Esto no quiere decir que el nasobuco es una mordaza metafóricamente hablando. Esto tampoco quiere decir que el nasobuco, al colocarse de modo que cubra la boca, como lo haría una mordaza, tome por ello la condición de mordaza. Esto quiere decir que el nasobuco, como obligación, es una mordaza.
El YoTeProtego / TúMeProteges es una mordaza.
El YoMeQuedoEnCasa / QuédateTúEnLaTuya es una mordaza.
La nueva normalidad tiene muy poco de nueva, al menos en lo que a mecanismos de instauración de dicha normalidad concierne. Se nos exige ahora, bajo el pretexto de la protección y la seguridad de todos, que cubramos nuestras narices y bocas, como antes se nos exigió, desconozco bajo qué pretextos, que cubriésemos nuestros pechos, nuestros genitales y culos. Dependiendo de qué cuerpos, a algunos se les ha exigido más que a otros.
Decía el filósofo Byung-Chul Han que ver la faz descubierta de los ciudadanos europeos en la primera etapa del virus le resultaba casi obsceno. Todos sabemos que salir a la calle con determinadas zonas descubiertas es un delito legal. Salir ahora sin nasobuco es también un delito legal.
La nariz y la boca han sido órganos medianamente controlados y regulados en la esfera pública y social: no comas con la boca abierta, no hables con la boca llena, no te metas los dedos en la nariz ni en la boca, si estornudas tápate la nariz, si bostezas tápate la boca… Con la ley del uso obligatorio de la mascarilla en el espacio público, cada una de estas normas se cumplen automáticamente; como cuestión de economía de leyes nadie puede negar que es una muy buena idea.
Podría pensarse que todo esto es una exageración, y que estas condiciones excepcionales durarán solo un tiempo determinado, pero me es muy fácil imaginar un futuro no muy lejano en el que cubrirnos la cara sea parte de nuestra rutina diaria al vestirnos.
Meditemos un segundo al respecto: ¿Qué hay de extraño en una nalga o una teta, y no en una rodilla o un codo? ¿Qué hay de extraño en un pene o una vagina, y no en una nariz o una oreja? ¿Y qué hay de obsceno en todo ello?
Muchos de nuestros problemas se resolverían si descentralizáramos el placer genital, como nos pide Paul B. Preciado. Si dejáramos de controlar política y socialmente nuestros órganos y sus funciones, como nos piden Deleuze y Guattari. Si inventásemos otra estética, otro placer, otra sexualidad…
En la nueva normalidad, saltarse las medidas de confinamiento, distancia social y reuniones de grupo, aunque sean en tu propia casa, es un delito legal. El ciudadano que ose cometer estas infracciones enseguida se verá increpado por su vecino o por cualquiera que se cruce con él por la calle, y si no obedece ante este llamamiento se llamará a la policía.
Cerrar una frontera, sea esta la puerta de tu país o de tu casa, no detiene ningún virus, pero sí satisface la idea nacional de que nuestra tierra es para nosotros.
Durante la Segunda Guerra Mundial era común que las mujeres europeas utilizaran turbantes para esconder sus cabellos, difíciles de mantener limpios y brillosos en las duras condiciones de aquel momento. Después de la guerra, cuando ya no era necesario seguir utilizando el turbante, Simone de Beauvoir lo mantuvo al punto de que se convirtió no solo en su seña de identidad, sino en una extensión de su cuerpo; en su funeral, la mostraron ataviada con un imponente turbante rojo.
Para la clase burguesa femenina europea, el turbante rojo de Simone de Beauvoir no solo representaba un ataque a la identidad de género, sino a la identidad nacional. El pelo largo y sedoso, símbolo identitario femenino (que aún hoy se mantiene vigente, como puede apreciarse en la foto del cartel que acompaña este artículo), estaba ausente. El turbante anulaba el valor identitario del pelo y trazaba una línea de similitud con la identidad, estética y religiosa al menos, de mujeres africanas, asiáticas, árabes, musulmanas…
Hasta hace unos meses, llevar un burka en cualquier sitio del espacio europeo, además del rechazo social que generaba, era un delito anticonstitucional. El rostro cubierto atentaba contra la seguridad social, al impedir el reconocimiento identitario del individuo. Hoy, con la crisis desatada por la COVID-19, el delito se ha invertido: llevar el rostro descubierto atenta contra la seguridad social al permitir la propagación del virus.
Llamarlo hipocresía sería demasiado ingenuo por nuestra parte. Las restricciones de la cuarentena ya eran la realidad cotidiana de muchas identidades.
Antes de la pandemia, era común escuchar la frase: “Los chinos son una plaga, están en todas partes”. Después de la pandemia escuchamos constantemente: “Los chinos son una plaga, una pandemia y un virus”. Sin embargo, la gran mayoría de los nasobucos que ahora todos utilizamos son fabricados en China.
No faltará quien diga que como estrategia comercial y económica no tiene igual: exportar un virus que contamina a través del aire para luego exportar las mascarillas. Pero resulta que China es el primer exportador mundial de la mayoría de productos que se comercializan, desde la industria textil hasta la tecnológica. La ropa que llevas puesta mientras lees este artículo, incluyendo tu nasobuco, se hizo en China. El dispositivo electrónico que estás usando para leer este artículo, se hizo y/o se ensambló en China.
No queremos a los chinos, pero sí queremos que trabajen y produzcan para nosotros.
La crisis sanitaria ha hecho aún más visible la necesidad urgente de la protección del medio ambiente y de la naturaleza, que ya se venía reclamando con fuerza. Hasta los más reacios han empezado a cambiar de opinión. Pero este término es cuanto menos deshonesto, o un eufemismo. El medio ambiente al que nos referimos es un medio y un ambiente escrupulosamente purgados de elementos indeseables. La naturaleza a la que nos referimos es una naturaleza conquistada, colonizada y domesticada. Una naturaleza meticulosamente desnaturalizada.
Ahora nuestro cometido no es solo purgar la naturaleza de virus, bacterias y protozoos. Con el auge de los nacionalismos y la creciente acumulación de poder en algunos individuos, está claro que la lista de elementos indeseables ha aumentado en demasía.
Nos reproducimos desorbitadamente y sin reparo, pero tenemos miedo los unos de los otros. Tenemos miedo de lo que realmente implica la vida, queremos controlarla y regularla a nuestra conveniencia. Queremos decidir qué vidas importan y qué vidas no. Queremos decidir también cómo estas vidas deben ser vividas. Queremos inmunidad absoluta, aunque solo para unos determinados cuerpos. Creemos que algunos cuerpos son una amenaza para esta inmunidad.
Ya se ven ofertas de trabajo que piden como requisito indispensable un certificado de inmunidad. Ahora mismo se está desarrollando todo un mercado negro para suplir la demanda de dichos certificados. La inmunidad es la nueva identidad más cotizada, no solo laboralmente.
Los defensores y amantes de la caza alegan, a su favor, que esta es beneficiosa para los animales en un sinfín de aspectos, aunque los animales, como es lógico, no sean conscientes de ello. Para empezar, el cazador se encargará siempre de que ninguna especie que desee cazar desaparezca, puesto que todo el que ama la caza necesita algo que cazar. La caza, además, regula la relación entre el animal y su hábitat, evitando que la superpoblación destruya el entorno en el que vive. La caza vela por la proporción justa entre machos y hembras. Y lo más importante: mejora la especie. Elimina a los especímenes menos aptos. Estéticamente, mejora incluso la belleza del animal, imposibilitando, por ejemplo en el ciervo, la reproducción de aquellos ejemplares cuyos cuernos no crecen de la manera deseada.
El cazador lanza besos y dardos a la vez. El cazador es al ciervo lo que el Estado, con sus instituciones y corporaciones, es a nosotros. Con la diferencia de que el Estado se esfuerza en hacernos conscientes no solo de lo beneficioso que es, sino de lo imprescindible que, en términos de beneficios, resulta para nosotros.
La realidad es que, en un entorno natural, la vida humana es breve y miserable. Estar vivo implica estar constantemente expuesto a la muerte. Superpoblación, hacinamiento, miseria, hambre, insalubridad, vejez, accidentes, diversas enfermedades, mortales o no, curables o no, dependiendo del lugar donde te encuentres y de los que gestionen y controlen las curas… Sin hablar de guerras y conflictos armados, que muchos insisten en categorizar como propios de la naturaleza humana. No salen en los titulares de nuestros periódicos, pero basta con echarle un vistazo al reloj mundial. No viviremos más cubriéndonos, aislándonos y recluyéndonos. O tal vez sí, pero estaríamos entonces sobre-viviendo, y es bien sabido que sobrevivir no es lo mismo que vivir. La esperanza de vida no es un dato de la naturaleza.
No estoy hablando aquí de imprudencia, de insensibilidad o de indiferencia. Estoy hablando de imposibilidades e imposiciones. De constricción, de miedo, de obediencia sin cuestionamiento y contestación. Estoy hablando de nuestra capacidad arrebatada de gestionar colectivamente el espacio y la vida, de nuestra capacidad arrebatada de encontrar colectivamente el equilibrio con lo que nos rodea.
Estoy hablando de la capacidad, aún nuestra, de apropiarnos colectivamente de los mecanismos y herramientas que nos permitirán prepararnos para las pandemias que vendrán. Incluso cuando se consiga la vacuna para este virus, sobrevendrán otros. Las vacunas no son para todos y no previenen todas las enfermedades. Las vacunas, sobre todo, no previenen los virus ideológicos.
Estoy hablando de ciervos y cuernos torcidos. Estoy hablando del ciervo que, con los cuernos torcidos, un día derriba inesperadamente, de una vez y por todas, a su cazador.
De ciervos y cuernos torcidos – Ana Lourdes.
Abracemos el contagio
Abracemos el contagio, convirtámonos todos ahora en la amenaza, que nuestros cuerpos se conviertan ahora en las propias bombas, que nuestras venas se conviertan ahora en los conductos y nuestra sangre en la dinamita, que nuestra propia respiración se convierta en lo que activa el mecanismo detonante.