Se paró detrás de mí. Al principio no dijo nada. Era solo una respiración, un vaho de nariz caliente y pelos de dudosa higiene. Lo sentí en mi nuca. Tengo una nuca que tiende a sentir las respiraciones de nariz caliente y pelos de dudosa higiene.
Cuando mi nuca fue consciente de la presencia, le dio la orden a mis pies de que se tornaran suaves, despaciosos, no fuera nadie a notar la mezcla de asco con miedo que aquella calentura indeseada le había —a tan higiénica nuca— provocado.
Entonces vimos, la nuca y yo, que no estábamos equivocadas. La nariz estaba poblada no solo de pelos semiverdosos, sino también de espinillas negras y grasosas. Todo un espectáculo que mucha tinta habría hecho correr en el Ministerio de Salud Pública, si ellos (los del Ministerio) se dedicaran a lo realmente importante.
Mi nuca, más asqueada que segundos atrás, me ordenó decir “Hola” y eso dijo mi boca. Entonces, el señor a quien pertenecía la nariz no relevante para el Ministerio de Salud Pública, pero sí para mi nuca dijo: “Buenas”.
No nos sorprendimos. El equipo de “Hoy nos ducharemos mejor que nunca” que ya constituíamos mi nuca, mi boca y yo, de algún modo intuíamos que el saludo con el bisílabo “Hola” debía sonar al señor de nariz ardiente y séptica, cuanto menos, extranjerizante.
“Hola” decían los españoles, los argentinos, los mexicanos y quizá los de otras islas hispanohablantes, pero por aquí éramos más de “Buenas”. Porque sí. Para crear un estado general de bienestar que en algo compensara… bueno, todo lo demás.
El asunto es que ya puestos uno frente al otro, el señor (que así lo llamaba mi cabeza, mi boca sabía que de atreverse a pronunciar un vocativo debía de ser el irremediable “compañero”) se animó a pasar la línea divisoria entre su “buenas” —garante de atmósfera positiva— y mi “hola” —salido quizá de alguna de esas series que el ICRT gustaba en poner; esas que venían de España o de Estados Unidos dobladas en España que no eran lo mismo, pero que igual desembocaban en mi “hola” de otra parte.
El señor/compañero pasó la línea y lo sintieron ya no mi nuca, mi boca o mi cabeza que lo llamaba de cualquier modo (un modo de hotel para turistas) sino mi tronco, ese que desde siempre ha tenido su comité central en mi tamborilero estómago. Todo redoblaba por allí.
Pasó la línea y en ese instante supe que las historias de Yaliza, de Emilio, de Blanca, de Estela, de Rogelio, de Elsa, no eran (tal y como creí alguna vez) pura paranoia de jóvenes y embebidos lectores de Orwell y Kundera. No. Mi hora había llegado. Aquellas fotos en las que Yaliza me aseguró que yo aparecía, eran ciertas. Nos habían estado siguiendo los pasos. En cada recital de poesía de Blanca. Cada concierto de Rogelio. Cada exposición de Emilio. Allí estaban y con ellos sus cámaras de buscar rostros. Sus narices pobladas de mocos y pelos duros. Sus camisas Yumurí con el bolígrafo sin tinta colgado como solapín identificador de “secretas” fraternidades al servicio de… bueno, “sabrá Dios, una no sabe nunca nada”.
Imaginé los dedos con uñas mugrientas que apretaron el obturador, quizá los mismos que escribieron el reporte. Ese reporte que ahora podía imaginar sin haberlo leído: “la muchacha de la nuca protuberante y destacadamente limpia se ríe mientras toma té en la misma mesa en donde la poeta famélica lee versos, el pintorcillo de imposibles trazos habla de la paleta de Vermeer y el trovador arrogante les muestra su última colección de ripios disonantes y acordes mal puestos”. Era cierto. Lo había contado Yaliza antes y ahora ya estaba aquí. Nariz mugrienta acababa de confirmarlo.
Sin embargo, todavía tuve unos segundos para un mitin relámpago en el que mi cabeza ordenó a mi damnificada nuca, mis despaciosos pies (ya listos a la violencia de una carrera liberadora hacia cualquier parte) y mi tamborilero estómago, que se detuvieran y autopreguntaran: ¿qué han hecho ustedes en realidad? A ver tú, nuca, ¿te restregaste contra un preso político, te moviste negativamente en una reunión cualquiera de la UJC, la FMC, la FEU o los CDR? Y tú, estómago: ¿ingeriste acaso aquella bebida que bien sabías que el padre de tu amiga robó a los extranjeros, casi con su permiso, mientras les servía delicias prohibidas en algún salón reservado solo para ellos en laplayamáslindadelmundo? Y finalmente tú, boquita de hablar ligero, ¿dijiste su nombre para maldecirlo, lo acusaste de algo, lo calificaste de dic-ta-dor?
No. No. No.
Desesperados, los asistentes de mi silente mas urgente reunión, coincidían en negar.
A qué entonces aquel exceso de miedo. Aquella certeza de que nariz mugrienta venía a por mí. Que mis días de joven que toma té con diletantes artistas de provincia, creyéndose ella misma uno de ellos, habían terminado.
Decidí poner fin al festival del temblor que segundos atrás hubiera iniciado.
Respiré hondo con mi delicada y aséptica nariz rosa.
Entonces todo se vino cuesta abajo cuando decidí continuar el diálogo, superior y poseída de mi inocencia:
—¿Qué tal? —dije—. ¿Usted busca a alguien?
Continué con el interrogatorio de quien apenas está parada en la puerta de la Casa de la Trova de su ciudad natal y conoce allí a todo el mundo y todo el mundo la conoce y este señor/compañero que dice “buenas” puede estar solo tratando de que yo (buenamente) le indique el camino al baño, la hora de inicio del concierto o, mejor aún, ha confundido esta casa con la de los vecinos que venden, ilegalmente, puré de tomates maduros dos puertas hacia la derecha. Pregunté y volví a preguntar desde el aliento necesario que da el saberse cumpliendo el guion de una rutina necesaria cuando tienes veinte años y unas lecturas inadecuadas, pero urgentes, y el amparo de la ignorancia como sombrilla:
—¿Puedo ayudarlo en algo?
Así fue que finalmente regresé a ese lugar en donde las historias de Yaliza, de Emilio, de Blanca, de Estela, de Rogelio y de Elsa, se convirtieron en mi historia. Así fue que con otro bisílabo supe que Foucault y Kundera no mentían. Vigilar y Castigar podían tener la forma exacta de ese bisílabo. Aquel asignado por mi padre en la hora de mi nacimiento en olvidada isla.
Nariz mugrienta dijo:
—No, compañera Pé-rez. Solo le advierto que mantenga su nuca limpia, no vayan a manchársela esos que usted llama amigos.
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© Este texto forma parte del libro El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017).