Hace muchísimos años que dejé atrás al compañero que me atendió. Lo vi una última vez en una terminal de ómnibus, cinco años después de que me interrogara en su despacho subterráneo de la Seguridad del Estado, y creo que le dije entonces que me iba de Cuba. Me felicitó, y apretó el paso, encaminándose a la puerta de salida. Era un guajiro rubicundo, de ojos claros, típico paisano de mi región, lo que en Estados Unidos se llama un redneck.
Lo contemplé de lejos: avanzaba con andar torpe, iba cerrado de verde en el sofocante verano cienfueguero. Era joven, afable y fumaba Vegueros. Varias veces, durante los interrogatorios, me ofreció uno, quizás con la esperanza de estimular mi confesión. Yo no tenía nada que confesar, pero su trabajo exigía que me extrajera un secreto. Se lo repetí hasta la náusea: nada que confesar. Estábamos, ambos, atrapados en una ratonera con aire frío, su despacho en los sótanos del G-2.
Éramos iguales. Mi padre, el militante, había luchado —sin saberlo, desgraciadamente— por este igualitarismo. ¡Menuda sorpresa! Ahora estábamos todos presos: mi padre, él y yo. Fumábamos Vegueros. Yo llevaba un overol amarillo, y el compañero que me atendía, igual que mi padre, un uniforme verdeolivo profusamente almidonado. Mucho después de que yo saliera de sus sótanos y continuara mi rumbo por cárceles y vivaques, él tendría que regresar a su celda, cada día.
Transcurrieron cinco años.
Ahora nos tropezábamos otra vez: el compañero corría a alcanzar el ómnibus de Santa Clara, que lo llevaría (quedó sobreentendido) a la carretera de Camajuaní, donde estaba la sede del G-2; yo, de vuelta a mi casa luego de una semana de trámites migratorios en la capital, a punto de largarme del país.
No recuerdo su nombre. No creo que fuera mala gente. Sé que nunca sentí odio por él. Le conté lo de mi salida para joderlo. ¡Para que viera las vueltas que…!
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Según he envejecido, así ha avejentado el compañero que me atiende. Me siguió dondequiera que fui. Viaja conmigo siempre. El profe que está sentado del otro lado de una mesa del comedor de una universidad americana, sonríe. Tiene la misma expresión inquisitiva.
Hela aquí, otra vez, la certeza inconmovible, la convicción cuasireligiosa. Su ropa cuenta la consabida historia de falsa modestia, de recato militante (¿no es cualquier uniforme la expresión de la entrega a la causa de moda?), también una historia de rebajas, no comerciales, sino espirituales, el deseo de ser menos, de creerse menos —y hacérselo creer a los otros.
Tenía que estar en lo cierto, pues, durante generaciones, las de sus antepasados rusos arribados a Ellis Island con un atado de ropa y una copia del Manifiesto, la lucha de clases, el destino del pueblo, la conciencia del proletariado habían sido las constantes de su medio. Sindicalistas, estajanovistas, humanistas, filántropos, progresistas, fundadores de gremios, de cátedras, de uniones obreras. Orgullosos de su misión, de su tarea.
Estaba enfrentado a mi enemigo, y era un hombre bueno.
Me quedé callado. Resultaba peligroso debatirlo, podía denunciarme, embarrar mi imagen en este college donde yo había venido a pasar una temporada. Por aquel entonces, no comprendía la existencia de un personaje como él, atrincherado en el sistema de permanencia docente, encuevado en su despacho, esas mazmorras para alimañas de biblioteca.
¿Quién era yo? Un simple obrero, un cargador de cajas en los almacenes del este de Hialeah, un empleado de quincalla en el Miami de los 80, un operario de montacargas, jornalero en las maquiladoras de Vernon, un empalmador de cabillas en el bachiplán de Ariza, un hombre de acción venido al mundo en el crepúsculo del socialismo. Uno que creía estar de vuelta de todo.
“¡Yo soy el materialismo histórico encarnado, so imbécil! —quería gritarle—. ¡Atrévete a tocarme, y tus argumentos se desvanecerán en el aire!”.
Había un método en su ignorancia, pero mi iluminación era contrasistemática. Personas como él, no muy distintas a él, salidas de las cloacas, de los oscuros rincones de la ciudad, de aulas, cenáculos, bufetes colectivos y rectorías, eran los responsables de la desgracia que le había caído a mi país. Del gran derrumbe. En cuanto a mí: era el porvenir. Podía mirarlo a él, a toda su calaña, en una bola de cristal. Sabía lo que venía. Pero mis razones sonaban cada vez más a metafísica barata.
Veo que no me cree, y prosigo. Alguien como él, algún día, en ese porvenir luminoso, vendría por él. Se ríe de mis metáforas. ¿Qué puedo saber yo de este país, de sus tradiciones, de su política? ¡Esas cosas no pueden suceder aquí! No me atrevo a anunciarle que toda su dedicación, todo su esfuerzo, no estaban encaminados al triunfo, ni siquiera al más enclenque mejoramiento humano, sino al desastre, la ruina y la decepción. ¡Yo era un experto en victorias!
Y aunque no lo supiera aún, sus padres, sus tíos, sus abuelos trotskistas, y la puñetera madre rusa que lo parió no habían sido más que oscurantistas, brujeros, retrógrados, reaccionarios. ¡Yo era la luz del mundo! Estaba entre ellos, entre los doctores, pero no me reconocían.
Sonaba como un iluminado, porque lo era.
Se me quedó mirando. Supe que nuestra charla sería reportada a las autoridades, al preboste, al oficial de corrección política. Ya lo dijo el hereje: “En cualquier sitio y época en que hagas o en que sufras la Historia, siempre estará acechándote…”.
No un poema peligroso, Heberto, no un poema cualquiera… ¡este poema! ¡Este idilio!
Todo está dicho ya, insisto, y el comedor se vuelve de pronto una mazmorra. El rostro del compañero que me atiende cambia, se retuerce, da muestras de fatiga o de espanto, como si hubiera descubierto de pronto quién era yo realmente. Unas llamitas se enroscan en mis piernas, lamen mis botas, un fuego fatuo, antiguo. Ha tardado siglos en apagarse, aunque quizás nunca…
Los inquisidores comenzaron por atenazar la lengua de Bruno y meterla en una jaula. En la expresión facial que tengo delante de mí, en el escándalo y la santa ira, veo desfilar los rostros antiguos del director Rolando Cuartero, de Marianela Ferriol, de la doctora Curbelo, de Oscar Álvarez, los compañeros que me atendieron y me denunciaron en 1974. Me mira con lástima mi rubicundo inquisidor. El olor de la leña es de Vegueros.
Llevaba entonces, en aquel día remoto de mi detención, un ingenuo tratado “Contra los CDR” oculto en la maleta, como mismo llevo hoy Against Method, de Paul Feyerabend, en la mochila. Ese Feyerabend que fuera oficial del Servicio de Trabajo del Tercer Reich y teniente del Frente Oriental, el que superó el nazismo y la Segunda Guerra, y fue a carenar, en tiempos de paz y amor, a la Universidad de California, en el sóviet de Berkeley.
El profesor se levanta de la mesa. Lo veo cruzar los salones del claustro (que quizás sea una terminal de guarandingas del futuro). Saco el libro y paso los ojos por las palabras de mi subrayado teniente:
“Es muy difícil, tal vez completamente imposible, combatir con argumentos los efectos del lavado de cerebro. Aun el más puritano racionalista se verá forzado, entonces, a dejar de razonar y a usar la propaganda y la coerción, no porque sus razones hayan dejado de ser válidas, sino porque las condiciones psicológicas que las hacen efectivas y aptas para influir en otros, han desaparecido. ¿Y cuál es el uso de un argumento que deja impávidos a los demás?”.
Lo leo para joder al compañero que no me entiende, que está ya fuera de mi alcance, pero no del alcance de un pensador germano condecorado con la Cruz de Hierro.
Como yo, con mi cruz de mierda.
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© Este texto forma parte del libro El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017).