Aspirando a la normalidad



A veces, cuando estoy en casa, siento que lo que me rodea es tan maleable que, cuando salga, el escenario puede haber sido cambiado mientras dormía. 

Más rápido de lo que mutan las estaciones o incluso que el lapso en que se construye un rascacielos, o una ciudad entera, todo será distinto y caminaré por senderos inéditos descubriendo un quiosco, un parque nuevo, un conjunto de casas desconocidas. Un complejo de tiendas con vidrieras luminosas e impolutas.

Un mundo emergente, recién estrenado, aún con el olor de la pintura fresca.

Nadie se asombra, porque la miseria se olvida en cuanto se deja atrás. 

Algún día se hablará de la “Cuba comunista” como se habla ahora de la RDA o de Checoslovaquia, con la tranquilidad de las cosas desplazadas, que ya no pueden hacer ningún daño.

Entretanto, la realidad parece tan sólida, dura, inalterable. Se resiste a cualquier cambio que no sea la decadencia. 

En mi closet, donde casi toda la ropa es donada por amigas o familiares que pasan a mejor vida (fuera de Cuba), tengo una bolsa de nailon con prendas que me trajo de Miami una amiga. 



A veces, la abro y aspiro el aroma indescriptible del Primer Mundo. Si se pudiera esparcir en el aire… Como un polvo mágico, capaz de transformar las cosas (sólidas), sin escándalos ni sublevaciones violentas. Sin sufrimiento.

Aquí adentro puedo abrigar la sensación de que todo es seguro y no obedece a ninguna ley arbitraria, a ninguna injusticia. Puedo llegar a creer que existe incluso una normalidad allá afuera. Que puedo salir a aquellas concurridas tertulias en la Torre de Letras, entre escritores, cineastas, artistas visuales, compartiendo exaltados su visión individual de la existencia. Que no ha ocurrido aún “la desbandada”.

Que existe el grupo Omni Zona Franca y aquella fiesta cada vez más expandida de Poesía Sin Fin. Alamar, un reparto fantasma a siete kilómetros del túnel de la Bahía (a siete kilómetros del centro de La Habana), se revelaba un hervidero de creatividad. Un espacio de vibrante confluencia. 

El arte unía a la gente más disímil. Un policía pedía un micrófono para leer un poema. Un pintor redimensionaba el suelo de un parque y los niños jugaban, interactuaban con líneas de vinil blanco que hacían ondular el pavimento.

Un grupo de vecinos salía a impedir que borraran un grafiti pintado en una parada de ómnibus, desafiando a las brigadas del deber (de la censura), que tiene terror a la libertad.

Desde mi balcón, percibo todavía cierta integralidad en el paisaje. Más o menos, están los mismos árboles. Los mismos edificios alineados frente al mar. Y la gente que sueña, ama, espera. Aunque sea un milagro caído del cielo.

Podría llegar a creer que es una ciudad inofensiva, donde la mayoría duerme, come, trabaja y se distrae con los más inocentes pasatiempos. Y si intentan olvidar con la inconsciencia, la mentira, el sexo, el alcohol, “el químico”, las telenovelas…, lo que sea, la férrea imposibilidad de progresar, ¿quién puede culparlos? 



¿Y si fingen? ¿Si traicionan? ¿Y si escapan en una estampida demencial?

Y es cuando me percato de las casas vacías, las puertas y ventanas cerradas, corroídas por el viento y el salitre. Los muebles allá adentro, acumulando polvo. El óxido trepando por las tuberías. Otros apartamentos fueron vendidos al mejor postor, con todas sus historias, cuadros, escaparates, gavetas sin vaciar del todo, donde encuentras hasta un álbum de fotos familiares.

Cierro la bolsa de nailon con la ropa donada, con el olor a “afuera”, y acepto que seguirá guardada porque no hay eventos a los que acudir: ni tertulias, ni festivales, ni espacios de opinión donde se pueda, por ejemplo, como en el Instituto Hannah Arendt, debatir qué se debería hacer con las estatuas, una vez que el sistema se desplome (con estruendo o en silencio, qué importa), como se desplomó en la RDA.

Me visto para salir y cumplir con un ritual de supervivencia básica que cada vez resulta más asfixiante. Y acepto que por ahora enfrentaré los mismos caminos. Sin nuevos parques, sin el ruido y la velocidad de las autopistas, sin ese olor indefinible que representa el futuro, la vida. Sin tiendas o almacenes que me asombren en su rutilante prosperidad, golpeándome, sacudiéndome, con oleadas de optimismo.

Y, sin embargo, ese país ¡está tan cerca! Lo veo por fracciones de segundos, lo siento tan real y tangible que se me olvida este presente de desesperanza inducida, de obligada decadencia.Entonces decido regirme por las señales del otro mundo y transitar esta parte (la peor parte) con mis sentidos aguzados por la experiencia de que todo, absolutamente todo, nace, crece, y se extingue.





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Lecturas Jennifer Aniston

Por Jorge Enrique Lage

Suena un poco turbio, y hasta recreativo, pero son experimentos controlados. Nada de qué preocuparse.