POR CUANTO:
Desde su introducción, el recientemente emitido —y ya en vigor desde el 27 de agosto— “Decreto-Ley no. 373: Del creador audiovisual y cinematográfico independiente” se posiciona como una extensión, enmienda, actualización o reforma si se quiere, del código rector del cine cubano: la Ley de Creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) del 20 de marzo de 1959, orgullosamente enarbolada como la primera ley cultural del proceso revolucionario.
Esto es algo que, en esta nación de símbolos —con los símbolos, por los símbolos y para los símbolos—, le confiere una doble sacralidad que convierte en herejía la mera idea de su posible derogación a favor de una nueva ley de cine, que por obligación revisaría a fondo las funciones y potestades del ICAIC para rejerarquizar su rol “cimero” dentro de las dinámicas fílmicas locales.
La institución ICAIC se convertiría entonces en parte de la ley, y no en razón de esta, como ha resultado hasta ahora —que el audiovisual cubano está regido por una ley de fundación que confiere, por defecto, todas las potestades a una institución. Y no por una ley de cine que regule las potestades de dicha institución en un panorama fílmico nacional más amplio y complejo.
POR TANTO:
Nada más lejos de esto se posiciona el actual Decreto-Ley 373, cuyo Artículo 15.1 (capítulo VI) reza:
“El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos es la entidad rectora de la actividad audiovisual y cinematográfica, para ello fomenta y controla la producción, distribución, exhibición, promoción, comercialización y conservación del cine, en estrecha relación con los creadores audiovisuales y cinematográficos independientes; atendiendo a criterios artísticos enmarcados en la tradición cultural cubana y en los fines de la Revolución que la hace posible y garantiza el clima de libertad creadora”.
(Ya no tanto así, aunque tales eran las intenciones de esas épocas prístinas. La primera piedra lanzada poco tiempo después contra P.M., de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, marcó el resquebrajamiento).
POR TANTO:
Tal aseveración es casi tajantemente —y de manera redundante— reforzada por la complementaria Resolución 44 del Ministro de Cultura, cuyo inciso b) establece que el ICAIC tiene entre sus funciones “aprobar los contenidos cinematográficos que pueden ser exhibidos en los cines y salas de video, y dirigir, controlar y ejecutar su distribución y exhibición”, así como “dirigir y controlar la producción, programación y exhibición de obras audiovisuales con énfasis en el dibujo animado, destinadas a la formación ética y estética, fundamentalmente de niños y adolescentes”, según determina a continuación el inciso f).
La monumental reducción de la animación a lo que es una mera técnica (el dibujo animado) de tantas que componen la diversísima gama que aún no conoce límites creativos ni conceptuales, y el más gigantesco aún encasillamiento de esta en el nicho didáctico y moralista, habla de un hondo desconocimiento y de una concepción instrumental y accesoria de las artes.
Una vez más, la animación es vista por el ojo oficial a través de una lente pacata y kitsch, a contracorriente de los potenciales que durante los sesenta patentó a manos de artistas cubanos, y que actualmente laten en no pocas obras gestadas, tanto desde las artes visuales como desde el redil fílmico.
Este detalle “nimio”, casi perdido en la maraña de disposiciones, no incumbe solo a los “muñequitos”, sino que es sintomático de un espíritu conservador, reaccionario e ignorante general, que puede terminar envenenando con su sabor a vino de plátano podrido otras esencias más benévolas y positivas de esta legislación.
POR TANTO:
El Decreto-Ley 373 no es una ley de cine. No es la Ley de cine que solicitaron los realizadores cubanos hace unos años en sus reuniones del Centro Cultural Cinematográfico “Fresa y Chocolate”.
Un observador optimista pudiera afirmar que apenas “estamos empezando a construir la Ley de cine” que irremediablemente vendrá, aunque quizás no en esta generación. Varios productores y directores alertaron enseguida en redes sociales que la brega por la legislación definitiva no debe acabar.
POR TANTO:
El presente documento solo sincroniza al audiovisual cubano con otros campos creativos como las artes visuales, cuyo Registro del Creador permite a sus asociados comercializar sus obras, o la literatura, cuyo Registro del Creador Literario legitima al escritor como una profesión merecedora de todos los beneficios laborales.
A la larga, evidencia cuán alienada estaba la esfera fílmica respecto a su propio contexto, en temas de reconocimiento legal básico. Cuadros y esculturas sí, películas no. Algo así. Al moverse, las imágenes parecen ser más peligrosas que cuando son grafías o figuras estáticas.
Previo a este estatuto, el Decreto extracta para su sección introductoria los respectivos “Por cuanto” 2, 6 y 7 de la Ley 169. Se asume como concepto axial que el cine “constituye por virtud de sus características un instrumento de opinión y formación de la conciencia individual y colectiva y puede contribuir a hacer más profundo y diáfano el espíritu revolucionario y a sostener su aliento creador […] y, contribuir naturalmente y con todos sus recursos técnicos y prácticos al desarrollo y enriquecimiento del nuevo humanismo que inspira nuestra Revolución […] el cine, como todo arte noblemente concebido, debe constituir un llamado a la conciencia y contribuir a liquidar la ignorancia, a dilucidar problemas, a formular soluciones y a plantear, dramática y contemporáneamente, los grandes conflictos del hombre y la humanidad”.
Quizás por considerarlo poco explicativo, quizás por juzgarlo casi una entelequia, quizás por estimarlo demasiado ambiguo y abierto, o sencillamente poco argumentativo, se vadea el muy conciso, pero más definitorio apotegma (casi axioma) de todo el documento, que lo encabeza como espolón de proa: “El cine es un arte”.
Quizás lo obliteraron por nada.
CAPÍTULO I
Una vez autorizado el reconocimiento legal de la figura del creador audiovisual y cinematográfico —ya que el Decreto-Ley parece optar por deslindarlos entre cineastas y cultores de otros géneros pensados para el resto de las plataformas audiovisuales— y sus empresas productoras —aquí se les nombra eufemísticamente “colectivos”— el Artículo 6 (capítulo III) subordina al ICAIC el Registro del Creador Audiovisual y Cinematográfico, donde han de inscribirse todas estas personas y entidades, so pena de operar ilegalmente. Proceso de asiento que ya está en marcha, incluso en medio de las carestías que han reducido significativamente las dinámicas de muchas instituciones a casi un estado de latencia.
Un detalle muy importante cierra el uróboros: la entrada a este registro depende de dos comités de admisión, respectivamente encabezados por los presidentes del ICAIC y del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), según las afinidades discursivas y estéticas que puedan tener los creadores con los medios canónicos rectorados por ambas instituciones. Alarmantemente a espaldas de las nuevas (ya no tan nuevas, en tanto más consolidadas y maduras) plataformas propiciadas por el ciberespacio, para las cuales ya se producen contenidos en Cuba.
Según dicta la resolución 45 del Ministerio de Cultura —otra de las varias que complementan y desarrollan lo establecido por el Decreto-Ley— en el inciso a) del Artículo 17.1 (capítulo III) del Reglamento del Registro del Creador…, estos comités los integrarán “cuatro creadores audiovisuales y cinematográficos que se convoquen por el Presidente de acuerdo con el cargo artístico o cargos artísticos que se soliciten”, además de “otras personas, las cuales tienen voz y voto, para realizar un análisis donde primen los criterios artísticos, en todos los casos su composición es impar y no debe exceder de siete (7) integrantes, con la presencia mayoritaria de creadores”, según el Artículo 18.2 que le continúa.
Queda bastante claro que la referida convocatoria del Presidente del ICAIC a los potenciales miembros se realizará de manera unilateral. Sea por la mera voluntad del funcionario de marras o por decisión conjunta de sus ejecutivos y directivos de menor rango inmediato, la Institución tiene la potestad de decidir a “quiénes” convocará a la mesa.
Este punto, cuando menos, parece obliterar los más de cinco años que se reunió, discutió, trabajó y propuso el llamado G-20 y la más amplia Asamblea de Cineastas, de la cual el primero era una representación elegida con funciones más sistemáticas como, por ejemplo, pensar la legislación que se deseaba, proyectarla, parirla.
Dinámica semejante sucederá para el caso del Comité de proyectos que evaluará las propuestas presentadas a la futura Oficina de atención a la producción audiovisual y cinematográfica, establecida y reglamentada por la Resolución 47 del Ministro de Cultura para “para facilitar y garantizar la producción audiovisual y cinematográfica que realizan los creadores audiovisuales y cinematográficos independientes y los Colectivos de Creación Audiovisual y Cinematográficos”.
Junto al representante de la Oficina, integrarán este grupo “hasta ocho creadores audiovisuales y cinematográficos con amplia trayectoria en el sector cinematográfico” (valga la redundancia).
No sucede así para la futura Comisión fílmica, establecida y reglamentada por la subsiguiente Resolución 48 del mismo ministro, que se encargaría “de promocionar a Cuba como destino para la realización de producciones audiovisuales y cinematográficas, así como promover los servicios de la industria audiovisual cubana y el talento nacional”.
Según el respectivo Artículo 4 (capítulo III), este grupo estará permanentemente integrado por “representantes de los ministerios del Interior, de Relaciones Exteriores y de Turismo, así como del Instituto Cubano de Radio y Televisión y de la Aduana General de la República”.
Apunta el inmediato Artículo 5 que el “Presidente de la Comisión Fílmica puede coordinar la participación en sus reuniones” (…pausa expectante…) de “representantes de los órganos estatales, de organismos de la Administración Central de Estado y de los consejos de las administraciones locales del Poder Popular, así como cualquier otra institución o entidad”.
Quizás en este último apartado, donde se prevé la convocatoria a “cualquier otra” organización relacionada con estas funciones, puedan ubicarse eventualmente las empresas productoras, los colectivos que no tienen otro camino que desarrollarse, ampliarse, competir y colaborar, hasta ganar cada vez más relevancia en el ámbito fílmico y artístico en general, o extinguirse en el intento, por ley natural.
Pero, ¿por qué no pueden ser considerados desde el principio para sentarse a esta mesa tan importante, que quizás pueda retomar la experiencia de la filmación del blockbuster Rápido y furioso 8, con todo su abanico de posibilidades de empleo para productores y empresas relacionas con el perfil?
Así como los copiosos ingresos obtenidos de estas colaboraciones: como sucede con otras naciones dotadas de sólidas leyes de cine, pueden convertirse en definitorios fondos para la estimulación del audiovisual nacional, nutriendo y engrosando saludablemente el Fondo de Fomento del Cine Cubano que establece la Resolución 49 del Ministro de Cultura, cuyo objetivo axial es “la asignación de recursos financieros a los mejores proyectos de creadores audiovisuales y cinematográficos independientes o Colectivos de Creación Audiovisual y Cinematográficos, que se presenten a la convocatoria pública que a ese efecto emite el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos”.
No es tan descabellado razonar así, ¿verdad?
No obstante, la inclusión de creadores en la mayoría de los círculos decisores no deja de ser en esencia una iniciativa relativamente justa, agregando un matiz participativo a lo que sigue siendo hegemónico. Pero tampoco parece querer que se asuma el Decreto-Ley como una continuidad de las labores desplegadas por el G-20 cubano, integrado plenamente por realizadores e intelectuales, creadores todos. Algo mucho más afín al ICAIC genésico (¿continuador de los senderos que perfilaron sus padres fundadores?) que el ICAIC del presente.
Quizás coincidan algunos de los integrantes de este grupo en las futuras comisiones, o aparezcan todos, lo cual hablaría a favor de una verdadera política dialógica y de buena voluntad. Quizás no, y las mismas bases del entendimiento se verían resquebrajadas.
Legislar, literalmente, que los miembros de las comisiones sean escogidos de entre dichos creadores e intelectuales, sería una ingenuidad “coyuntural” (siento un “coyuntural” rechazo a emplear el término, mas es el apropiado) para una ley que puede trascender el término de la vida natural de las personas; pero “quizás” pudiera haberse relegado en los artistas la elección directa de sus representantes a estos círculos de escogencia.
De hecho, aunque indiscutiblemente motivado por el llamado de atención —sin precedentes en la comunidad artística cubana desde 1959— de la colectividad fílmica nacional, el 373 tampoco refiere siquiera este catalizador definitivo de su existencia presente; sino que se ancla en los mencionados principios de la Ley 169.
Los sucede la sucinta argumentación de que en Cuba la “producción audiovisual y cinematográfica se ha incrementado a partir de variados soportes y modalidades que han favorecido la aparición de nuevas perspectivas creativas, tecnológicas y productivas, lo que aconseja aprobar la figura del Creador Audiovisual y Cinematográfico Independiente y los Colectivos de Creación Audiovisual y Cinematográficos, así como crear el Registro del Creador Audiovisual y Cinematográfico y el Comité de Admisión, al efecto de garantizar la calidad de sus producciones y el adecuado uso de los recursos que el país emplea en el desarrollo de esa actividad”, según establecen el tercero y el último de sus “Por cuanto”.
En detrimento de la consecuencia histórica, no se dedica ni una referencia de soslayo al proceso de brega intelectual detonado por la Asamblea de Cineastas, cuyas sesiones fueron sucedidas y simultaneadas por intensas polémicas en los medios digitales a raíz de sucesos como el veto de la cinta Santa y Andrés, de Carlos Lechuga, y los sonados diferendos de la junta directiva de la Muestra Joven ICAIC con su patrocinador institucional por el otro veto decretado sobre la proyección de la cinta, entonces en proceso, Quiero hacer una película, de Yimit Ramírez.
Estos sucesos y procesos, en espera de antologadores e historiadores futuros, sin duda han engrosado los anales de la nación y han provocado y catalizado este Decreto-Ley y la actual actitud dialógica que el ICAIC sostiene con los realizadores independientes. La memoria puede ser una gran aguafiestas, pero la vida no se debe escribir alegremente desde cero cada día.
En lo personal, no quiero que un observador misantrópico, como el Sergio coleccionista de mementos subdesarrollados, me descubra vagando por las calles, embargado en la más alegre amnesia histórica.
CAPÍTULO II
Como señalé antes, ante los rediles enmarcados en los perímetros taxonómicos del ICAIC y el ICRT —entidades concebidas y fundadas hace más de medio siglo— surgen otras interrogantes para el presente, y sobre todo para el futuro audiovisual de Cuba y de los cubanos, que desde ahora ya está siendo perfilado por el Decreto-Ley.
¿Cuál de estas dos instituciones acogería a los desarrolladores de videojuegos independientes, a los realizadores de webseries y obras para plataformas online, a los creadores de realidad virtual y realidad aumentada, a los ya abundantes youtubers e instagramers?
De todo hay ya en Cuba. De maneras más o menos emergentes, pero con perspectivas naturales de desarrollo y consolidación, fruto de la lógica sincronización del país con las dinámicas mundiales que en este siglo XXI ya han dejado atrás la era broadcasting. Sin desaparecer, los soportes canónicos como el receptor de radio, la pantalla de cine y el televisor, han sido reformulados y obligados a convivir con otras nuevas y muy particulares plataformas como las referidas.
El Artículo 3 (capítulo II) del Decreto-Ley actual define al creador audiovisual como alguien que “realiza o participa en obras audiovisuales de manera autónoma, fijadas en cualquier medio o soporte”; y su Artículo 13 (capítulo 5) considera colectivos de creación audiovisual y cinematográficos “a los creadores audiovisuales y cinematográficos independientes que se unen para producir obras audiovisuales en todas sus fases y modalidades”.
Por fortuna, ambos ofrecen un campo de inclusión para los gestores independientes o asociados de estas modalidades propias del ciberespacio; o de dispositivos-plataformas como el propio caso de la realidad virtual, que irónicamente retrotrae la experiencia audiovisual al plano individual. Las características “gafas” resultan una suerte de kinetoscopio de la era espacial.
No es desatinado asumir y afirmar que el reconocimiento legal de los creadores audiovisuales y cinematográficos —manera que tuvieron los redactores del Decreto-Ley para deslindarlo entre cineastas y cultores de otros géneros pensados para el resto de las plataformas audiovisuales— y sus empresas productoras —aquí nombradas eufemísticamente “colectivos”— deja atrás el reconocimiento tácito y alegalmente ambiguo que de su existencia tenía la institución hasta ahora.
Como sea, de la permisividad se pasa al compromiso. Del fuera de campo latente se pasa al plano general con esta ley que aparece casi dos décadas después de la concepción de la Muestra Joven ICAIC y a casi tres del Almacén de la Imagen de Camagüey —casi olvidado predecesor del evento habanero, aunque desjerarquizado por fatalismo geográfico y otros demonios.
Ambos eventos devinieron consolidación de procesos iniciados con la misma fundación de la Asociación Hermanos Saíz y sus posteriores talleres de realización de finales de los años ochenta, resultando indiscutibles primeros hitos en la erosión de una hegemonía institucional. Hubo que hacerle algo de espacio a las producciones alternas y ajenas al sistema de producción institucional. Y sobre todo divergentes, en muy diversos grados, de las líneas de discurso y representación del mainstream, de los postulados políticos, morales y sociales preconizados y priorizados por la orientación oficial.
La exigüidad de las colaboraciones entre empresas productoras y realizadores independientes —jóvenes la mayoría— y el ICAIC, apenas ha ido más allá de la regular organización de la Muestra, como oportuna pero sesgada vitrina.
La producción de Tres veces dos (2003) y La Piscina (Carlos Machado Quintela, 2011), la exhibición en los cines de cintas independientes como El acompañante (Pável Giroud, 2016) y El extraordinario viaje de Celeste García (Arturo Infante, 2018) o Un traductor (Rodrigo y Sebastián Barriuso, 2018), la entrega de fondos en espacios de licitación fílmica o pitching, son algunos de los hitos más importantes.
Todo esto delata, desde hace ya mucho tiempo, la quebradura de una lógica sobrentendida entonces por los jóvenes padres fundadores del ICAIC, quienes, respecto al panorama previo a 1959, eran otros tantos jóvenes realizadores independientes de la industria, y disensores abiertos del statu quo.
Y es que el ICAIC fue precisamente su oportunidad de romper molduras, de instituir la alternativa: un fraseo tan bello como el parisino y sesentero “Prohibido prohibir”, pero contrasentido dialéctico al fin que, más pronto que tarde, revela su distópica imposibilidad.
Fue la oportunidad de ellos, hombres (las mujeres permanecían discretas, aunque potentes) de su época, para preconizar y hacer un cine otro, propiciado y catalizado por el “nuevo humanismo que inspira nuestra Revolución”, según reza el sexto “Por cuanto” de la ley de 1959. Siempre “atendiendo a criterios artísticos enmarcados en la tradición cultural cubana, y en los fines de la Revolución que la hace posible y garantiza el actual clima de libertad creadora”, según el inciso a) del Artículo 1 de la 169 de 1959.
Esta ley longeva, que condiciona a mujeres y hombres de esta (otra) época, lleva entonces implícito que el ICAIC sería el destino natural para todos los gestores cubanos de imágenes en movimiento. Encontrarían en su seno todo el apoyo en cuestiones de producción y distribución nacional e internacional.
La historia de las últimas décadas ha demostrado que no ha sido así, dada la gruesa lista de películas sin distribuir ni estrenar año tras año; lo escasa de la producción propia del ICAIC, además de lo artísticamente fallida que es en su mayor parte; el bypass aún discreto que los productores y casas productoras practicaron entre su limbo alegal y desprotegido, y el circuito de festivales internacionales. Tal ha sido un atajo efectivo que, además de revelar las calidades y discursos otros de los indies cubanos, patentiza las habilidades de estos productores de nueva generación para gestionar la visibilización de sus obras.
Como ya referí, el Almacén y la Muestra serían un primer paso entonces, decenas de años atrás, para un posible e imprescindible reacomodo de las maneras, modos y perspectivas del ICAIC. Proceso que quedó trunco en su progreso dialéctico que casi seguro hubiera derivado en la redacción de una ley de cine más inclusiva, donde el Instituto devendría facilitador neutral de procesos audiovisuales plurales y simultáneos de muy diversa guisa. Y mantendría los cines cubanos llenos de películas cubanas todo el año, para solo hablar de la sed que los públicos nacionales tienen de ver a su nación representada.
Sin pedir poesía o excesivo análisis crítico a los “Por cuanto” que señalan “los variados soportes y modalidades que han favorecido la aparición de nuevas perspectivas creativas, tecnológicas y productivas”, sin pedir siquiera estilo a la redacción de una ley, no deja de disonar el calificativo de “nuevo” para definir a las concepciones creativas y las estrategias productivas de la zona independiente.
Heterodoxas, diferentes, irregulares, extremas a veces. Pero no se está hablando de una fenoménica nueva, pues ya implica a casi tres generaciones. Aunque cincuentones como Jorge Molina y Kiki Álvarez, y cuarentones como Giroud, Arturo Infante, Miguel Coyula y Raydel Araoz sigan siendo calificados de jóvenes.
(Arturo Sotto, Lester Hamlet y Esteban Insausti pertenecen a este redil generacional, pero su diálogo con el ICAIC ha sido más fluido, redundando a favor de varias producciones de sus respectivas autorías. Pero, incluso así, la inercialidad perceptiva también tiende a seguirlos calificando de jóvenes).
De seguro no es un piropo a la lozanía que mantienen de algunos, sino una taxonomía operativa que ha permitido mantener a esta zona en un reducto de escaramuza emergente e infantilización conveniente. Incluso, es una trampa perceptual fruto de la propia invisibilización de las obras de estos y muchos más creadores, respecto a las producciones pensadas desde el ICAIC.
Hasta que la presión acumuló suficientes atmósferas para trascender el redil generacional, y hace alrededor de un quinquenio —que también ha estado lleno de amarguras— los creadores fueron convocados por Álvarez y las reuniones del conocido como G-20, casi siempre localizadas en el “Fresa y Chocolate”. Allí explicitaron la necesidad ingente de pensar y articular una ley de cine que sustituyera la legislación vigente, que solo establece el establecimiento de una institución plenipotenciaria, cuyo inevitable carácter veleidoso no previeron entonces sus fundadores, y si lo advirtieron luego, ya fue demasiado tarde.
CAPÍTULO III
A pocas horas de publicada la Gaceta Oficial —No. 43 Ordinaria de 27 de junio de 2019—, el crítico Gustavo Arcos recalcaba consecuentemente la ausencia en el Decreto-Ley 373 de cualquier mención a posibles compromisos o intenciones de distribución interna y externa de las producciones independientes. Aunque en el Artículo 11 de la Ley 169 puede leerse que el ICAIC:
“…se encargará asimismo de promover la distribución de los filmes cubanos en el mercado nacional en una forma organizada y sistemática, interesando a las casas especializadas en esta forma del negocio cinematográfico o sustituyéndolas por una empresa subsidiaria del Instituto en caso necesario”.
Así como su Artículo 13 faculta al ICAIC “para establecer los principios, medidas y reglamentos o proponer las leyes o decretos y decretos-leyes que resulten convenientes y necesarios para la protección de los filmes cubanos de largo y corto metrajes en los mercados internos y extranjeros, atendiendo a un régimen de verdadera, justa y proporcional equidad”.
Aunque aquí se hable más específicamente de protección en circuitos comerciales, de los cuales el interno es poco menos que inexistente, en un contexto donde todas las salas y otros espacios de proyección legales están administrados completamente por el propio ICAIC. Dependientes por completo de su departamento de programación, donde no se es precisamente generoso con las producciones independientes, en cuyo redil se pueden incluir los “ejercicios” y tesis de las dos academias oficiales: la Facultad de Medios Audiovisuales del ISA y la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
Más allá de las fugaces proyecciones organizadas muy puntualmente por la Muestra y el Almacén, el grueso de estas obras no tiene oportunidad de llegar a las salas del país. Poco o nada también disfrutan por parte del ICAIC, en este momento, de su proposición y postulación a plataformas internacionales como los festivales, o a los propios circuitos comerciales de los “mercados extranjeros”.
No obstante, en los documentos acompañantes al Decreto-Ley se advierten resquicios permisivos, como el Artículo g) del Artículo 20 (capítulo IV) del Reglamento, donde se dispone como una de las “obligaciones” (más bien sería un derecho) los realizadores la producción de su obra “de manera individual o en asociación con otros creadores, así como distribuirla y comercializarla por sí o mediante terceros”.
Pero, ¿distribuirla dónde? ¿En salas cubanas? ¿Venderlas a la televisión?
Distribuir no es participar en festivales, muestras o eventos. Es proyectar con propósitos comerciales durante lapsos más o menos extensos y sostenidos, y frecuencias cuantiosas, para buscar la asistencia de los públicos a los diferentes cines que acojan las películas simultáneamente.
En el capítulo respectivo del Reglamento de los colectivos de creación audiovisual y cinematográfica —por un error de concordancia no advertido por los redactores, el documento oficial dice “cinematográfico”—, se registra también como derecho de las empresas productoras privadas (es lo que son) “distribuir su obra mediante las vías existentes”, según el inciso b), Artículo 9, capítulo IIS.
¿Cuáles vías?
¿Este acápite pudiera ser un muy tangencial enunciado de una futura reconsideración (y por ende rejerarquización) de las rutinas de programación en el circuito nacional de estrenos, más allá de los efímeros y limitados momentos anuales de la Muestra y el Almacén, acorde al Artículo 11 de la Ley de Creación del ICAIC, que le encarga “promover la distribución de los filmes cubanos en el mercado nacional”?
¿Tendremos mercado nacional de cine? ¿Tendremos ley de cine?
¿Ocurrirá una aplicación democratizadora del Artículo 10 de la Ley 169, que faculta al ICAIC para “promover la distribución organizada, controlada y permanente de los filmes cubanos en el extranjero”, ahora en coordinación y colaboración con los productores, estudios y empresas independientes?
¿O sencillamente es un reconocimiento de las gestiones que estos ya hacen, y puedan hacer en los diversos nichos internacionales, sin otro apoyo de la institución?
DISPOSICIONES (NO) FINALES
Preguntas, preguntas, preguntas.
Expectativas, expectativas, expectativas que se extienden hasta el horizonte.
Preguntas de las que sé, y sabemos, de antemano, algunas de sus tristes respuestas; pero una vez más voto —votamos— por un escéptico optimismo; confío en que el movimiento trascenderá al estatismo. En que el movimiento, única ley verdaderamente universal, absolverá y condenará justamente a los justos y a los injustos.
Aunque no sé en cuál bando apareceré —apareceremos— entonces.
Algo que sí creo seguro es que este Decreto-Ley 373 es solo un pequeño paso para un país, pero un importante salto para la cultura cubana, pues ante todo, es ostensible y a la vez mudo testimonio de una pujanza intelectual.
Es un rayón en el exoesqueleto.
Es una discreta prueba, casi un amago, de que el diálogo es posible en condiciones más equilibradas que de costumbre.
Es una carrerita asustada que tuvo que dar la Reina Roja para permanecer en su casilla.
¿Es una chispa de la que nacerá la llama?
No sé, querido Odóyevski, quizás nos baste con una chispa, so pena de incinerarnos a fuego lento una vez más.
La hora de los hornos no debe convertirse en el siglo de las parrillas.
¿Documentos extraviados de Chernobyl?
La muestra Documentos extraviados, de la artista peruana Sonia Cunliffe, es síntoma del escozor que han padecido no pocos en Cuba por causa del merecido salto a la fama de la teleserie Chernobyl.