DPEPDPE: ‘De pinga el país de pinga este’

Estos días van a ser imaginados
por los dioses
y los adolescentes que pedirán 
estos días para ellos.
Y se borrarán los nombres y las fechas
y nuestros desatinos
y quedará la luz, bróder, la luz
y no otra cosa.

Sigfredo Ariel

Treinta seis horas (y contando) sin corriente, sin agua, sin gas, sin vida. 

Mientras tanto, un país que no existe se aletarga cada vez más en la incertidumbre, en el cáncer plomizo de su autofagia. 

Una voz que clama en el desierto dice que “esta pinga no aguanta más”. Pero nadie hace caso a ese profeta anónimo. 

Más abajo del fondo, cuando nadie cree que pueda existir algo o alguien, ahí, codeándose con los peces abisales, está esta Isla al pairo, esta isla apuntalada entre mentiras, soflamas sin peso y manipulaciones ideológicas. 

Mientras tanto, el tubito de picadillo, el poco pollo que se pueda haber comprado a precios desorbitantes en una MiPyME y el pescado pudriéndose en el congelador. 

Las caras de desasosiego dicen más que muchas palabras apretujadas en la garganta, que muchos deseos anquilosados. 

Tirados en los contenes, a la vera de milagros que no llegan, se confunden las noticias más recientes. Con una macabra precisión trabajada a conciencia para conseguir el mejor de los resultados, se tergiversan verdades a medias, se cuentan mentiras, se riegan bolas. Cosas de un país empecinado en las mentiras. 

Un par de vecinos se cuentan esperanzados que ya han puesto la luz en El Vedado, que poco a poco las termoeléctricas echarán a andar, que ya falta poco.

Otros, más catastróficos, intentan hacer volar la tiñosa de que el apagón se extenderá una semana, diez días, ¿nunca más habrá luz?

Y otros vecinos se intercambian comentarios sobre que tal o más cual municipio se tiró para la calle. Hay que hablar en voz baja pues la paranoia está a la vuelta de la esquina. 

Llega uno, taxista, y cuenta que en Boyeros hicieron una fila con los tanques de la basura y cerraron la calle, que ya la gente no aguanta más. Pero, en la realidad más inmediata, todo no es más que eso: vagas noticias, actualizaciones sin forma de corroborar, en medio de un panorama desolador. 

Los niños corren y juegan, sin pensar en la debacle que atañe a sus padres. No hay escuela. Está suspendido el curso escolar por el déficit de energía. Está suspendido todo: hasta la decencia y la moral. 

Eso a un niño no le importa mucho. Lo que de verdad le importa es que el lunes, cuando toque empezar la semana, no habrá que estudiar, no habrá que usar pañoleta, no habrá que despertar temprano. Entonces podrán jugar. 

Un niño generalmente no piensa en por qué no hay electricidad, ni por qué la mentira y el cinismo imperan en un país detenido en el tiempo a base de ideologías sin resultados. 

Un niño no piensa en la comida que pueda echarse a perder en el refrigerador, después de más de un día sin electricidad, a expensas de que sus padres hayan tenido que montear la ciudad para conseguirla. 

Un vecino hace un intento de chiste que, al transcribirlo, queda despojado de su peso fonético, donde radica toda —o su poca— ingeniosidad. El vecino grita, entre otras cosas y en repetidas veces, que esta es una Isla sin gas, que vivimos en una Isla sin gas. 

En realidad, el chiste radica en la pronunciación corrida y sin la S final de gas: una Isla singá. Apócope atroz con acento agudísimo en la A.

Una le ríe la gracia y, con la poca carga que le queda en el teléfono, intenta entablar comunicación con otros familiares, para saber cómo están, para saber si siguen vivos en medio de la nada. 

Esporádicamente, se escuchan a los lejos algarabías, cazuelas, gritos. Ya la disidencia cazuelística no surte efecto. Ya de nada sirve sonar una cazuela en la noche más oscura de La Habana, porque no cumplen su objetivo. 

Se suman dos, tres, cuatro cazuelas más y tocan hasta el cansancio. Y la electricidad, el agua, el gas, la vida, todo brilla por su ausencia. 

El premio —¿premio?— al mayor esfuerzo de tocar repetidamente la cazuela, según cuentan algunas vecinas, que saben más bien poco de otros municipios, son unos escasos cuarenta o cincuenta minutos de corriente que luego, como es de esperar, vuelven a quitar como una penitencia, tal vez, por rebelarse con el sonido de la cazuela. 

Ayer, cerquita de la Plaza de la Revolución, se botaron para la calle, cuenta una. Y le pusieron la luz un ratico y se la volvieron a quitar después. 

El castigo es más duro tras la rebelión. Todo no es más que un simple chisme sin fundamento, una fila india de poquedades mal informadas. 

No hay internet. No hay manera alguna de enterarse qué sucede, más allá de la oscuridad de la noche y de la precaria situación hogareña, sin comida casi y con un mocho de vela que no llegará al amanecer. 

Cada uno entabla su propia pelea contra el demonio, contra ese monstruo que subyuga las esperanzas de un país mejor. 

Cada quien, desde su silencio, desde su falacia, desde su cazuela y su cubierto en plena sinfonía de barrio con hambre, busca hacer catarsis: despojándose poco a poco de ese miedo verde olivo de sesenta años que nos ha apretado la garganta. 

Los toques de cazuela se entremezclan con la clave cubana, como una rumba disidente, como un guaguancó del hastío, del rechazo al momento histórico sin luz. 

Se interrumpe, de repente, para que alguna voz de mujer exclame desde lo más profundo de su impotencia y su necesidad: “pongan la corriente, repinga”, porque la leche de sus hijos ya no se la da el gobierno, pues son mayores de siete años. 

Un par de chiflidos la alientan a seguir, a ver si se embulla y hace de sus palabras la necesidad de todos, que es gritar lo que todos necesitan oír. 

Pero, no. Después de eso, calla y la cazuela sonando suple el peso de la palabra. Poco a poco, se apagan las esperanzas, los ánimos rumberos, los minutos de cumplimiento disidente, y la noche lo envuelve todo en la más tétrica de las oscuridades. 

Es la oscuridad que genera la incertidumbre, el miedo a lo que vendrá luego. Reza un nefasto refrán que va de boca en boca —ahora más que nunca— que hoy estamos mucho mejor que mañana. 

Así ha sido todo, a pesar de las inconformidades populares, de los latones virados en el medio de las avenidas: un enorme signo de interrogación. 

¿Qué será lo próximo? ¿Más de setenta y dos horas sin decencia? ¿Sin agua para bañarse, sin luz para vivir, sin gas para comer, sin lo más mínimo para continuar creyendo en la vida? 

En Marianao, en el techo de un consultorio médico y con solo doce por ciento de batería en el teléfono, a treinta y seis horas (y contando) sin corriente, sin agua, sin gas, sin vida, la esperanza es una cosa que se mezcla con la rabia, con la impotencia mayúscula.

En el momento menos pensado, ojalá, eso puede estallar más allá de una cazuela o un grito aislado. 

La luz, repinga, la luz.





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