¡Mal va un pueblo de gente oficinista!
José Martí: “La futura esclavitud”.
“[…] como los funcionarios son seres humanos, y por tanto abusadores, soberbios y ambiciosos, […] este sistema de distribución oficial del trabajo común llegaría a sufrir en poco tiempo de los quebrantos, violencias, hurtos y tergiversaciones que el espíritu de individualidad, la autoridad y osadía del genio, y las astucias del vicio originan pronta y fatalmente en toda organización humana. «De mala humanidad —dice Spencer— no pueden hacerse buenas instituciones»”. Así reza uno de los textos más malditos y por ende más popularmente underground de José Martí: “La futura esclavitud”. Recuerdo haberlo leído en la adolescencia, hirviente de adrenalina por estar cometiendo uno de los primeros pecadillos secretos contra el establishment. ¡Martí escribiendo contra el Socialismo!, se susurraba al respecto.
Mas, pasado el entusiasmo inicial, un primer repaso indicaba que se trataba más bien de Martí dialogando críticamente con el positivista inglés Herbert Spencer y sus virulentas advertencias sobre el Socialismo. Ahora, luego de apostillarlo severamente, el intelectual cubano sí parece coincidir con una consecuencia específica del entonces emergente sistema: el empoderamiento de una “casta” de sujetos que “ligados por la necesidad de mantenerse en una ocupación privilegiada y pingüe”, adquiriría “la influencia enorme que naturalmente viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio”, en un contexto de hegemonía estatal de las “necesidades públicas”. “El funcionarismo autocrático abusará de la plebe cansada y trabajadora”, termina sentenciando.
En 1966, el estado agónico y enloquecido que detenta el proletario Juanchín (Salvador Wood) hacia las postrimerías de la cinta cubana La muerte de un burócrata, de Tomás Gutiérrez Alea, parece suscribir línea por línea las aseveraciones spencerianas y martianas. Aproximadamente un lustro después de la declaración del Socialismo como rumbo político de nuestro país, ya un cineasta como Titón desarrollaba un maduro y agrio análisis sobre la proliferación incontrolada de una “casta de funcionarios” esparcidos por todo el territorio nacional, como engranajes de la maquinaria administrativa absoluta del Estado.
En medio del hervor y el agitado entusiasmo de la Cuba sesentera, el director de Historias de la Revolución se deslinda de la rememoración apologética de las gestas civiles recientes o de la crítica al régimen derrocado en 1959, y decide diseccionar su presente. Un año antes, la fundación del Partido Comunista de Cuba había llevado a la fusión monolítica de todas las organizaciones revolucionarias, todos los periódicos habían adquirido el estatus de órganos oficiales de este partido, y las UMAP nutrían sus albergues de “inadaptados sociales”: religiosos, homosexuales y delincuentes. Sobra abundar más sobre las particularidades de este contexto.
Consecuente con el rol adjudicado al “intelectual revolucionario” de construir la nueva sociedad desde una actitud crítica, que rectificara acertadamente posibles deslices en el camino hacia el Socialismo, y, sobre todo —creo—, por su personal espíritu inquisitivo, Titón considera más útil diseccionar su presente, que dedicarse al vehemente y lato agitprop de muchos de sus colegas.
En sintonía con su película previa, Las doce sillas (1962), escoge la comedia negra, absurda, satírica, de equívocos, y con inefables secuencias de homenaje al slapstick de Mack Sennett —incluidos sus inmortales Keystone Kops—, para desmembrar a gusto las ya arbóreas problemáticas que la casta burocrática generaba, y todavía genera, en todas las esferas institucionalizadas del país. Aparejado a esto, se denuncia la alienación del discurso político de ardiente libelismo en consignas vacías, enlatadas en una propaganda gráfica producida con serialidad fordista. El símbolo sustituye aquí a la mercancía, pero remonta un sendero inverso al producto capitalista, endiosado como clave vital del éxito y la realización personal: el símbolo se aliena, se despoja de toda connotación, de toda sacralidad. La máquina del fallecido tío Paco de Juanchín escupe réplicas huecas de Martí que bajo el peso de la nada sepultan al Apóstol.
Desde esta fundacional obra, la figura del burócrata se entroniza —o recupera un espacio legado por el decimonónico Mi tío el empleado, de Ramón Meza— en las pantallas cubanas como uno de los iconos costumbristas más famosos y apelados del cine nacional de la segunda mitad del siglo XX. Un fantoche que (no poco convenientemente) ha atraído sobre sí casi todos los ataques y disecciones de los realizadores “críticos”, que casi nunca lo han asumido como efecto de causas más complejas y profundas, sino como el parásito sistémico a identificar y eliminar.
Así, La muerte… ha resultado una de las cintas más influyentes en la fílmica cubana, pues, además de consolidar al burócrata como personaje y concepto, motivó quizás que la comedia se entronase en el cine generado desde el ICAIC, como principal (y permitido) método para emprender la crítica de diversas aristas de la realidad, siempre pendulando en un espectro reformista-costumbrista. Cineastas un tanto posteriores a Titón como Juan Carlos Tabío, Daniel Díaz Torres, Enrique Colina y Gerardo Chijona, durante los setenta y sobre todo en los ochenta y noventa, se adscribieron casi a ultranza a esta perspectiva, con las correspondientes variaciones epocales. Con el Séptimo Arte, se continuó en Cuba la tradición establecida desde épocas anteriores por el sainete independentista del Teatro Villanueva, zonas del bufo del Alhambra, las caricaturas de Torriente en La política cómica, el Bobo y el Loco: la humorada como regulada zona de tolerancia del criterio disensor, catarsis colectiva, descompresión social, y discreta resiliencia popular a las adversidades mediante el exorcismo que implica caricaturizar, parodiar, satirizar —para soportar— algo temible por inmenso e inevitable.
Tabío ha sido quizás el realizador cubano que más ha criticado al burocratismo y empleado al burócrata como personaje antagónico en sus obras de ficción post-Quinquenio Gris. Sin sustraerse al referido mainstream formal(ista), su primera incursión en el largometraje: Se permuta (1983), además de entregar una de las interpretaciones más atípicas y memorables de Rosa Fornés, resulta sobre todo una alegoría socialista, casi fábula, de la búsqueda egoísta de la felicidad material e individual. Pues en el filme la acción de permutar deviene símbolo de tal actitud “herética” en medio de una sociedad enfocada a lo colectivo.
Urde el director una suerte de marcusiano abordaje del conflicto generacional-epocal cubano, representando los jóvenes (Isabel Santos y un lozano Mario Balmaseda) ese Hombre Nuevo que encontraba la felicidad en construir el proyecto socialista, cuyas imprecisiones (encarnadas en los personajes de la Fornés y Guillermito, el burócrata “vivebien”), podían ser rectificadas y relegadas a un pasado que iba feneciendo, sin afectarse el cuadro general.
Sin abandonar el tono jocoso, ya con maduros aires de acre sátira, Plaff o Demasiado miedo a la vida (1988) dialoga más orgánicamente con La muerte… El burócrata deja de ser un personaje individual, algo casuístico, para convertirse de nuevo en un fenómeno, un factor ubicuo, una fuerza social. El Contreras, pluralmente interpretado por Jorge Cao, viene a equipararse con los “hombres de negro” que Titón riega en sus kafkianas y laberínticas oficinas. Tabío se explaya a voluntad en un ingenioso rejuego perceptual que enfatiza (casi a la manera de la teoría de la conspiración) frecuentemente la condición de constructo fílmico de Plaff…, su carácter de puesta en escena, de artificio creativo, de microcosmos a merced de una voluntad manipuladora, abstracta, poderosa.
La cinta es pura urdimbre tras la cual operan misteriosas fuerzas, mitificado el director en un estatus de demiurgo-trickster que no deja de manipular, embromar y someter a voluntad a sus personajes. La aparición de Contreras (las sempiternas fuerzas conservadoras que sabotean las iniciativas progresistas) como director de la película: Juan Carlos Contreras, en el plano de ruptura donde, bajo el pretexto de una escena ausente, no filmada por la premura triunfalista del rodaje en saludo al ficticio Día del Cineasta, alerta (¡y hasta alarma) acerca de la verdadera naturaleza no progresista del poder tras las cámaras, y tras la realidad que estas presentan a los públicos. Contreras es omnipresente multiplicación de las fuerzas conservadoras: el anónimo “presionador” que desata el caos en la novela Presiones y diamantes, de Virgilio Piñera.
Ya en la hervorosa década de los noventa, el burócrata de Tabío experimenta una curiosa transfiguración en la imprescindible —y algo infravalorada— El elefante y la bicicleta (1994). Concebido de una manera más sutil, aquí se transfigura en el señor Prudencio, asumido por Adolfo Llauradó ya no como un ser tremebundo, un agente del mal o el mal mismo, sino como una figura llanamente conservadora y hasta cierto y sospechoso punto: orwellianamente anarquista.
Prudencio pervive aferrado a un esquema invariable, al margen (¿marginado?) de los cambios que se operan en el relato, pero es omnipresente hasta el mismo final, como discreto, pero finalmente palmario memento de las fuerzas atávicas que nunca varían, colaterales y más sólidas que la utopía gestada en la imaginaria isla de La Fe. Prudencio siempre ve igual la película que para todos muta, percibida por el resto de los vecinos en plena y efervescente metamorfosis, como guía férrea hacia un futuro luminoso. Este dinamismo termina carenando en las costas del estatismo donde espera Prudencio, donde espera el conservadurismo como meta definitiva de todo proceso.
Tras estas cumbres representacionales y simbólicas, el burócrata de Tabío retorna a roles más secundarios y caricaturescos. En Guantamera (1995), el funcionario de funerarias interpretado por Carlos Cruz es un dinosaurio al que se le provoca una muerte simbólica como signo de una época pretérita. Aunque el farsesco Cristóbal (Jorge Alí) de Lista de espera (2000) aún tiene algo que significar dentro de esta nueva metáfora de la construcción de la utopía —ya reducida a un mero sueño colectivo, una bella alucinación de náufragos sin rumbo. Empeñado en revertir todas las “violaciones a las orientaciones” que suceden en la soñada e insular terminal, Cristóbal, como Prudencio, también avanza paralelo a las transformaciones emprendidas. Cuando finalmente se disuelve la ilusión colectiva, retorna con un puñado de homólogos que reprenden al administrador Fernández (Noel García) por desobedecer los rígidos estamentos, garantes de que todo siga igual, siempre y todavía.
A inicios de los noventa, una nueva generación de realizadores, de cubanos, dialogaba y se apropiaba del burócrata desde una perspectiva mucho más anárquica, iconoclasta y surrealista que Tabío y sus obras. Los cortometrajes Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) (Juan Carlos Cremata, 1990) y Talco para lo negro (Arturo Sotto, 1992), respectivas tesis de graduación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV) de sus creadores, articulan una suerte de díptico discursivo y conceptual, en torno a esa figura retrógrada, enquistada, inerte. Pero asumido ya como suerte de antimateria residual segregada por las dinámicas sociopolíticas nacionales, convergentes en estas aciagas postrimerías del XX.
Cremata urde en blanco y negro un relato verdaderamente orgiástico y extrovertido, cuyo claro basamento referencial y epocal es La muerte… El futuro director de Nada (2001) dobla con creces la apuesta, y crea un vórtice grotesco donde saca a la luz todos los dobleces posibles que “el espíritu de individualidad, la autoridad y osadía del genio, y las astucias del vicio” puede revelar un burócrata como su González et al.
El mundo administrativo, atiborrado de oficinistas de negros trajes, negras gafas y secretarias vulgarmente sexis, todo muy camp, termina explotando en una bacanal, en una revelación simbólica de todo lo que subyace tras las aparentemente sobrias estructuras de dirección y organización. Es como si la quebradura final de Juanchín fructificara finalmente en sus causantes, cual vengativa justicia poética, y estos se rindieran a la vacuidad ridícula de sus rutinas.
Además de la comedia silente y Kafka, Cremata bebe también del agrio absurdo de Virgilio Piñera, de Norman McLaren —a quien dedica confesamente la obra—, y quizás referencia o coincide con su contemporáneo canadiense Guy Maddin, quien por estas épocas comenzaba a estructurar su singular estilo visual anclado en el cine silente.
El burócrata de Cremata, como máximo símbolo de la decadencia de una superestructura en pura crisis por agotamiento, deviene confirmación de las profecías malditas de Titón. Todo cae en pedazos a su alrededor, y él solo sigue royendo un poco más el tuétano nacional. Solo sabe hacer eso, como todo parásito que se respete. De ser el símbolo de un poder conservador entronizado y multiplicado en millares de anónimos agentes, ahora resulta heraldo de la erosión definitiva, del fin que viene ataviado de sinsentido. Solo queda el bromazo nihilista, la socarronería apocalíptica.
Talco…, además de concomitar con La muerte…, y con su inmediato precedente de Rinocerontes…, termina singularizándose de este segundo, dado que expande el diálogo con Titón hasta la infinita Memorias del subdesarrollo. En su entramado propio, igualmente partidario del absurdo y lo surreal —quizás los lenguajes más acordes con el contexto imperante entonces— termina suscitándose una brusca y decisiva reversión de roles entre protagonistas de las respectivas cintas. El Alexander (Luis Alberto García-padre) de Arturo Sotto, funcionario ejecutivo de X entidad oficial, sustituye al antológico burgués Sergio (Sergio Corrieri) de Memorias… en la descolocación e inadaptación respecto al “nuevo” orden de cosas que lo embarga. La crisis revolucionaria de los sesenta es a su vez sustituida por la crisis de paradigmas y de fe de los noventa.
No es que las diferencias contextuales sean excesivas entre 1968 y 1993 —ambos directores filman una Cuba rutinaria, trillada, autómata—, sino que la “casta” de Alexander remonta un callejón sin salidas posibles, donde la duda ya no puede ser más obliterada a fuerza de extrañamiento y desidia; acomodado como está (atrincherado en su extrañamiento) tras chistes “rojos” y banquetes opíparos con los camaradas del CAME, cuyos días también estaban contados.
Tales circunstancias delatan la “última cena” urdida a lo Viridiana (Luis Buñuel, 1961), donde la mendacidad explota en cada broma y cada risa, como acto de desesperada resistencia. Aquí ocurre otro diálogo orgánico con Gutiérrez Alea, a cuya cinta homónima de 1976 se equipara la atmósfera de doblez y farsa decadentistas. Aunque, en Talco…, el protagonista resulta víctima de las circunstancias que lo engendraron, ya congénitamente mutilado de la facultad de adaptación dialéctica a una mutación contextual —al fin y al cabo inevitable por más que se aspirara tozudamente a la perennidad.
Alexander no entiende, no comprende. No porque lo desee, sino porque es una criatura desechable, forjada a posta de mala hojalata, sin la pronta fecha de caducidad impresa en alguna parte. Presa del más básico instinto de supervivencia, este burócrata de Sotto intenta dilucidar qué yace más allá de los hilos; qué y quién lo puso en medio de tal desbarajuste. Pero es incapaz de evocar, de hilvanar conscientemente la historia gloriosa que lo llevó al instante diegético. Alexander solo consigue colisionar con la historia reciente. Las remembranzas parecen bombardearlo, asaetearlo como calambres, como capirotazos dados en la oscuridad por un contrincante desconocido y más temible.
El funcionario disfuncional está atrapado en un limbo enmarcado claramente entre dos épocas intensas e imperiosas, que se derrumban sobre él sin que apenas entienda qué rayos le sucede, atrapado entre tanto sonido y furia incomprensibles. Casi sobra mencionar su incapacidad para desarrollar aunque sea un pensamiento ontológico rudimentario, un amago de perspectiva trascendente. ¿Quién soy? ¿Qué sucede? ¿De dónde vengo? Son interrogantes muy lejanas, y en extremo ajenas a su natural acrítico, a su funcional alienación.
El triunfo de la realidad sobre el surrealismo (¿o será el entronamiento definitivo de este segundo?) a veces se confirma de manera tan definitiva como puede ser la cristalización de la profética imagen de la máquina de hacer bustos del occiso tío Paco con que inicia La muerte… Concebida por Gutiérrez Alea como lo más absurdo que su sardónica imaginería podía elucidar. Y el documental Héroe de culto (Ernesto Sánchez, 2015) la revela, no tan aparatosa, pero igualmente “mecánica” y eficiente en su tarea de anular al héroe a fuerza de tautológicas clonaciones plásticas.
El burócrata parece haber perdido fuerza simbólica, aunque se trasvista de “gerente” en producciones más recientes como Molinos de viento (Tabío, 2005) y Regreso a Ítaca (Laurent Cantet, 2014), interpretado por Jorge Perugorría en ambas ocasiones. Pero La muerte… sigue inmortalizándose a través de otros de sus signos, en este caso la referida máquina, a la larga un engendro monstruoso de la “casta” funcionarial.
Grande ironía entre las grandes es que precisamente quien emitió un apotegma tal como “la patria es ara, no pedestal”, sea constantemente representado sobre pedestales, demarcándose un distanciamiento obligatorio, un redil de rancia sacralidad. Un velo de extrañamiento y a larga de invisibilidad. Su cabeza decapitada, fosca y recluida en tantos y tantos rincones, como alguna vez describió su alma, se diluye en la prosaica rutina, donde la percepción descarta todo lo que no contribuye al objetivo coyuntural. Y se diluye literalmente, se descascara, erosiona, cuartea, raja, quiebra, y finalmente termina abandonando tras de sí un altar obscenamente abstracto, un pilar desnudo de sentidos que sostener o enaltecer.
No mucho más sentido tiene la efigie que reproduce frívolamente rasgos físicos, apenas correlacionables con ideas, actitudes, aptitudes, principios, preclaridad. La piedra, el hormigón y el yeso baratos han dado paso al ligero plástico, vacuo hasta la más insoportable levedad de los bustos de José Martí que Sánchez muestra y sobre los que ensaya. Vacío y reiteración, omnipresencia hueca de pompas jabonosas, delatan los planos iniciales donde decenas de cajas con tales bustos son aglomeradas en transportes hasta destinos urbanos o rurales inciertos, aunque el final común será la indiferencia, el olvido y la disolución.
El realizador aborda la historia de los homenajes y mementos oficiales realizados a José Martí en La Habana, desde inicios del siglo XX hasta el presente, de cariz urbanístico y monumentario. Sucesos históricos que repercuten en un presente aun no historiado —solo parecen merecerlo las cosas muertas—, pero claramente registrado y yuxtapuesto mediante un montaje paralelo que alterna dos líneas narrativas. Una primera desarrolla la progresión “respetuosamente” cronológica de acontecimientos; una segunda registra más minimal y naturalistamente el proceso rudimentariamente fordista de reproducción de bustos plásticos, desde una narrativa en reversa que revela las diferentes etapas de elaboración. El autor arriba, de manera inductiva, al génesis de tal rutina.
La indiferencia de los operarios que componen los bustos contrasta con la tercera línea argumental imbricada: el enjambre de bustos de Martí que pueblan la ciudad, incorporados a los contextos diversos como una grieta más del suelo o la pared ante la indiferencia colectiva de los cubanos que siguen sus rutinas de supervivencia sin reparar en ellos. Un tanto igual para los bustos impresos en billetes y monedas de ínfimo valor.
A través de este “registro” inofensivo que corrobora alucinantemente las más dolorosas profecías de Titón, se revela un proceso de disolución de las ideas en la forma, que conlleva al holocausto del pensamiento orgánico en el “ara” del formalismo. Y como a su vez esta “mera formalidad” que resulta la replicación ad infinitum de efigies ligeramente martianas, va reformulándose semióticamente.
Termina delatando con sus rígidas piedras y sus hueras burbujas de plástico, la dogmatización y posterior evaporación —a fuerza de reiteración y descontextualización— de las ideas propugnadas por Martí. Es más fácil esculpir o garabatear una cara que asumir principios y modos, aunque el gran pretexto sea “recordar”, “tener (omni)presente” al Héroe Nacional con este culto idolátrico apenas vivo. Advertido observador de su contexto y razonador dialogante con sus precedentes ilustres, Sánchez polemiza dolorosamente sobre el héroe y su sistema (oficial) homologado de representación en serie, que ha caído en una suerte de coma semiótico. Y hasta en la total invisibilización de lo que se supone sea un recordatorio, un epicentro de adoración y respeto.