Por estos días envidio a los optimistas a toda prueba, a quienes mantienen la buena cara ante cualquier tempestad. ¿Acaso han desistido de ver noticias o de consumir medios de prensa tradicionales?, me pregunto yo.
A mí, a pesar de intentarlo, me resulta casi imposible mantenerme al margen, demasiados acontecimientos afectan mi entorno cercano, ya sean los relacionados con el país donde vivo, mi familia o las amistades regadas por el mundo, o los otros amigos que todavía existen afuera del mismo planeta allá en el Mar Caribe.
No dispongo de muchas horas cada día para leer o ponerme al corriente de Cuba o sentarme a escuchar un podcast o un debate en redes de hora y media. Mi estrategia se reduce a revisar titulares o micro opiniones sobre la situación de la Isla, con el ánimo de alimentar una ilusión propia, siempre imperfecta, de estar “al tanto”.
Pero basta cualquier interacción con otro compatriota mejor enterado, para ser consciente de la desconexión enorme entre lo que ocurre y lo que creo que sucede.
Aun así, me topo cada cierto tiempo con reportajes emotivos, personales, que me obligan a dejar cualquier actividad y a leerlos de principio a fin. La mayoría relata anécdotas espantosas sobre lo que significa la supervivencia no sólo en las difíciles circunstancias que mis compatriotas soportan, sino en las más graves, determinadas por una enfermedad crónica, debilitante, en un país donde, aunque la prensa oficial predique lo contrario, apenas existen medicinas o equipos médicos para garantizar un tratamiento estable, por no hablar de la correspondiente calidad de vida.
A veces, estas historias me rondan por varios días. En ocasiones, las comento a amigos de otras nacionalidades, como reacción, que no respuesta, si me preguntan cómo está Cuba.
Es mi humilde contribución al interés por aquel territorio donde, por ejemplo, miles de seres humanos se pudren dentro de un deteriorado sistema carcelario por haber salido a quejarse de cómo vivían, algo que en otras naciones es tan habitual y hasta legal, aun cuando por estos días varios gobernantes autoritarios se esfuercen en reducir el derecho a disentir.
Habrá quien se ría, escucho con frecuencia. Así me lo recuerdan otros pobladores de este hemisferio occidental, quienes aterrizaron en la Isla en los 1990 o 2000 y quedaron obnubilados con la bondad y el buen talante de los cubanos, mientras alucinaban tratando de desentrañar cómo era posible que funcionara ese país.
Y es que no funciona, no marcha, no prospera. Me lo confirman antiguos compañeros de la secundaria, varados en la tierra firme de la Cuba interior. Mis ex condiscípulos detallan sus vicisitudes con resignación y el conocido toque de humorismo subversivo: “vamos por más”, sentencia uno en el grupo de mensajería tras treinta y dos horas de apagón.
El grupo surgió en la pandemia, a tres décadas de habernos graduado de la Enseñanza Media. Antes del 2021, algunos que dejamos Cuba en los primeros 2000, nos manteníamos en contacto a través de redes sociales, pero poco o nada sabíamos de los que quedaron atrás.
Cuando logramos incluir a un núcleo principal de veinte contactos, solamente seis vivíamos en el extranjero. Cuatro años después, sólo ocho quedan allá. Es apenas un ejemplo del éxodo imparable, pero también uno que refleja el deterioro general y la ausencia de expectativas, pues quienes llegaban a la “media rueda” preferían emigrar y empezar de nuevo ante que cualquier promesa de futuro en territorio cubano.
En el chat, si mencionan los cortes de electricidad, la memoria me zumba a los veranos de 1993 y 1994. Transitábamos por lo más “especial” del “período” y, en mi casa, en un circuito favorecido rodeado de hospitales, logramos sortear la oscuridad que en otras partes de la ciudad se sucedía con una frecuencia letal.
Todavía producíamos chistes por aquella época, hasta se llegaba al punto demencial de anunciar los apagones por la radio, camuflados por la retórica eufemística que en Cuba sigue construyendo realidades paralelas como “parte de afectaciones al servicio eléctrico”.
La relación de afectados se anunciaba con el fondo musical de una cantante mexicana, quien había llegado al hit parade con la versión de un tema popularizado por una cubana en el México de los años 1950. Era la combinación perfecta entre el famoso choteo nacional y el entumecimiento mental de aquellos meses de desasosiego y turbulencia: “hay que reírse”, repetían por las calles.
“¿Qué pensarán de nosotros en el mundo?”, se preguntaba una amiga mientras tarareaba una canción de un cantautor argentino que su madre encontraba ideal para describir el panorama nacional “en tiempos de paz”: ¡cómo cuesta hallar una sonrisa! No se divisa un milímetro de fe.
Tal vez, fuera de las fronteras alguien se ocupaba de reportar los acontecimientos de 1994, pero eso sólo los sabríamos posteriormente desde la diáspora, al leer las publicaciones de emigrados y exiliados y algunas pocas internacionales, que celebraban otro aniversario del desastre.
“¿Por qué sabemos tan poco de Cuba?”, le recriminaba por teléfono hace veinte años M, mi compañera de piso alemana, a su madre en Bremen.
Durante tres o cuatro semanas, cada noche, ella me citaba para que le contara no sólo mis experiencias de los últimos meses vividos en la Isla, en la incertidumbre de si podría salir, sino también el resto de lo inexplicable: las dificultades cotidianas, la imposibilidad de prosperar, las escaseces, el conjunto de descriptores denominado durante mucho tiempo como “excepcionalismo” por los cubanólogos.
“No sé”, respondía la madre y se esforzaba en encontrar alguna referencia, pero de lo único que se acordaba era de los días aterradores de la Crisis de los Misiles. En Alemania, aparentemente, nunca habían sabido nada nuevo sobre la Isla décadas después de 1962.
Cuba para mí se resume quizás en ese comentario con el que mi otra amiga M cierra casi todas nuestras comunicaciones: el de la “situación”, “¿para qué contarte…?”
Es como si sólo el ejercicio normal de ordenar los pensamientos, con tal de conformar una descripción exacta de cómo va el país, resultara demasiado agotador. Y uno la entiende, desde dentro, tras el extenuante esfuerzo diario por sobrevivir, luego de horas y horas sin electricidad, sin acceso a servicios dados por sentado en el resto del mundo, o a tratamientos que ayuden a manejar un padecimiento crónico. El agotamiento es lento, perenne, devastador.
La Isla igual pudiera ser la hermana de mi amigo C, angustiada en su apartamento de Centro Habana, a la espera de la oportunidad de reunirse con su esposo quien, como miles en los últimos dos años, cruzó la frontera de México a Estados Unidos.
En las noches, probablemente sin luz, sus temores de un violento estallido social le exacerban su bruxismo. Y a la mañana siguiente despierta con insoportables dolores de cabeza que durarán casi todo el día.
Cuba duele, escribió, para sorpresa de muchos, el uruguayo Eduardo Galeano en 2003. Tal declaración le costó no aparecer más por los salones de Casa de las Américas, donde era común verlo en lecturas exclusivas, en las que narraba, a la mayoría de los cubanos imposibilitados de viajar al extranjero, sus recorridos por la geografía mundial.
Hoy la frase no causa estupor, porque Cuba sigue doliendo, aunque algunos sientan el dolor desde sus ideologías: hay adoloridos de izquierda y de derecha, libertarios y totalitarios.
De cualquier modo, nadie parece sufrirlo más que los millones todavía atrapados en las ineficiencias de un gobierno inmune al sufrimiento, pero propenso a la alegría, sobre todo si se trata de los descendientes de la familia que ostenta el poder desde 1959.
Y es que la mayoría de los que sufren apenas lo demuestran, ya sea por orgullo o por cierto ideal de estoicismo de quienes todavía creen en algún significado extraordinario de la palabra patria, esa invención tan traicionera.
El escritor Jesús Díaz lo había definido de manera excelente en 1989: nos pidieron treinta años de sacrificios para alcanzar la felicidad; ahora nos dicen que el sacrificio es la felicidad.
¿Se acuerda alguien del año 1989? ¿Es posible medir el impacto del sufrimiento acumulado luego de que han transcurrido otros treinta años desde el año de la frase?
Otro narrador, ajeno en demasía al contexto cubano, el indo-trinitario V. S. Naipaul, escribió sobre su deslumbramiento al teorizar que las ciudades no morían súbitamente con una explosión. Desparecerían, si sus habitantes padecían las carencias o el transporte era tan irregular que la gente dejaba sus trabajos por miedo a hacer el viaje, se eliminaban los servicios, se desvanecía el sentido de las posibilidades humanas y las ciudades se tornaban lugares donde sólo convivía mucha gente, gente que sufría.
Como Naipaul, también imagino que los países no desaparecen con una explosión: agonizan en la desidia y se van apagando a medida que sus habitantes los abandonan, convencidos de la ausencia de otras vidas posibles.
Si se pudiera advertir un retroceso viable, una vez que aparecen todas las señales del declive, ninguna nación debería extinguirse. “El mundo no lo permitiría”, razonaríamos quizá en épocas anteriores, cuando no existía tanta información y desinformación.
En la actual época, por desgracia, Cuba da la impresión de ir camino a la extinción. Y hay tantas distracciones mundiales alrededor (Trump, Putin, Gaza, Ucrania, el cambio climático, la próxima pandemia) que a nadie en el mundo parece importarle.
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