o lo que es lo mismo: el Partido-centinela (expresión creada por Mussolini). Sumémosle a esto una historiografía paralela que identifica al discurso revolucionario como el único capaz de encarnar los ideales de la nación, como si reformistas y anexionistas no hubieran sido cubanos y tuvieran que ser expulsados del parnaso de la nacionalidad (tendríamos que borrar nombres como los de José Antonio Saco o Cirilo Villaverde). En un paréntesis tan reductor y amnésico es muy difícil, por no decir imposible, entablar un diálogo.
En los sistemas autoritarios, el ámbito de la cultura siempre ha sido un espacio conflictivo y por ende reprimido, casi siempre, mediante el destierro, la cárcel o el terror.
No voy a ponerme a historiar cómo la revolución bolchevique devino dictadura unipersonal que llevó a Maiakovski a suicidarse en 1930, ni los vergonzosos procesos de Moscú, ni las represalias contra escritores chinos durante la revolución cultural de Mao, ni mucho menos voy a explicar el caso Padilla. Lo cierto es que el intelectual o artista que no decide bailar el mambo de la genuflexión siempre se ubica en una zona antagónica al poder. Es por eso que no es casual, pero sí sintomático, que el suceso del reciente 27 de noviembre no haya ocurrido en otro lugar que no fuera, precisamente, el Ministerio de Cultura.
El franco desgaste de la retórica populista cubana, más las abusivas medidas económicas para repuntar una economía pulverizada, conducen a un estado de impaciencia. El desgano y la incertidumbre se respiran más que nunca en las calles. No creo que sea posible seguir llamando a una espera estoica apuntalada por consignas, y es ahí donde el 27N emerge como un símbolo importante, no porque haya sido un “grupito de caprichosos”, ni de “mercenarios”, sino porque ese grupo heterogéneo, mayoritariamente joven, es la expresión más literal de un país agotado, un país que ya no soporta que sus instituciones sean barricadas estatales y no canales de verdadera comunicación.
Ver a la maquinaria propagandística estatal desacreditando a un grupo de personas sin darles el derecho a réplica, utilizando para ello la misma jerga de hace sesenta años, avergüenza y habla de la degradación profesional de los medios periodísticos oficiales en Cuba: el asesinato de la reputación es la respuesta más “inteligente” que pueden ofrecer.
Nada nuevo bajo el sol. Podemos hablar también del político Carlos Márquez Sterling, demonizado por la historiografía oficialista como “títere de Batista”, o del caso del empresario Amadeo Barletta, calificado en las páginas del periódico Granma como “representante en Cuba de los negocios de la pandilla yanqui Cosa Nostra”, o de la manipulación de la biografía en Wikipedia del periodista Carlos Alberto Montaner, a quien se le presenta como “un terrorista al servicio de la CIA”.
En síntesis apretada: asistimos a una burbuja de vacío que no puede ser insuflada por ninguna utopía, ni por ningún líder, porque procede del cansancio y la frustración. Si, como observa Edward W. Said, es necesario “hablarle claro al poder”, el 27N habló claro, aunque esa voz se pierda entre los alaridos institucionales y el burocratismo etimológico de la razón de Estado.
Quién sabe si esa voz despierte al eco de la historia que habita en las buenas conciencias, donde el miedo no tiene cabida.
San Isidro está en movimiento
La avalancha ha comenzado: nada la detiene, es una cuestión de tiempo. Ellos lo saben, y también saben que no hay reunión con flemáticos viceministros ni con mediadores. San Isidro está en movimiento, y ha enfrentado el cinismo de un sistema totalitario que aspira a la eternidad en cuerpo y alma.