El beso de Juantorena

1. 

Dentro de la casa del padre del Che, en Miramar, Ernesto Rafael Guevara Lynch, su mujer Ana María, argentina y mucho más joven, y los hijos de ambos, Ana Victoria y Ramiro, huele a extranjero. Los niños nos guarecemos dentro cuando rompe a llover. Además de los hermanitos del Che, estamos el primo Camilito, Patricia de Armas y yo. Jugamos a los escondidos dentro porque está lloviendo. El agua chapotea en las malangas y sobre el cristal de la puerta de corredera que da al patio de atrás, cae como una cortina de vidrio líquido sobre otra transparencia. 

Ana María nos acoge con afabilidad; cenamos los chicos en la mesa blanca de la cocina, sobre unas banquetas altas, tortilla de spam y cebolla, arroz blanco, platanitos maduros fritos. El viejo es escritor; se mantiene apartado sobre su escritorio, leyendo y tomando notas. Su oficina es abierta como una sala de estar. A sus espaldas, la célebre imagen de Korda, ampliada exageradamente, domina la escena e insiste en cierto rostro imborrable. Tengo 10 años.


2. 

Mary, la mujer de Raúl Roa Kourí, prepara una limonada. Marielita, la hija de ambos, trigueñita y regordeta, nos da un besito a instancias de la abuela Amalia. Silvio Rodríguez, hermano de Mary, se insinúa mientras mira por los visillos de la ventana que da a G, me dice “bonita, cómo estás” y añade algo sobre el color de mi pulóver rosa anaranjado brillante. Luego en casa, cuando mi novio, Carlos Portas Saura, se va a buscar algo de beber, desliza un piropo y me busca la mirada. Somos vecinos; vivimos puerta con puerta con los Roa-Rodríguez, en 21 y G. Otro día le digo que mi disco favorito es Mujeres, y se lo llevo para que me lo dedique. Estoy a punto de irme de Cuba. Tengo 17 años.


3. 

Alberto Juantorena viene a hablarme algunas tardes frente a verja de la casona de mi madrina de confirmación, Nenita Purón, en 42 y 3ra, en Miramar. Pasa a eso de las seis y saluda. Se detiene a hablar conmigo, hace preguntas, que si cómo está el agua de la piscina, quiénes son mis padres. Me dice rubia linda, me encaracola un rizo. Hoy me ha besado brevemente en los labios contra los pinos que crecen sobre la reja que da a la piscina. Me toma por la barbilla y me besa. Un beso suave, francés, siento su aliento sobre la boca. Bajo la mirada y me topo con sus bellos pies en sandalias de cuero, sus muslos de corredor, su miembro. Tengo 13 años


4. 

Mike Porcel me recoge en 42 y 3ra, en casa de mi madrina. Los Porcel fueron de oro con mis padres, cuando ya papi estaba ciego. Hoy Mike lleva camisa a cuadros azules y blancos, y pantalón de corduroy rojo vivo. Me toma de la mano para ir a la iglesia. Al ver que me sonrojo no duda en decirme que si él no estuviera casado con Milady sería mi novio; me habla como si yo fuera una niña pequeña y esto agrega un encanto a la escena. Bajamos por la 3ra avenida pasando por la rotonda partida en dos, hacia la calle 60, para luego subir hasta 5ta B y 62, que es donde está la capilla de Santa Rafaela María, a un costado de la escuela secundaria Manuel Bisbé. Pepín y Pepino lo esperan afuera. Mike dirige un coro allí y en San Antonio (soy de los más jovencitos del coro). Lo hace con swing y estoicismo. Destronado y puro. Tengo 15 años.


5. 

Es la Cuba de principios de los 80. Trafico dólares con la hija de Luis Orlando Domínguez “Landy”, que vive en 34 y 3ra, en Miramar. Yamilka extrae miles de dólares de las arcas de su padre, que no cae en cuenta de los robos. Fajos de billetes de cien que el padre acumula en mochilas y que ella me muestra por la ventana enrejada, encima del garaje soterrado. Nos divierte la abundancia y reímos eufóricas. En mis incursiones a la diplotienda de 5ta y 42, si me da 500 USD le compro ropas y zapatos por valor de 100 USD y me quedo con 400 USD para comprar y negociar. En algún momento llego a ocultar hasta 1 000 dólares debajo de la pata del sofá. Se rumora que echan nueve años de cárcel al que cojan con un dólar. 

Entonces decido ir a la diplotienda, me hago de un maletín ligero, le arranco las etiquetas y me lo cuelgo al hombro, disimulo, echo unas cuantas quincallerías hurtadas, cosas pequeñas, y facturo los 1 000 dólares aparte: un estéreo Aiwa plateado y mucha ropa, zapatos, carteras, chancletas. Lo hago sin enseñar identificación alguna, hablando inglés todo el tiempo. Paso perfectamente por extranjera. Aun estando tan cerca de mi casa, nadie me reconoce; evado a la dependienta que vive en el vecindario. Salgo cargada con la compra y con el robo. Es material pesado y me muevo muy ligera. Lo que revenda en el mercado negro me dará para irme a Varadero o alquilar en el hotel Capri, y más. Me echo tremenda coba arriba. Estoy sola en Cuba. Tengo 16 años.


6. 

El doctor Julio Martínez-Páez, comandante guerrillero, tiene un chimpancé que este día memorable, yendo yo para el Playito en compañía de unos amigos del barrio, me ataca ferozmente. Martínez-Páez lo lleva en los brazos, abrazado al cuello, y lo acerca a la reja. Pinto gracias mientras el simio se muestra indiferente. De pronto me hala por el traje de baño dejando al descubierto los senos púberes y, estrellándome contra la reja, me muerde la mano derecha, que es lo que queda de su lado. Grito de dolor y me cubro el pecho con los brazos. Aún tengo la cicatriz larga de la mordida en el dedo índice. Y persiste la vergüenza; uno de los grandes bochornos de mi vida fue que me bajara la trusa aquel primate, frente a un grupo de paseantes y mis amigos del barrio. 

“No es agresivo con su dueño”, dice la sirvienta de la casa mientras evalúa el daño, limpiando y vendando la herida con mañas de enfermera. Me ofrece un refresco de cola que me tomo sentada en el bar de la cocina. Ella lleva un delantal blanco almidonado sobre un vestido negro. Estoy llorosa. Tengo 12 años.


7. 

En la Iglesia de Santa Rita, hacia la izquierda del altar, como a mitad de la hilera de bancos, hay una salida que da a una instalación: la gruta a la Virgen de Lourdes. Los niños nos colamos en cualquier lado y yo recorro el perímetro interior, me robo un puñado de hostias de la sacristía y masticando rápido me escurro a mi escondrijo debajo de la ventana; luego, si está la llamita roja del Espíritu Santo, atravieso el altar caminado despacio sin dar la espalda. Los curas siempre han tenido perros pastores alemanes. Suelo ir a acariciarlos a través de las rejas carcelarias donde los confinan, alejados de la sacristía. Animales quietos y sudorosos, nobles y enormes. 

Allá arriba al fondo, frente al altar principal, está el órgano opulento con sus tubos dorados y grandes pedales de madera. A la entrada de la escalera que lleva a la nave superior donde está el órgano, hay un óleo de Santa Cecilia, mártir y patrona de la música, dedicado exclusivamente a los que tienen el acceso permitido y la llave. En los tragaluces de la escalera los gorriones anidan y a veces algún nido abandonado cae, o se precipita un pajarillo recién nacido para agonizar sobre los escalones que suben hasta el órgano resplandeciente. Los ciempiés cruzan de lado a lado el piso de granito blanco-gris. Las mariposas brujas se adormecen en la penumbra de los techos y en las esquinas oscuras de los puntales. 

La feligresa más fiel se llama Nancy y es quien se hace cargo de los asuntos de la parroquia; vive muy cerca, del otro lado del Parque de 26. Nancy me mima con postres y caramelos rompequijá; ella organiza un bazar para las navidades. Mi madrina de bautizo, Carmen Villaraos, siempre me premia con antiguallas del bazar: un pañuelito bordado (por practicar mis solos),una edición lustrosa deRimas de Bécquer (porque dejé de comerme las uñas), un collarcito de perlas (por ser buena cristiana), alguna reliquia corporal (mis favoritas), entre otras cosillas que atesoro. Nos trae Juan, el chofer de alquiler, en su Chevrolet verde del 57. Cada domingo cantamos la misa de las diez de la mañana. Luego, al mediodía, nos toca la misa en San Antonio y hay que salir disparadas (por eso tenemos chofer de alquiler). 

En Navidades, allá arriba en el órgano, frente al altar mayor coronado por Santa Rita, bato panderetas, castañuelas, cascabeles, toco el triángulo, sincronizando con cierta alegría ajena a las prohibiciones religiosas y la debacle social. Siempre atentas a la liturgia porque nosotras enfatizamos las pautas. Hacia el final de la misa entono El tamborilero, mientras mi madrina da a los pedales y teclados, inflando los pulmones enormes del instrumento. Cuando entran mis frases del villancico, Carmita baja la intensidad y pausa, ahogando el órgano, para que se me escuche allá en el altar. Es como si el órgano aguantara la respiración. En un trasiego muy físico, sensual. Pronto mi madrina emigrará a Puerto Rico y perderé para siempre a uno de los amores de mi vida (pero esto aún no lo sé). Tan familiar y distante, la Iglesia de Santa Rita. Por un tramo inmaculado de la historia de Cuba, las Damas de Blanco han recalado allí, en la Santa Rita de mis recuerdos. En el 2015 iré a encontrarme con ellas (pero esto tampoco hay manera de saberlo). Tengo 9 años.


8. 

Maya y Alejandro hablan con un cantadito que a nosotros nos da mucha risa. Los traen al parque a jugar, pero si tratamos de agarrarlos duro, subirnos dos o tres a la misma vez al columpio, o si Maya corre a esconderse con nosotros detrás de los arbustos, la nana viene a separarnos y ya no deja que nos acerquemos hasta que se van. Maya me regala una hebilla de pelo plateada; yo le presto mis yaquis. Ella trae su muñeca y yo ya estoy grande, no quiero jugar más con muñecas. Calza medias blancas con pompones y zapatos extranjeros, de correas rojas o de charol negro. Un primor. Es cierto que huelen mejor que nosotros. Hoy los veo cuando los sacan de la casa unas personas vestidas de negro, acompañados por un militar de alto rango; el grupo y la escolta parten en tres Mercedes Benz más negros todavía. Desde mi balcón logro decirle a adiós a Maya, que tiene la cara pegada al cristal del auto y mira hacia arriba. La mamá de ellos, hija de Salvador Allende, Beatriz Allende Bussi, se suicidó ayer, aquí enfrente; oigo que se hizo lo mismo que el padre: colocó el fusil debajo de la quijada y disparó. Nunca más la nana los trae al parque. Tengo 11 años. 


9.

Héctor Rivera trabaja como ingeniero y asesor de las obras del Arzobispado y ayuda a Oswaldo Payá Sardiñas en lo que puede, sin mérito alguno. Nuestro encuentro tiene lugar en casa de Héctor, su mujer Elsie Patricia Puig Güidi (amiga de la infancia), y las dos niñas de ambos, en 21 y B, en el Vedado. Para llegar aquí “Oswaldito” ha debido evadir la vigilancia tomando tres medios de transporte distintos. Me cuenta de la recogida de firmas y me pide que transmita sus planes a Carlos Alberto Montaner y a la Plataforma Democrática Cubana (de la que soy miembro activo), que divulguemos el Proyecto Varela. Elsita cuela café, nos retratamos, memorizo los mensajes. Hay Período Especial. Estoy de visita en Cuba. Tengo 27 años.


10. 

En la Iglesia de San Antonio, a la misa de los domingos, acuden extranjeros en funciones diplomáticas en la Isla. Es así como he conseguido un trabajo ocasional en la embajada suiza cuidando a una bebé, Arianne, algunas noches o cuando sea necesario. Pero como llevo un corsé de yeso fijo, los padres de la niña —que son los encargados del mantenimiento de la sede— me han rechazado gentilmente, después de la segunda vez. Entonces el hermano Rafael me ha conseguido trabajo, por cuestiones humanitarias, desempacando libros religiosos y organizando la biblioteca de la Nunciatura del Vaticano. Acudo dos veces por semana, martes y jueves, a las nueve de la mañana toco el timbre puntualmente. El monseñor Giulio Einaudi, nuncio apostólico en Cuba, viene a conversar o a alcanzarme algún jugo de frutas. Cuando se va la monja que nos vigila, me atrabanca contra el librero. 



Monseñor Giulio Einaudi me atrabanca contra el librero de la Santa Sede en La Habana.


Forcejamos mientras monseñor me embarra de su babosearía y yo lucho por sacármelo de encima; dos fuerzas reflejo,nunca le dejo hacer. Así, cada vez que viene con un postre o un refresco, la escena vuelve a repetirse. Sor Juliana, cuando me ve llegar, me mira con odio y nunca me ofrece nada de comer ni de beber. Cada quince días, cuando le toca pagarme, me arranca de las manos el papelito con la lista de alimentos que le encargo. Luego de dos o tres días me tira a los pies la bolsa con la compra. Estoy sola en Cuba. Tengo 14 años. 




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Cuba y su verdad entre sueños

Emily Carrero Mustelier

Los males de Cuba, ni en sueños, tienen soluciónvisible.