“¿Crees en Dios?” Imagino que todos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos visto emplazados por esta pregunta.
Es una pregunta breve, un tanto abrupta, que nos conmina a desnudar, con su apariencia simple y casi ingenua, una región demasiado íntima de nuestra conciencia: “¿Crees o no crees en Dios?”, se nos pregunta sin pudor, casi con la misma naturalidad con que podría preguntarse: “¿Te gusta o no te gusta el chocolate?”.
La respuesta más rápida sería un monosílabo, y es precisamente eso lo que se suele esperar de nosotros: un sí o un no. Sin embargo, contestar de esa manera lacónica y expedita quizás no sea lo mejor. Si alguien respondiese, por ejemplo, que no, ¿qué estaría declarando en realidad? ¿Que no da crédito a lo que Dios le dice, porque lo considera un mentiroso; o que no cree en su existencia?
La primera opción puede resultar desconcertante, acaso ilógica en nuestros tiempos, pero es una respuesta válida. Recordemos que no siempre se ha asociado a Dios con la idea de un ser incuestionable, ni siquiera en la tradición judeocristiana que Occidente asimiló. Pensemos en el profeta Jonás huyendo de Yahvé hacia Tarsis, prefiriendo incluso morir en el mar antes que obedecer sus órdenes; o pensemos en Job, despojado de su familia y de sus bienes, escarnecido por quienes fueron sus amigos y quejándose de que no es posible impugnar la justicia divina; o en Jesús de Nazaret reclamando desde su agonía en la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Otras religiones han concebido dioses crueles, caprichosos, temibles, y a veces también llenos de artimañas y embustes. De modo que no es del todo absurdo pensar que Dios pueda mentir.
Por otra parte, hay en esa primera opción, por rara que parezca, cierto matiz de un problema soslayado por la pregunta y que, no obstante, conviene tener presente: ¿Descreer de Dios es sospechar de lo que le oímos decir, o es desconfiar de lo que alguien nos asegura que Dios ha dicho? La precisión no es superflua, pues mucho de lo que se predica en su nombre es estribo de poderes humanos cuya potestad se quiere absoluta.
Y si uno respondiese que sí a aquella pregunta inicial, ¿qué nos estaría diciendo? ¿Que cree lo que Dios le dice, o que acepta ciegamente lo que otras personas le han dicho?
La cuestión de la fe es siempre la cuestión de la duda: ¿es lícito dudar, es sensato confiar, y hasta qué punto? Pero, sobre todo, es la cuestión de nuestra capacidad individual para discernir, para orientar nuestros actos sin recurrir a una norma externa: ¿podemos fiarnos de nuestras propias ideas o debemos admitir como verdad lo que otros, investidos de prestigio o fuerza, afirman y nos exigen aceptar?
Mucho más productivo que un sí o un no ante aquella pregunta tan breve y de apariencia simple, es ―pienso― examinar el significado de las palabras con que esa pregunta nos ha sido formulada: ¿qué entendemos por Dios?, ¿qué es existir?, ¿cuál es la diferencia entre creer y saber? Pero también, porque las preguntas de esta índole suelen tener implicaciones profundas en nuestra vida: ¿qué grado de incertidumbre hay en nuestra respuesta, y cuánto nos es posible tolerar respuestas divergentes?
Hasta hace aún muy poco tiempo, un monosílabo “equivocado”, o una duda, podían conducirnos al suplicio y la hoguera. Hoy la Iglesia ha perdido mucha de su antigua influencia y podemos incluso atrevernos a decir que, sencillamente, no nos interesa hablar de Dios. Pero cambiemos levemente esa pregunta y veamos qué ocurre:
¿Crees en la democracia?
¿En la autoridad del Estado?
¿En los partidos políticos?
¿En nuestro Gran Líder, en el Presidente Eterno de la República Kim Il-sung?
Hay en cada una de esas variantes, como en el primer caso, algo que nos molesta. Es la misma intrusión en el espacio íntimo de las convicciones personales, ese propósito de descubrir un criterio que, si resultase heterodoxo, podría traer desagradables consecuencias a quien responde.
La pregunta nos coloca frente a un poder tangible y demoledor, e inquiere sobre nuestra actitud hacia ese poder. Una respuesta “equivocada”, una ligera vacilación, pueden conducir todavía hoy ―según el contexto en que se viva― al suplicio y a la hoguera. Porque las cuestiones de la fe y la duda son también, aún en esta época, los ejes esenciales de la alianza y la discordia, de la comunión y la exclusión; porque sospechar de lo que todo el mundo cree es, cuando menos, sospechoso.
¿Osaremos dar una respuesta honesta si hay tanto en juego, nos atreveremos a analizar seriamente el sentido de esa pregunta, la contradicción que suponen los conceptos implicados en ella, si nuestro interlocutor no está dispuesto a tolerar divergencias; o, por el contrario, intentaremos con astucia y miedo un malabar, una suerte de gleichschaltung, una adecuación cómoda de nuestras palabras ―y acaso también de nuestras ideas― a lo que se nos exige creer?
Poco importa en realidad quién sea ese interlocutor. Incluso si naciese de uno mismo, la pregunta seguiría siendo molesta, porque no hay juez más severo que la propia conciencia.
Sin embargo, definir el sentido de los términos que empleamos, analizar los discursos que se erigen sobre esos términos es importante, no solo porque nos ayuda a ver con claridad las disyuntivas que se nos plantean, sino porque en ocasiones, además, nos permite detectar ciertas falsedades e incoherencias, advertir las presiones que se ejercen sobre nuestra voluntad, exponer lo falaz de ciertas construcciones verbales que tuercen el significado de las palabras y que, al alcanzar la condición de dogmas, por inercia y/o por fuerza, erosionan nuestra capacidad de reflexión y se convierten en pilares de aquellos poderes cuya autoridad se quiere incuestionable.
Cuando el discurso del poder se torna un galimatías, por ejemplo, o cuando las estructuras sociales le imponen al intelecto un límite extra quam nulla salus; es cuando más útil se vuelve el desmontaje semántico de ese discurso, el examen minucioso de esas estructuras.
No se trata de echar abajo exhaustivamente cada cosa que en creemos, cada tradición, cada principio ético, para quedar al cabo sin tierra firme bajo los pies, vacilantes y resentidos en una difidencia que nos atomice y nos torne frágiles. Por el contrario, se trata de hacer más auténticos, más transparentes los vínculos que establecemos con nuestra realidad, con la sociedad y su historia. Porque la cultura, ese complejo sistema de ideas, costumbres y aspiraciones que median nuestra interacción con el mundo, no es una cárcel hecha de meros tabúes y prejuicios estáticos, un legado tieso e inútil, un lastre que nuestros crueles antepasados dejaron sobre nuestros débiles hombros para hacernos sufrir y perpetuarse, sino el sustrato maleable, heterogéneo, fecundo, pleno de alternativas, sobre el cual cada persona se construye a sí misma.
Dos herramientas han engendrado ese caudal: la imaginación y la razón, creando una y puliendo la otra, tejiendo ambas en cada individuo un modo peculiar de ser.
Creer es quizás necesario, pero someter lo que creemos al escrutinio de la razón, examinar nuestra fe, nuestros deseos y actos, es el único recurso que tenemos para corregirnos o confirmarnos en el camino que hemos elegido. Sacralizar una idea, un concepto, un apetito, es petrificarlos y esclavizarnos a ellos; pero, además, es obnubilarnos ante la posibilidad ―nada improbable en esta época signada por la publicidad y la propaganda mass media― de que esa idea, ese concepto, ese apetito que asumimos como propios, hayan sido implantados en nuestra conciencia cándida por alguien cuya intención ya no seremos capaces de ver ni de juzgar. Un poco de paranoia o desconfianza, llámelo usted como prefiera, es siempre saludable.
Volvamos brevemente a la primera pregunta. Más que la cuestión de la existencia de Dios, me interesa abordar estas otras cuestiones: ¿por qué creemos?, ¿y por qué creemos lo que creemos?
Es evidente que las creencias pueden ser provocadas o inducidas con mayor o menor éxito, en dependencia de la heterogeneidad ideológica del entorno social donde nos hemos educado. Pero, ¿existe en cada individuo una voluntad o acaso una necesidad de creer?
Otro problema profundamente relacionado con el de las creencias es el de la existencia: si creemos algo, creemos que existe, ya sea como un objeto (si ese algo se expresa mediante un sustantivo concreto) o como una verdad (si es mediante un sustantivo abstracto). Pero, ¿hay grados de existencia, es lícito decir que algo existe solo un poco?
Podemos afirmar indudablemente que Dios existe como una noción más o menos definida en un signo y un concepto: a nivel lingüístico es una palabra, a nivel eidético es ese conjunto de cualidades que lo singularizan respecto a otros seres. Más allá de estos dos niveles básicos, la existencia de Dios está determinada por la índole de ese conjunto específico de cualidades: ¿qué características le atribuimos?, ¿es perceptible en sí mismo, es decir, tiene densidad, volumen, masa, emite algo que pueda ser detectado por nuestros órganos sensoriales o por algún instrumento; o acaso puede reconocerse por determinado efecto sobre lo perceptible? Habría que aclarar todo esto y mucho más antes de poder responder.
Volvamos ahora a la segunda pregunta y sus variantes. Está claro que no se trata aquí de saber si existen la democracia, el Estado, los partidos… Se trata de saber si son deseables o satisfactorios como modelos de organización social. Y respecto a ese personaje histórico llamado Kim Il-sung, se indaga si creemos en su capacidad o su intención de guiar justamente el destino de un pueblo.
Las diferencias entre estas y la primera pregunta son obvias, como lo es el hecho de que, también en este último caso, es preciso definir los términos que empleamos, consensuar qué es lo deseable y lo justo, decidir a qué tipo de sociedad se aspira, qué estilo de liderazgo nos conviene, qué derechos exige y qué deberes está dispuesto a asumir el ciudadano, etcétera. Pero hay otro rasgo común a todas esas preguntas ―más allá de sondear nuestro apego a algún poder establecido―, y es el hecho de que, al formularlas, se tiende a evadir o se consideran resueltas esas exigencias previas. ¿Cómo es posible contestar una interrogación tan vaga, qué conocimiento es posible extraer de la respuesta, y con qué fin se nos inquiere?
Hay otro tipo de pregunta emparentado a los anteriores y en el que se torna aún más patente la necesidad de precisar los términos: ¿Eres o no eres un verdadero revolucionario? ¿Eres o no eres un patriota cabal? ¿Eres o no eres un fiel soldado de la libertad?
Nótese aquí el componente enfático y agresivo de la estructura gramatical: los adjetivos “verdadero”, “cabal”, “fiel”, presionan al interrogado, lo fuerzan a responder afirmativamente, pasando por alto ciertos aspectos problemáticos de la pregunta.
Habría que ver qué se entiende por “revolucionario” y “patriota” ―de qué revolución se habla, qué componentes ideológicos se imbrican en la noción de patria―, y habría que indagar cómo es posible ser soldado ―cumplir órdenes― de ese concepto inmaterial e inanimado que es la libertad.
Pocos siglos atrás, por ejemplo, se hubiese preguntado con el mismo énfasis: “¿Eres o no un verdadero católico, un religioso cabal, un fiel soldado de Cristo?”. Pero ya los obispos de Roma no demandan de su rebaño un acatamiento tan absoluto de su autoridad. Hoy suelen ser los Estados quienes se adjudican ese rol, y aunque la falta de una doctrina con la fuerza conminatoria de una religión los obliga a cierto respeto hacia los derechos ciudadanos, los Estados se han asegurado un sistema de dogmas pedestres, pero igualmente inapelables, con que legitiman sus excesos: la protección de la seguridad nacional y el orden público como garantías para la democracia y el bienestar económico.
En casos extremos, si las circunstancias se lo permiten, el Estado abandona su carácter laico y asume ciertas funciones eclesiásticas, se erige en “defensor de la fe y la moral del pueblo”, impone a sus súbditos una ideología y disfraza de “amor a la patria” sus reclamos de completa sumisión. Particularmente útiles en estos casos son la presencia de una amenaza ―real o ficticia, externa o interna― y la aparición de un líder con rasgos mesiánicos. Son las llamadas dictaduras, de las que encontramos decenas de ejemplos solo en el siglo xx.
Es en estas circunstancias que las preguntas antes expuestas adquieren real sentido, pues sin la coacción de un poder tiránico alguien podría esquivar, sereno y confiado, la agresiva actitud del inquisidor para responderle con el mismo desenfado con que quizás diría: “No me interesa la física teórica” o “No me gusta el chocolate”. Pero en tales contextos, como en una plaza sitiada, toda disidencia es traición y, lo que es peor, incluso el desinterés resulta culpable.
De modo que uno está obligado a contestar y sabe que hay una única respuesta aceptable. ¿Qué propósito tiene entonces la pregunta? Avasallar al interrogado e imponerle un compromiso. ¿Y cómo responder? Bueno, eso lo decidirá cada cual cuando le llegue el momento. A mí, sinceramente, no me hacen falta sus respuestas.
Sin embargo, supongamos que usted mismo se ha hecho una pregunta, alguna de las anteriores u otras, una pregunta que de pronto lo ha puesto ante sus propias creencias, ante las creencias de su sociedad. Supongamos que esa pregunta se le ha vuelto urgente, que se angustia dudando de todo aquello que hasta ayer consideró verdad sin pensarlo demasiado, solo porque la gente a su alrededor así lo creía. Supongamos que usted ha llegado a eso que se suele llamar crisis, una crisis de fe. Si tal fuera el caso, ¿qué propósito tendrían entonces sus preguntas? ¿Torturarlo, avasallarlo?
Pienso ―y ojalá esté usted de acuerdo conmigo―, que esas preguntas tienen un único propósito: hacerlo crecer.