Debo confesar que mis mayores agradecimientos los guardo siempre para los censores. Sin ese Ejército Secreto, ¿quiénes seríamos nosotros, los que aspirábamos y aspiramos a ser escritores? ¿Quién sino ellos se hubiera leído nuestras primeras obras, tan imperfectas, tan ilegibles? ¿Quién hubiera seguido con tanta atención todo lo que escribíamos? ¿Quién otro podría haberle dado ese aire de azarosa aventura al oficio de escribir?
En estos tiempos, cuando la literatura se vuelve cada vez menos popular, añoro a esos despiadados críticos que se veían obligados a leer nuestras obras, a esos lectores anónimos y mal pagados que debían revisar cuanto relato presentáramos en un taller o enviáramos a un concurso. Les debo buena parte de mi éxito, de mi perseverancia en la escritura.
Nací en una familia de escritores, más bien de escritoras. Mi abuela por parte de padre, Carmen Lovelle, escribió en 1961 una novela corta que se publicó en Lunes de Revolución. Se llamaba Diario de una mujer. Tuvo mucho éxito, y mi abuela se hizo famosa de la noche a la mañana, por lo menos en Oriente, donde vivía. Incluso le propusieron que escribiera guiones de radio para una emisora de La Habana. Pero ella no se atrevió a dejar aquel pequeño pueblo cerca de Palma Soriano, Palmarito de Cauto, donde vivía. Hubiera tenido que cambiar completamente su vida.
Siguió escribiendo, pero no eran relatos de su vida, sino cuentos costumbristas, sobre guajiros, a los cuales conocía más bien de lejos. Influenciada por Samuel Feijóo, hizo un libro entero de relatos costumbristas. Sus padres habían sido dueños de tierras y bodegas, nunca trabajaron la tierra; se hicieron pobres con el paso del tiempo, pero nunca cultivaron ni un huerto. Cuando llegó a terminar aquel libro, ya nadie se acordaba de su novela en Lunes de Revolución, y a nadie le interesaban los relatos sobre guajiros ocurrentes y graciosos.
Pienso que lo que le impedía escribir de la realidad a su alrededor era un sentimiento muy fuerte de autocensura. Cualquier cosa que describiera podía interpretarse como una queja, como una crítica, y mi abuela era una persona muy revolucionaria. La única crítica que se permitía contra el Gobierno era un chiste que solía repetir mucho, y que de niña yo no lograba entender. Carmen decía que las cosas en Cuba andan como andan porque antes (entiéndase antes de la Revolución) en Cuba gobernaban los blancos, y los negros les hacían caso. Ahora, según ella, gobiernan los negros, pero los blancos no les hacen caso.
Mi madre era rusa, y vivió más de 20 años en Cuba. Al volver a Rusia, a finales de 1992, estuvo unos diez años escribiendo un libro de memorias sobre su vida en la isla, que nunca llegó a terminar. Es por eso que mi padre decía, a veces con tristeza, a veces con enfado, que las mujeres de su familia eran escritoras, pero escritoras de un solo libro (yo misma había publicado en ese entonces un libro, Adolesciendo, a los 18 años, y luego durante más de 10 años no había vuelto a escribir nada en español).
Por cierto, en el mismo concurso literario donde obtuve el primer lugar en el género de prosa, mi abuela ganó una mención, así que competí con mi propia abuela sin saberlo, y para colmo, ¡le gané!
Como futura escritora había decidido ingresar en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, me parecía que lo más importante era escribir algo, sin importar el tema, y así irme perfeccionando poco a poco en el oficio. Pero muy pronto comprendí que aquello que nos enseñaban en la Universidad no tenía nada que ver con la literatura, con el periodismo ni con la vida en general.
Recuerdo que cuando estaba en el primer curso, el único primer curso que había en la Facultad de Periodismo, leí una entrevista en un periódico muy importante (nada menos que en el Granma) con un estudiante que supuestamente debería estudiar con nosotros (en el texto aparecían su nombre y apellidos). Era un estudiante inventado, que nunca había aparecido siquiera en nuestro grupo, el único grupo de primer año que existía en la Facultad. O sea, se trataba de una entrevista inventada, completamente falsa, publicada en el periódico más importante del país. Un buen comienzo para mis estudios, sin duda.
Mi primer matrimonio fue parte de aquel proceso de aprendizaje literario, la verdad, éramos más bien cómplices y amigos, pero nunca llegamos a formar una familia. Antes de conocer a Ricardo Arrieta, quien había ingresado ese mismo año en la misma alma mater para estudiar Física, nunca me había encontrado a ninguna persona que apreciara la literatura al mismo extremo que yo (por supuesto, salvo mis padres y mi abuela).
Pensábamos que solo podíamos aspirar a ser hippies, pues nunca lograríamos pasar de todo como lo hacían los hippies verdaderos.
Ricardo era miembro de dos talleres literarios, el de Playa, municipio donde vivíamos ambos, y el taller de Ciencia Ficción de El Vedado. Para ese entonces había escrito solo una obra de teatro al estilo griego, o sea, una especie de tragedia de Esquilo, con coros y personajes muy extraños que decían cosas incomprensibles. Era un texto ilegible, la verdad, pero precisamente la dificultad del estilo de Ricardo lo hacía, ante mis ojos, completamente genial. En ese entonces pensaba que era a mí a quien le faltaba cultura y background para comprender aquella obra.
Comenzamos a salir, y nos hicimos asiduos del taller de Playa, donde conocí a Raúl Aguiar, a Ronaldo Menéndez y a otros escritores más que luego se convertirían en nuestros amigos más cercanos. Comenzamos a reunirnos en mi casa, pues poco después Ricardo y yo nos casamos, ya que mi padre solo bajo esa condición aceptó que viviéramos juntos.
En esa época estábamos todos muy entusiasmados con una novela del escritor guatemalteco Arturo Arias, que había ganado años antes el premio Casa de las Américas. Se llamaba Itzam Na, y en ella aparecía un grupo de hippies que se autodenominaban “El Establo”. Decidimos llamar así a nuestro grupo, sobre todo porque Ricardo y yo considerábamos en aquel momento que ser hippie era la única forma posible de existir.
Pensábamos que solo podíamos aspirar a ser hippies, pues nunca lograríamos pasar de todo como lo hacían los hippies verdaderos. Por lo menos en mi caso, estaba claro que, por muy hippie que me considerara, estaba obligada a estudiar y a terminar la universidad. En caso contrario, tendría un problema muy grave con mis padres, que me mantenían.
Además de Itzam Na teníamos otras lecturas preferidas, entre ellas El maestro y Margarita, la novela de Mijaíl Bulgákov. Al inicio, en nuestras reuniones, lo que más hacíamos era intercambiar libros y comentar lo que habíamos leído durante la semana.
En una de las paredes de mi habitación estaba escrito a mano un poema de un poeta cubano caído en desgracia, Heberto Padilla. Su libro fue recogido poco después de ver la luz, y el poeta cayó preso más de un mes. Algún tiempo más tarde se vio obligado a emigrar a Estados Unidos. De alguna manera logramos encontrar un ejemplar de ese libro censurado, Fuera del juego.
Estábamos a un paso de convertirnos en disidentes, aunque, en realidad, éramos seguidores de las ideas comunistas y pensábamos que el problema del socialismo radicaba en que alguien había tergiversado las ideas de Marx, Engels y Lenin, y solo había que retomar el rumbo inicial, que nos parecía a todos completamente correcto.
Yo llegué un poco más allá en mi admiración por Padilla, al escribir su poema en la pared, a mano. Era un poema bastante provocativo, que se titulaba “Poética”. Las iniciales de ese poeta son HP, lo cual le daba a lo que adornaba mi pared un aire de doble sentido. Estaba dispuesta, por lo visto, al igual que el autor del poema, a que me cayeran a pedradas o me derribaran a patadas la puerta, y algo por el estilo no tardó mucho en ocurrir…
En nuestras reuniones debatíamos además ideas filosóficas, sobre todo de los autores que además estábamos obligados a leer en la Universidad, pues en cualquier carrera debíamos estudiar Filosofía Marxista-Leninista, y las ideas de otros pensadores cuyos libros pasaban por nuestras manos de vez en cuando.
Uno de los más activos miembros de nuestro taller, un estudiante de Física que, por cierto, no escribía nada, se dedicó a leer todas las obras de Lenin con el objetivo de demostrar que sus seguidores fueron los que tergiversaron sus ideas.
Un buen día, por pura casualidad, yo logré descubrir en la librería de libros viejos de Obispo Un día en la vida de Iván Denísovich. Ese libro nos sumergió en el más profundo desconcierto, pues esa imagen idealizada que teníamos de la Unión Soviética se desvaneció sin remedio.
Para mí, la época de mi “adoración” por Lenin ya había quedado en el pasado. De niña leí muchos libros en ruso sobre la infancia de “Ilich”, donde los autores describían en tonos edulcorados sus encuentros con campesinos, su participación en una fiesta de Año Nuevo con niños que fueron al Kremlin, cómo Lenin compartió un pan con alguien en la época de hambruna y cosas por el estilo.
Gracias a mi madre rusa yo estudiaba en la escuela soviética, y llevaba de pequeña un prendedor con un retrato de un Lenin de unos seis años en mi blusa escolar. Cuando más tarde, motivada por mi abuela Carmen, comencé a coleccionar sellos postales, una de mis colecciones estaba dedicada a Lenin. Sabía tanto de su vida que llegué a ganar, a la edad de 12 años, una olimpiada sobre Lenin que organizó la escuela soviética.
Me sentía muy orgullosa, pero descubrí con asombro que para mis padres ese premio no resultó un motivo de alegría, sino todo lo contrario. Me miraban asombrados, como tratando de descubrir de qué virus extraño me habían contagiado en el colegio ruso, que me obligaba a amar al creador del partido bolchevique.
Otra de las cosas que me llamó la atención era que mi padre, que además de dar clases de Psicología, también a veces impartía en la Escuela de Medicina los cursos de Comunismo Científico, solía burlarse de una manera bastante mordaz del líder bolchevique. Así, me contaba con frecuencia que, cuando Vladímir Ilich era pequeño, tenía la cabeza muy grande, y además era un poco torpe, a menudo se caía y siempre se daba golpes muy fuertes en la cabeza. Mi padre aseguraba que fue la hermana de Lenin, María Uliánova, la que contó eso en sus memorias. Se trataba de una imagen demasiado ridícula del autor ideológico de la Revolución de Octubre, y poco a poco perdí todo interés por Lenin.
Otro de los libros que cayó en manos de los miembros de El Establo se llamaba La espiral de la traición de Solzhenitsin, del checo Thomas Rezac, un texto muy desagradable y difícil de leer, pero que nos atraía precisamente por el nombre del escritor contra quien iba dirigido. Por algún extraño motivo, cuando leíamos La espiral de la traición…, que denigraba totalmente a Solzhenitsin, ese panfleto nos causaba a todos un efecto contrario, pues nos creaba un mayor deseo de leer la obra del propio escritor.
Un buen día, por pura casualidad, yo logré descubrir en la librería de libros viejos de Obispo Un día en la vida de Iván Denísovich, editada en la colección cubana Cocuyo en los años 60, novela con la que Solzhenitsin ganó el premio Stalin y se dio a conocer en la URSS. Ese libro nos sumergió en el más profundo desconcierto, pues esa imagen idealizada que teníamos de la Unión Soviética se desvaneció sin remedio, sobre todo para mí, que había tenido la posibilidad de visitar ese país en varias ocasiones junto con mi madre. ¿Cómo podían haber ocurrido semejantes injusticias en un país que imaginábamos ideal? Después de Iván Denísovich, resultaba un poco difícil seguir creyendo en los ideales comunistas o socialistas, pero el capitalismo nos seguía pareciendo el mayor mal del mundo.
Recuerdo que en una reunión de nuestro grupo en casa de los padres de una amiga llegué a decir que debía “morir una generación” para que en nuestro país cambiara algo. Cuando lo dije me refería, por supuesto, a que esa generación tenía que morir de muerte natural, o sea, que debían pasar no menos de 40 años, pero mis interlocutores comprendieron, por lo visto, que me proponía eliminar violentamente a toda una generación de cubanos para lograr esos cambios. Me imagino que en esa conclusión influyó mucho el hecho de que su padre hubiera participado en la “lucha contra bandidos” en el Escambray…
En realidad, yo me estaba refiriendo a la salida de los judíos de Egipto. Las lecturas constantes de El maestro y Margarita (libro que mi abuela Carmen se robó con anterioridad de la biblioteca de Palma Soriano) provocaron en mí un interés enorme por la figura de Jesucristo. La novela de Bulgákov era la única fuente de información sobre Cristo que estaba a mi alcance. Movida por la curiosidad, compré en un puesto de libros viejos una Biblia, y me dedicaba a desentrañar el Viejo Testamento, aunque mi paciencia alcanzara a veces solo para leer unas pocas páginas de un tirón. Como es sabido, los judíos estuvieron 40 años vagando por el desierto antes de entrar en la Tierra Prometida, porque antes debían morir los últimos judíos que vivieron en la esclavitud en Egipto.
Esa era mi idea, que solo cuando muriera esa generación que hizo la Revolución, que luchó en la Sierra Maestra o en el Escambray, podría haber un cambio en Cuba.
El padre de mi amiga y todos los representantes de la vieja generación que estaban presentes se escandalizaron, y esa noche quedó claro que resultaba inútil intentar explicarles nuestras preocupaciones.
Más o menos en esa época, Ricardo escribió un cuento con fuertes influencias hippies, un relato sobre un roquero que es detenido por la policía después de un concierto de rock y termina en un calabozo, donde, para colmo, le cortan el pelo. Se llamaba “La horma”.
No sería la única vez que el tema del rock nos causara serios problemas, pero renunciar a él nos parecía completamente imposible, era la base de nuestra ideología hippie.
El tema del pelo largo era otra de las cosas que nos preocupaba mucho, sobre todo a los chicos. Que un hombre llevara el pelo largo era señal, sobre todo para los policías, de que el susodicho pertenecía a una minoría sexual que estaba bastante mal vista en esa época. Por supuesto, una de nuestras películas preferidas, junto a The Wall, de Pink Floyd, era Hair, de Milos Forman.
Volviendo a “La horma”: discutimos el relato en nuestro taller, que ahora también se reunía en el Parque Lenin, y luego Ricardo decidió que era hora de dárselo a leer a sus compañeros de clase, que estudiaban junto con él en la facultad de Física. Le dio por un día el relato a un muchacho que consideraba muy amigo, y al día siguiente su compañero de clase le dijo que todavía no había tenido tiempo de leerse el texto, y que se lo devolvería después.
Así pasó casi una semana, al cabo de la cual resultó que el cuento ya lo había leído la jefa de la Juventud (organización comunista para jóvenes) de su curso, y otros personajes más, que decidieron que resultaba perentorio organizar una reunión y debatir ese relato y la actitud de Ricardo con todos sus compañeros. Los encargados de seguir de cerca todo lo que escribían los jóvenes no solo controlaban los talleres oficiales y todos los periódicos y revistas, también contaban con informantes voluntarios que enseguida les hacían llegar cuanto texto “problemático” caía en sus manos.
Por supuesto que, en la reunión, que fue a puerta cerrada, los compañeros de Ricardo aseguraron que todo eso que él había relatado era mentira, y que los amantes del rock en Cuba podían escucharlo sin ningún problema en sus propias casas.
No sería la única vez que el tema del rock nos causara serios problemas, pero renunciar a él nos parecía completamente imposible, era la base de nuestra ideología hippie.
Esta vez Ricardo tenía que ser expulsado de la Universidad, pero no por haber escrito el problemático cuento, sino por razones puramente disciplinarias, pues había faltado a más de seis horas lectivas durante un trimestre.
Por cierto, toda esa campaña contra su cuento no impidió que el mismo fuera publicado, pocos años después, en el libro Alguien se va lamiendo todo, que escribieron a dos manos Ricardo y Ronaldo, y que resultó merecedor del premio David de 1990.
Por suerte, mis padres lograron conseguirle un certificado médico psiquiátrico que afirmaba que mi marido estaba padeciendo una fuerte depresión y necesitaba un año sabático para restablecerse. Lo más increíble fue que en su facultad aceptaron ese papel y le otorgaron un año de total libertad. Lo único que tenía que hacer Ricardo era asistir durante un mes a un hospital psiquiátrico de día, donde toda una serie de personajes, muchos de los cuales se encontraban en su misma situación, debatían temas de interés común y jugaban al parchís y otros juegos de mesa.
Más o menos en esa misma época, al final del curso, yo tuve una práctica en el periódico Juventud Rebelde. Se suponía que en los primeros años de la carrera debíamos hacer prácticas en la prensa escrita, en tercer año en la radio y en cuarto en los canales de televisión, que eran dos. En la redacción nos dijeron que teníamos que escoger un tema y escribir algún artículo. Decidí escoger la esfera más neutra, y me centré en la contaminación ambiental y la protección del medio ambiente.
Comencé a buscar material en las publicaciones hechas en el mismo diario, y al final presenté un artículo bastante grande que reflejaba la contaminación del puerto de La Habana. Al parecer, las pequeñas notas que aparecían de vez en cuando sobre su contaminación no resultaban tan llamativas, pero todo ese material recopilado en un mismo texto tenía un efecto contundente para los lectores, así que me dijeron que ese artículo era completamente impublicable.
Aparecieron fotos que alguien había hecho durante esas reuniones, así que resultaba evidente que los agentes estaban entre nosotros. Prefería no pensar quiénes podían ser.
Eso no me afligió mucho, pues ya estaba convencida que hacer periodismo en Cuba me resultaría imposible. Además, comenzamos a hacer nuestro propio medio de prensa, una revista maltrecha a la que le pusimos, como era de esperar, el mismo nombre que llevaba nuestro grupo, El Establo. En el primer número aparecía un artículo mío, bastante crítico, sobre Varadero, lugar que visitaba bastante a menudo con mis padres. Por supuesto, todo en ese lugar me parecía entonces, desde mi nueva visión del mundo, detestable y aburguesado.
Salieron dos números más de la revista, y después nos enteramos de que en el grupo había varios agentes de la Seguridad del Estado infiltrados, y esos números, mucho antes de que comenzáramos a repartirlos entre nuestras amistades y en los talleres literarios, habían caído en manos del Gran Hermano. Solo unos críos tan ingenuos como nosotros podíamos ignorar el hecho de que en Cuba estaba prohibida cualquier publicación que no fuera realizada por el Estado.
Hasta mi padre llegó a enterarse, por sus propios canales, que alguien había declarado diversionista el grupo El Establo, y se rumoraba incluso que recibíamos el apoyo de ciertas personas de Estados Unidos. Eso era lo más irrisorio del caso, pues ninguno de nosotros conocía a ningún estadounidense, ni siquiera teníamos familiares en ese país, pues todos proveníamos de familias extremadamente revolucionarias… El padre de Ricardo, incluso, fue un revolucionario extranjero, de El Salvador, que un buen día decidió volver a su país para seguir luchando por sus ideales y desapareció.
Mi padre andaba muy preocupado y hasta me llegó a exigir que dejáramos de reunirnos en lugares públicos como el Parque Lenin, donde había demasiados oídos indeseados, pero en esa época exigirme algo semejante era como ordenarme hacer lo contrario.
Por cierto, aparecieron fotos que alguien había hecho durante esas reuniones, así que resultaba evidente que los agentes estaban entre nosotros. Prefería no pensar quiénes podían ser.
Sabía que algunos de mis amigos estaban sopesando hacer una labor de “topo”, o sea, hacer una carrera que les permitiera llegar a un puesto desde donde podrían cambiar algunas cosas. A mí esa variante me parecía imposible, pues siempre pensé que por el camino esa persona perdería poco a poco todos sus ideales y la voluntad de realizar cualquier tipo de cambios. No tomaban en cuenta que cuando alguien logra cierto nivel, comienza a ganar dinero o a obtener privilegios, tiene mucho miedo de perder todos esos beneficios.
Recuerdo que uno de los profesores más jóvenes de la Facultad, que, por lo visto, sentía cierta simpatía por mí, una vez que nos quedamos a solas me dijo que debía solamente “seguirles el juego” a todos esos “activistas”, pero por dentro continuar con mis ideas. “Eres una muchacha inteligente, no te va a costar nada”, me aseguró. Por lo visto, esa era la táctica que él mismo había elegido. Pero yo sabía que cuando llevas muchos años portando una máscara, esa máscara se adhiere a tu rostro de tal manera que te resulta imposible deshacerte de ella.
“No darás falso testimonio”, decía claramente uno de los diez mandamientos.
Mi ideología hippie me exigía que despreciara el dinero y los cargos. Desde que Ricardo y yo nos casamos éramos extremadamente pobres, y dependíamos completamente del dinero que nos daban nuestros padres. La madre de Ricardo le daba 60 pesos mensuales, y mis padres nos daban 200, pero con ese dinero teníamos que alimentar además a una tropa de amigos de El Establo que solía venir a mi casa de Cubanacán con mucha hambre. Mi madre incluso llegó a darme, a escondidas de mi padre, paquetes de arroz y de frijoles que siempre les sobraban, para que cada amigo que viniera hasta mi remoto barrio pudiera contar con un plato de comida.
Aunque seguíamos viviendo en la misma casa, mis padres hicieron una pared de cartón tabla para independizar mi habitación, que contaba con un baño y una cocina microscópica, y abrieron en la misma una salida a la calle. Cuando Ricardo recibió la posibilidad de descansar durante un año, a mí no me cabía la menor duda de que empezaría a trabajar. Ni corta ni perezosa, mi madre enseguida le encontró una plaza de profesor de Física en un preuniversitario, pero los planes de mi marido resultaron ser completamente diferentes. De hecho, el primer conflicto que tuvimos consistió en descubrir su absoluto rechazo a trabajar, rechazo que provocó nuestra ruptura un año más tarde.
En realidad, el dinero no nos alcanzaba para nada. Menos mal que en la escuela soviética me habían enseñado a coser, y podía hacerme casi toda la ropa que llevaba, unas faldas anchas y largas y camisas o blusas en el estilo boho, que me encantaba. Mi padre, cuando me veía con esos atuendos de mi propia confección, decía que otra vez yo andaba disfrazada de “chilena pobre”. Solo me faltaba el sombrero que las andinas suelen llevar en la cabeza. Pero los zapatos era ya algo que no podía confeccionar, y siempre tenía un solo par de sandalias o de zapatillas que había que cuidar cono si fueran de oro, pues, en caso de que se rompieran, no había con qué reemplazarlas.
En cierto momento, alguien gritó: “¡Abajo Fidel!”.
Aunque Ricardo y yo salíamos todas las noches y asistíamos a cuanto concierto de la Nueva Trova o de rock tenía lugar en la ciudad, yo trataba de no abandonar tampoco mis estudios, e incluso logré sacar muy buenas notas. En mi curso había una competencia constante por el mejor escalafón, y mis notas me permitían, al menos, en segundo y tercer año, aspirar en el futuro a una buena plaza de trabajo.
Por cierto, a pesar de mi estilo hippie y mis zapatillas rotas, recibí el calificativo de “pequeño burguesa” por parte de mis compañeros de grupo. Ellos solían debatir mi “desviación ideológica” en reuniones de la Juventud a las que yo no podía asistir, por no pertenecer a esa organización, creada para “forjar” a futuros activistas del Partido Comunista. Pero siempre había algún “buen amigo” que me contaba todo lo que se había hablado sobre mi humilde persona en la reunión de turno, para mayor desconcierto y disgusto mío. En realidad, hubiera preferido no enterarme de nada.
Más o menos en esa época llegó a la Facultad de Periodismo un corresponsal que comentó que la emisora COCO estaba buscando estudiantes para hacer un programa juvenil. Con un amigo de mi grupo, Alberto, decidimos ir a la emisora y averiguar.
En la URSS había comenzado la perestroika, y los periódicos y revistas que llegaban de ese lejano país nos alentaban a escribir cosas más críticas y a hablar abiertamente de los problemas. Muchos profesores de periodismo debatían con nosotros en las clases las revistas soviéticas Tiempos Nuevos y Sputnik.
Me encantó la idea de hacer un programa de actualidad, que incluyera entrevistas a la gente en la calle. Recibí en la emisora una grabadora profesional y un micrófono, y junto con Ricardo salí a la cacería. El primer tema a tratar, lógicamente, era la literatura, o más bien, la lectura. Preguntábamos a la gente qué escritores conocían, cuál era su libro preferido o el último libro que habían leído.
Aunque realizamos la entrevista en pleno centro de la capital, a lo largo de la calle 23, las respuestas eran realmente desalentadoras. La gente no leía nunca, no sabía absolutamente nada de literatura, y ni siquiera se acordaba del nombre de un escritor. Algunos incluso trataron de hacer pasar por escritores a pintores famosos.
Esa entrevista se transmitió por la COCO (el periódico del aire) a una hora muy buena, por la tarde, y provocó furor. La gente llamaba a la emisora, protestaba, exigía que se realizara otra entrevista para demostrar que en realidad la lectura era muy popular. Ante ese éxito, que me entusiasmó mucho, decidí hacer otra entrevista en la calle, esta vez dedicada al tema del rock.
En esos tiempos existía un grupo cubano de rock bastante popular que se llamaba Venus, que a veces actuaba en Habana Vieja. Precisamente a un concierto de ese grupo decidimos dirigirnos Ricardo y yo, armados de la grabadora y el micrófono de la COCO. Esperamos a que terminara la actuación y entrevistamos a los jóvenes que habían venido al evento.
En realidad, las canciones que cantaba el grupo Venus estaban todas en inglés, los músicos simplemente reproducían piezas famosas de grupos occidentales. Uno de los primeros temas que abordaron los propios espectadores era la necesidad de escribir letras en español, que reflejaran la realidad cubana. Muchos nos dijeron que el rock, a pesar de estar de moda, era un tipo de música que casi no se podía escuchar en los espacios públicos.
En cierto momento, entre las personas que estaban hablando con nosotros, alguien gritó: “¡Abajo Fidel!”. Me imagino que ese “opositor” de pacotilla pensaría que estábamos transmitiendo en directo, pero nos obligó más tarde a editar, por nuestros propios medios, la grabación para quitarle ese “fallo”, completamente inadmisible para cualquier medio oficial.
El tema del rock nos preocupaba mucho, hasta el punto de que nos llevó a maquinar toda una estrategia para hacer llegar esa preocupación al entonces Ministro de Cultura.
Al director de la emisora le gustó mucho el resultado de nuestro trabajo, a pesar de que nos regañó por los cortes que le hicimos, que descubrió enseguida. Incluso decidió transmitir las entrevistas en el mejor horario, el sábado por la tarde. Durante toda la semana en la emisora estuvieron anunciando el programa, y a la hora señalada miles de amantes del rock, entre ellos Ricardo y yo, nos dimos cita junto a nuestros radios para escuchar.
Pero el programa número dos nunca salió al aire. Por desgracia, también perdió su trabajo el director de la emisora, me imagino que amante secreto del rock. Me sentía culpable por haber provocado su expulsión. Por suerte, logró enseguida encontrar trabajo en una emisora que transmitía programas en inglés, y eso me tranquilizó un poco.
Cuando volví al poco tiempo a pasar por la COCO, entre otras cosas, para averiguar la causa de todos esos cambios, me encontré con una joven muy simpática que se había hecho cargo de la emisora, la cual me repitió, palabra por palabra, la canción de siempre, de que los jóvenes cubanos pueden oír rock en sus grabadoras personales, y no tienen por qué asistir a conciertos de grupos de mala muerte como Venus.
Por supuesto, esa agradable joven no necesitaba que participáramos en ningún programa. Cuando le dije que en Cuba a muchos jóvenes que conocía personalmente no les alcanzaba el dinero ni para comprar un casete nuevo, sin hablar de un equipo de música, ella se rio de mis palabras.
Por cierto, la grabadora que logró comprarse poco después Ricardo fue prácticamente un regalo del cielo. Él se encontró un billete de 50 dólares cuando paseábamos juntos por la Plaza de la Catedral. Por lo visto, lo habría perdido algún extranjero, y Ricardo había llegado a la hora propicia y al lugar propicio para hallarlo. Para nosotros se trataba de una suma colosal. De ninguna otra manera hubiéramos podido comprar una grabadora.
El tema del rock nos preocupaba mucho, hasta el punto de que nos llevó a maquinar toda una estrategia para hacer llegar esa preocupación al entonces Ministro de Cultura, Armando Hart.
En la Casa de la Cultura de Playa, donde Ricardo había asistido durante varios años al taller de literatura, existía también un Club de Amantes de la Música. Tras ese nombre grandilocuente se ocultaba un cero absoluto, pues se suponía que los melómanos que asistieran al club tenían que escuchar música clásica. En una ciudad donde la mitad de la población juvenil escuchaba música rock, y la otra mitad salsa, era un proyecto bastante utópico, y el único que se apuntó fue Ricardo. Le gustaba la música clásica; además, la organizadora era bastante atractiva, joven y era su amiga. Ella recibía cierta suma de dinero mensual por su “labor” en aquel club inexistente.
Pero un buen día el propio Ministro de Cultura, que era el autor ideológico del proyecto, decidió reunir a los melómanos de toda la isla para intercambiar experiencias, y nada menos que en el hotel Nacional. A los amantes de la música clásica de otras provincias, además, se les ofrecía alojamiento gratuito por una noche en ese hotel, y todos asistiríamos a una mesa sueca al final del evento.
Al principio, Ricardo estaba totalmente en contra de presentarse en la reunión, pues se la imaginaba, y con razón, sumamente aburrida. Pero yo lo convencí de que esa era nuestra oportunidad de defender la presencia de la música rock en los escenarios y, por qué no, en los clubes de música, a los que asistirían entonces cientos de personas.
Antes de reunirnos directamente con Hart, tuvimos varios encuentros previos con representantes del Ministerio de Cultura del municipio Playa y de la Provincia. En todos nos trataban de tantear, nos preguntaban directamente si pensábamos decir algo durante la reunión con Hart, si teníamos en general alguna opinión al respecto.
En realidad, nada cambió, el único resultado de todo nuestro plan fue el cierre definitivo del Club de Música de Playa.
Callamos como verdaderos conspiradores, pues nadie debía saber de antemano lo que pensábamos ni mucho menos lo que planeábamos decir. Si alguien se hubiera llegado a enterar, simplemente no nos habrían dado la palabra.
Al final, al vernos tan pasivos, (éramos además los únicos jóvenes que estábamos en esos encuentros), nos dieron unas preguntas por escrito que debíamos leer en presencia del titular. Aceptamos de buena gana, pues sabíamos que nunca pronunciaríamos esas frases vacías y sin sentido.
Por fin, llegó el día de la reunión. Nos pusimos nuestras ropas más formales, pues no debíamos mostrar en ningún momento nuestra verdadera esencia hippie. El evento se realizaba en un salón de reuniones del hotel, y todos se mostraban felices y alegres ante la perspectiva de la mesa sueca que nos esperaba.
Creo que en cierto momento me dio hasta pena ante los asistentes que habían venido de otras provincias: se notaba claramente que era la primera vez que se alojaban en un hotel de esa categoría, o incluso, para algunos, era la primera visita a la capital. El problema del rock me pareció en aquel instante algo forzado, pues, seguramente, en todos esos pueblos y ciudades, los aficionados a esa música estridente eran muy escasos. Pero ya no podíamos dar marcha atrás.
Comenzó la reunión, y, tras las palabras de apertura, apareció el propio Ministro, muy mayor. Por supuesto, no pudo abstenerse de dar un pequeño discurso, un discurso piadoso con sus oyentes, de apenas una hora escasa, dedicado a la importancia de los logros de la Revolución. Después les dieron la palabra a los presentes, y Ricardo y yo fuimos de los primeros en alzar la mano. Casi enseguida nos dieron la palabra, y allí fue que cambiamos el guion del encuentro, pues comenzamos a defender a capa y espada la causa del rock en Cuba.
Por supuesto, la sorpresa fue muy desagradable, sobre todo para los organizadores de la cita. Recuerdo la mirada de odio que me dirigió la amiga de Ricardo que organizó el club en Playa. El rostro no muy atractivo de Armando Hart también reflejaba cierta molestia. Pero, hay que reconocerlo, su educación no le permitió rechazar nuestros reclamos, y mucho menos ofendernos o insultarnos.
Al final, fuimos el foco de atención de todo el mundo, pues en el protocolo de la reunión quedó plasmado que, a partir de ese momento, en los Clubes de Música se escucharían no solo obras clásicas, sino además ritmos contemporáneos. Fue una victoria, una victoria contra el sistema burocrático que nos parecía invencible, pero una victoria pírrica.
En realidad, nada cambió, el único resultado de todo nuestro plan fue el cierre definitivo del Club de Música de Playa.
Debo reconocer que en esa época era muy idealista, y estaba segura de que los cambios que estaban ocurriendo en la URSS repercutirían tarde o temprano en la vida de la isla caribeña, por muy lejos que se encontrara de Moscú. Era además una esperanza que compartían muchos de mis amigos, muchos jóvenes que estudiaban en la Escuela de Arte, o en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños.
Precisamente, un muchacho que estudiaba en esa última escuela, creo que chileno, nos propuso a un compañero de curso mío, Alberto, y a mí que escribiéramos el guion de un programa dedicado al tema. Inventamos todo el programa sobre la marcha, mientras íbamos a pie desde la Facultad de Periodismo, situada en la calle G, hasta 23 y 12, donde harían la grabación. Las ideas eran, en gran parte, mías, pero, por supuesto, pensé que quedaría mucho más orgánico si hablábamos los dos, por turno. Así que escribimos un pequeño plan, según el cual Alberto y yo debíamos intervenir en igual medida.
Dos años más tarde, Raúl se vio obligado de todas formas a dejar la carrera, así que su sacrificio no tuvo ningún sentido, pero en aquel momento él no lo sabía, por supuesto.
Al final nunca logré ver ese documental, ni siquiera nos dieron una copia, pero un amigo que llegó a verlo me preguntó después qué hacía yo al lado de Alberto, todo el tiempo callada, y si fui simplemente a acompañarlo. El autor del documental había recortado todas mis réplicas, y dejó solo lo que había dicho Alberto… Claro que a mis escasos 18 años mi imagen podía adornar cualquier película, pero nadie creía que además yo podía tener alguna idea propia en la cabeza.
En 1986 un amigo común y uno de los padrinos de El Establo, Sergio Cevedo, ganó el premio David con un libro de relatos titulado La noche de un día difícil. El título hacía una clara referencia a los Beatles, y los temas de los relatos eran muy actuales. Para mí fue como recibir una señal, decidí de inmediato que tenía que escribir un libro de relatos para enviarlos a ese concurso y, de esa forma, poder publicar algo.
Fue así como apareció Adolesciendo. Sergio me ayudó mucho en la etapa final, cuando ya tenía todos los cuentos que entrarían en el libro y los poemas, pero quedaban por corregir millones de errores de estilo y hasta de ortografía (como estudié toda la enseñanza media en la escuela soviética, tenía problemas no solo de estilo, sino también de ortografía).
Llegó el momento de enviar el libro al concurso. Mis amigos de El Establo, por supuesto, los habían escuchado todos, y Raúl Aguiar no dudó en decirme que todo lo que yo escribía le parecía “muy tierno”, calificativo con el que me dejó completamente traumatizada.
En la Facultad de Periodismo tenía un amigo muy bueno, también llamado Raúl, que había estudiado su primera carrera en Rusia y hablaba ruso, y fue una de las primeras personas que leyó todos los cuentos de mi libro. Como un mes después de enviarlo al concurso, pasé por su casa. Era verano, estábamos de vacaciones, y hacía tiempo que no sabía nada de él. Raúl parecía muy contento, y me dijo que tenía una noticia muy buena para mí, pero me la diría solo a condición de que no se lo contara a nadie. Por supuesto, se lo prometí.
“Vas a recibir el premio, eres tú la ganadora”, me dijo Raúl, que no tenía nada que ver ni con el concurso, ni con el jurado. Me quedé perpleja, y aún más me asombró la explicación de dónde provenía la información que tenía mi amigo.
Aquí debo hacer un aparte para explicar algunas cosas que para un lector que no conozca la realidad de Cuba parecerían inexplicables.
Raúl era homosexual, eso yo lo sabía desde que empezamos a estudiar la carrera de periodismo. Era, por cierto, una de las personas más cultas y talentosas que he conocido en mi vida. Además de ruso, hablaba francés, inglés y portugués, y había aprendido esos idiomas sin hacer mucho esfuerzo, escuchando canciones y hablando con nativos.
Precisamente para practicar su francés, se le ocurrió un buen día entablar una relación (supongo que bastante íntima) con un extranjero, un diplomático que trabajaba en la embajada de Francia. Allí fue donde ciertos representantes de los organismos de la Seguridad del Estado se pusieron en contacto con él y le dijeron que, si no colaboraba con esa institución, su condición de gay sería informada a la Facultad, y eso representaría su expulsión inmediata de la Universidad.
Raúl ya había perdido por esa misma razón la oportunidad de terminar una carrera en la Unión Soviética, y solo gracias a que su padre era general del Ejército y contaba con ciertos contactos muy importantes en el Gobierno, había podido entrar nuevamente a estudiar en la Universidad, esta vez en La Habana. Él no podía permitir que ocurriera otra vez lo mismo, tenía que recibir un diploma, así que aceptó, pues se encontraba entre la espada y la pared.
Por cierto, dos años más tarde, Raúl se vio obligado de todas formas a dejar la carrera, así que su sacrificio no tuvo ningún sentido, pero en aquel momento él no lo sabía, por supuesto.
Fue durante una de las primeras conferencias de la decana que descubrí que, por alguna extraña razón, su voz ejercía en mí un efecto totalmente adormecedor.
Raúl me confesó que era un informante de la Seguridad, y que la persona con quien contactaba le había preguntado sobre mí. Por supuesto, Raúl le contó solo lo mejor (y me consta que así fue). Él me tenía mucho cariño, y yo también lo apreciaba mucho, aunque después de mi matrimonio y la aparición de El Establo me había distanciado un poco de él, en parte, por los celos tontos de Ricardo.
Según Raúl, el oficial de la Seguridad era además el encargado de “darle el visto bueno” al veredicto del jurado del concurso David, y sin la aprobación de ese hombre desconocido no podía ser entregado ningún premio. Gracias a Dios, a aquel “agente 007” le había gustado ese libro extraño y esnob que yo había escrito, así que ya era seguro que el premio sería mío. De ese extraño modo supe que recibiría el David un mes antes de la premiación, pero no podía contárselo a nadie.
Junto conmigo ganó el premio David de ciencia ficción otro miembro del Establo, José Miguel Sánchez, quien insistía en que lo llamáramos Yoss. Si bien el estilo con que nos vestíamos Ricardo y yo estaba sacado de las fotos de Woodstock, José Miguel se asemejaba al mismo tiempo a Rambo y a un pirata del Caribe, solo le faltaba un parche en un ojo y un puñal colgado del cinturón para convertirse en el terror de los mares.
Yoss estudiaba en la Facultad de Biología, y además de escribir cuentos sumamente ocurrentes y hasta cómicos, también cantaba (más tarde entró en un grupo de rock denominado Tenaz, que ya no existe). En cualquier otro país José Miguel hubiera logrado la fama, sería uno de esos personajes que aparecen constantemente en la pantalla de la televisión, pero en Cuba, al menos en aquella época, permanecía en un total anonimato.
Comenzaron las clases. En la Facultad las cosas seguían más o menos como antes, salvo que a algunas personas, entre ellas a mí, se nos ocurrió pensar que la glásnost, o transparencia, promulgada por Mijaíl Gorbachov, podría echar raíces también en Cuba.
Se acercaba el 20 aniversario de la muerte de Ernesto Che Guevara, que se planeaba celebrar por todo lo alto, con marchas multitudinarias en la Plaza de la Revolución y discursos. “No te harás ningún ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo…”, leía yo en mi Biblia. Fue así como decidí escribir un poema dedicado al Che y colgarlo en un mural de la Facultad. No lo firmé, pensé que eso no tenía gran importancia. Era un poema bastante inofensivo: solo criticaba la tendencia de convertir su imagen en una especie de ídolo al que debíamos adorar como si se tratara de un dios.
En realidad, sentía una gran admiración por la figura del “guerrillero heroico”, acababa de leerme el Diario del Che en Bolivia, el libro Tania la Guerrillera y hasta los discursos del propio Che. Descubrí que el Che era una persona muy estricta, extremadamente exigente, y nada democrática. Era partidario de un comunismo militar, en el que todos debían formar Ejércitos de Trabajo y andar marchando, vestidos de uniforme. Pero la admiración que sentía por su valentía me permitía perdonarle esos excesos…
Desgraciadamente, no conservo ese texto poético que escribí, estaba en verso libre y no creo que fuera demasiado bueno. El poema no duró ni un día en el mural y desapareció. Decidí que algún admirador secreto de mi obra lo había arrancado para guardarlo en sus archivos. Colgué una nueva copia. Al día siguiente me percaté de que alguien se había apropiado nuevamente de mi poema, pero no me di por vencida. Colgué una tercera copia (tenía una máquina de escribir en casa, así que podía hacer todas las copias que quisiera).
Al poco rato se me acercó la secretaria de la decana y me invitó a una reunión. Allí me esperaba nuestra decana, Lázara Peñones, una mulata alta muy poco agraciada, que había estudiado en la Unión Soviética y había escrito en su momento un libro sobre introducción al periodismo que nos servía de manual en el primer curso. Ella nos había impartido esa asignatura, y me dejó una fuerte impresión de que tenía tanto miedo de apartarse de su propio texto que lo repetía al pie de la letra.
Fue durante una de las primeras conferencias de la decana que descubrí que, por alguna extraña razón, su voz ejercía en mí un efecto totalmente adormecedor, y solo bastaba que ella comenzara a hablar sobre el emitente o el recipiente, para que a mí se me comenzaran a cerrar los ojos. Como estaba sentaba en primera fila, no podía darme el lujo de quedarme dormida durante su charla, así que rápidamente me trasladé al final de la clase, donde no solo podía dormir, sino además leer ciertos libros y hasta escribir, más tarde, mis primeros cuentos.
Fue una reunión muy larga, ella habló mucho del Che, de su importancia, yo escuché muchas cosas nuevas, y callé, pues no se me dio la palabra.
En ese momento me encontraba nuevamente frente a la decana, y ella tenía en sus manos mi poema. Esta vez no me causó el efecto adormecedor de antaño, la verdad. Ella estaba muy molesta, pero decidió comenzar su charla de muy lejos, de cierto período que después pasó a llamarse “el quinquenio gris”, pero que ella tildó de “revancha revolucionaria”, o sea, de los años entre 1968 y 1973.
Para ella esos habían sido los años más fructíferos del “proceso revolucionario” desde el punto de vista ideológico, pues no se andaba con miramientos, y a una “contestataria” como yo la habrían echado de la universidad enseguida. Así que, según Lázara Peñones, yo podía considerarme afortunada, pues había colgado mi dichoso poema tres veces, pero la Revolución, generosamente, me daba la oportunidad de rectificar mi conducta…
Fue una reunión muy larga, ella habló mucho del Che, de su importancia, yo escuché muchas cosas nuevas, y callé, pues no se me dio la palabra. Creo que en realidad la decana quería alertarme, pues había tenido la oportunidad de transmitir mi texto a aquellos que tanto interés mostraban por mi obra, pero no lo hizo.
Dejé de escribir poemas y decidí que la prosa, sin duda, era más sólida y objetiva.
Poco tiempo después nos citaron a todos los estudiantes a una reunión en la Plaza de la Revolución con los directores de todas las revistas, periódicos, emisoras de radio y canales de televisión del país. Se rumoraba que al encuentro podía asistir el propio Fidel. Todos estábamos muy nerviosos y sentíamos que de lo que se dijera en ese encuentro dependía nuestro futuro como periodistas.
Después de una primera parte, en la que intervinieron algunos jefes de redacciones, el secretario general de la Juventud y otros dirigentes, en la sala apareció el propio Comandante en Jefe. Como siempre, dio un discurso bastante largo, dirigido casi en su totalidad contra la línea soviética de glásnost, democratización y perestroika.
En resumen, nos habían reunido en aquel salón para que entendiéramos claramente que en Cuba no habría ningún cambio.
Recuerdo que anunciaron un descanso, durante el cual pudimos salir de esa sala enorme y comer una merienda preparada para los asistentes. Yo estaba tan impresionada y desilusionada, incluso aplastada, que no podía ni hablar. Vi a algunos profesores nuestros retractarse en público, allí mismo, delante de todos. Eran los profesores que habían discutido con nosotros en sus clases Tiempos Nuevos y la revista Sputnik, medios que poco después serían proscritos.
Descubrí que, además de los estudiantes y los periodistas, en el salón deambulaba un sinnúmero de personajes vestidos de guayabera, parecidos unos a otros como hermanos gemelos. El Gran Hermano nos seguía de cerca.
Poco después Lázara Peñones perdió su puesto de decana, pero yo, para mi sorpresa, seguí estudiando en la Facultad.
Había dejado de salir con El Establo, pero no por razones de miedo, ni siguiendo las advertencias de mi padre. Me había divorciado de Ricardo.
Los chicos de El Establo pintaron un parque de El Vedado, y fueron recogidos por una patrulla de la policía. Algunos fueron golpeados, y los policías se encargaron de enviar cartas a sus centros de estudios o de trabajo en las que condenaban “su conducta ideológica”.
Realmente, yo no entendía cómo se podía seguir viviendo en un mundo así.
Tuve la suerte de no haber participado en ese performance, por pura casualidad, pero poco después también resulté golpeada, además por alguien a quien consideraba mi amigo, por Alberto, mi compañero de grupo. Me imagino que él también tenía que retractarse, también en público, demostrar de esa forma que nada tenía que ver con mis ideas políticas.
Un buen día, justo antes de comenzar la primera clase, Raúl y yo estábamos hablando de algún tema de interés común. Raúl se sentaba justo delante de mí, y Alberto ocupaba la silla que estaba a mi lado. El profesor, recuerdo que era una clase de literatura, acababa de entrar en el aula. De pronto Alberto dijo una frase que nos dejó totalmente perplejos a Raúl y a mí. “¡Váyanse ustedes dos a la p…!”, nos dijo.
En un primer momento, me pareció que había oído mal, y le pregunté qué había dicho. “¡Váyanse ustedes dos a la p…!”, repitió.
Sin decir una palabra, me volví a Alberto (hasta ese momento solo había intercambiado miradas desconcertadas con Raúl) y lo miré atentamente a los ojos. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Él repitió la frase por tercera vez, y yo le di una bofetada. Acto seguido él comenzó a golpearme con todas sus fuerzas, a caerme a golpes. Me encogí y me tapé la cabeza con los brazos, así que recibí casi todos sus piñazos en la espalda. Finalmente salí corriendo del aula y regresé a casa.
En realidad, ya en ese momento no quería volver más a la Universidad, todo lo ocurrido no me cabía en la cabeza, y era una razón suficiente para dejar la carrera. Mi madre logró convencerme de que escribiéramos una carta al rector, amigo suyo (mi madre era profesora docente de la Facultad de Lenguas Extranjeras), y todo se resolvería. Para mi vergüenza, debo reconocer que en esa carta no hablamos de la bofetada que le di yo a Alberto, pues mi madre me convenció de que se trataba de una reacción normal de cualquier mujer ante una ofensa semejante, y si siquiera valía la pena mencionarla.
Pero las cosas habían cambiado mucho, por lo visto justo después de esa gloriosa revancha revolucionaria, y mi madre ni se había enterado. Para la nueva decana de la Facultad de Periodismo, que vino a ocupar el puesto de Peñones, según ella misma me explicó, si una mujer le daba una bofetada a un hombre, él estaba en todo su derecho de golpearla. Por lo visto, si un hombre mandaba a una mujer a la p…, ella debía hacer otro tanto, o mandarlo más lejos todavía.
Realmente, yo no entendía cómo se podía seguir viviendo en un mundo así.
En el plazo de un mes me citaron a la Facultad, y en el secretariado nos leyeron el veredicto. Los dos, tanto Alberto como yo, habíamos cometido una infracción disciplinaria grave, según el texto de la resolución. Yo, por haberle dado una bofetada, y él, por haberme “golpeado en los antebrazos”.
El papel aseguraba que nosotros estábamos acostumbrados a “intercambiar palabras soeces, pero ese día yo reaccioné de pronto de una forma violenta”, y Alberto tuvo que golpearme como a una niña pequeña para que yo me tranquilizara. Como ambos éramos “estudiantes ejemplares”, se tomó la decisión de permitirnos seguir los estudios, pero a la menor infracción podíamos ser excluidos.
Lo más triste del caso es que prácticamente todo mi grupo, menos Raúl y otras dos muchachas más, confirmaron esa horrible mentira de que “intercambiábamos palabras soeces” y que Alberto me había “golpeado en los antebrazos”.
Al día siguiente presenté una solicitud de baja por voluntad propia. No podía seguir estudiando en ese grupo, no sabía con qué cara miraría a mis compañeros de curso.
“Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo el pie de ellos resbalará, porque el día de su calamidad está cerca, ya se apresura lo que les está preparado”, le cité a mi padre el texto correspondiente de la Biblia cuando quiso salir a buscar a mi agresor para golpearlo. Yo estaba completamente en contra de cualquier tipo de violencia.
Quisiera decirles a todos mis compañeros de universidad, si alguno de ellos llega a leer este texto, que no les guardo ningún rencor, incluido el propio Alberto, que en realidad lleva otro nombre y me imagino que actualmente defiende otros ideales, pues desde hace un tiempo vive en Estados Unidos.
Raúl y las dos compañeras de curso que me defendieron tampoco lograron graduarse de Periodismo. Los tres abandonaron Cuba, al igual que yo. Gracias a esos esforzados trabajadores del frente invisible, mi generación atravesó el mar que rodea la isla caribeña y plantó raíces en otras tierras y continentes. No sé si habrá cubanos en el Polo Norte, pero no me asombraría.
Los camaradas censores nos sembraron con mano firme por todo el mundo. Hemos descubierto que en otros países también se puede vivir y, vaya sorpresa, mucho mejor que en Cuba. Hemos aprendido otros idiomas, nuestros hijos tienen otros pasaportes, y todo gracias a ese Ejército Invisible.
No quiero recordar cosas tan banales como que lo que no nos mata nos hace más fuertes, que no hay mal que por bien no venga, o que cuando se cierra una ventana, Dios nos abre una puerta, pues todo eso se ha dicho mil veces.
Solo quiero decir que tenemos buena memoria.