A Juan Antonio Alvarado (1953- 2017)
La angustia humana que exalto
no es decorativa joya
para turistas.
¡Yo no canto un dolor de exportación!
Jorge Artel
El detonante fue una caricatura. Una caricatura que era la respuesta de Alen Lauzán, artista cubano radicado en Chile, a la decisión del gobierno de la isla de negarle la entrada ―entre otros― a la hija de un expresidente chileno invitada por la disidente Rosa María Payá. En la caricatura de Lauzán dos turistas chilenas ―mayores y apreciablemente feas― caminan por La Habana. Una de ellas comenta “Cachá weona, le negaron la entrada a la Mariana Aylwin!”. La otra le responde. “¿Pero cómo tan patuda y venirse a meter en política?”.
El detalle está en que las turistas no caminan solas. Marchan del brazo de sendos cubanos negros, altos y jóvenes con camisetas que dicen “Yo soy Fidel” en un caso y “Ché” en el otro. Tampoco está de más añadir que las turistas agarran a su pareja respectiva del pene que se marca bajo sus pantalones cortos. Se trataba, sin demasiados rodeos, de ironizar sobre la falsedad de cierto apoliticismo (chileno, latinoamericano, mundial) respecto a Cuba y la realidad (profundamente política y fetichista) del turismo sexual.
Recuerdo que mi primera impresión fue de contrariedad. Que los dos jineteros fuesen negros y que estuviesen representados con narices aplastadas y labios excesivamente gruesos me resultaba incómodo. Incluso asumiendo que la intención de la caricatura no era racista, su apariencia ―y aquí entra una larga domesticación de mis propias nociones de representación racial en los moldes de la corrección política norteamericana― resultaba perturbadora.
Que los dos jineteros ―a esas alturas no podía caber duda de que se trataban de ejemplares típicos del turismo sexual de la isla― fuesen negros podía inducir a una equivalencia negro=jineterismo=hipocresía política (hace mucho que nuestros jineteros aprendieron que el atractivo turístico de la isla pasa por la política convertida en camiseta-fetiche). Y esa sería la definición básica del racismo. O sea, igualar la parte al todo. O, de acuerdo a la definición de un filósofo francés, “la doctrina que hace depender el valor de los individuos del grupo biológico, o pretendidamente tal, al que pertenecen”. El cuerpo entendido como signo: “la blancura o la negrura del cuerpo revelarían las del alma”.
Conozco lo suficiente la extensa y brillante obra gráfica de Lauzán, la sutileza y precisión de su estilo, para suponer que sus intenciones no eran ridiculizar una raza, identificarla con un comportamiento que mezcla astucia comercial, oportunismo político y prostitución a secas. El hecho de que ambos jineteros fueran negros se debía ―presumí― a una cuestión técnica: la de dejar claro que los que acompañaban a las turistas del dibujo eran nativos de la isla y no turistas chilenos como ellas mismas.
El escándalo fue inmediato.
Enfatizar la dialéctica extranjero-nativo del turismo, en la que el fetichismo político-sexual de las visitantes era el centro de la caricatura. El tema racial era, desde la perspectiva del mensaje que comunicaba el dibujo, lateral aunque no irrelevante. La representación de los personajes negros era grotesca, sí, pero no menos que las de las turistas. O la de casi cualquier otra figura que pasa por la plumilla de Lauzán. Pero al mismo tiempo yo entendía que tal representación pudiera resultarle ofensiva a alguien con más sensibilidad racial que la mía (y con menos nociones de las disyuntivas que enfrenta la representación caricaturesca).
El escándalo fue inmediato. Sandra Abd’Allah-Alvarez Ramírez, autora del blog Negra cubana tenía que ser, declaró en su blog que la caricatura “muestra un condensado de estereotipos racistas. No les bastó con poner a un hombre negro en la posición de jinetero y que porta símbolos de la revolución cubana, sino que pusieron DOS. Se pueden realizar varias lecturas de la imagen pero el RACISMO en ella es tan obvio, que espanta”.
Que la caricatura apareciera en una de las principales publicaciones diarias del exilio cubano, Diario de Cuba, subrayaba, de acuerdo con varios de sus críticos, su alcance político. Si la caricatura era racista, luego la publicación y hasta el exilio mismo compartían dicho pecado.
Ante las acusaciones, la publicación llamó a entablar un debate al que los convidados no respondieron. O respondieron como el cantante Juan Gabriel cuando se le preguntó sobre sus preferencias sexuales: “lo que se ve no se pregunta”. El pretendido debate no pasó de un diálogo de mudos: ni el caricaturista ni la redacción ofrecieron unas disculpas claras por lo que pudiera resultar ofensivo incluso sin pretenderlo ni los ofendidos pasaron de darse por tales.
Diálogo de sordos fue el que se entabló en las redes sociales: muchos gritos y pocas razones. La ansiedad por acusar al otro de algo que rimara con “ista” (“racista”, “castrista”) impidió que el escándalo inicial se tradujese en debate real. Porque no bastaba con afirmar que esa caricatura habría sido retirada de inmediato en Alemania o Estados Unidos. O que allí el debate sobre lo impropias y ofensivas que son ciertas representaciones étnicas o raciales hace mucho quedó atrás (o al menos es lo que se pretende). En el caso de la caricatura de Lauzán, tratándose de un público unido en su mayoría por el origen nacional, pero separado por casi todo lo demás, sí quedaba espacio para el debate.
Los afrodescendientes no son minoría sino amplia mayoría por mucho que les cueste reconocer su identidad racial.
No se trataba de debatir por qué la representación de los negros en dicha caricatura puede resultar ofensiva para los que se identifiquen a sí mismos como negros o afrodescendientes. Lo que debió debatirse es por qué no les resulta ofensiva a todos los demás. Incluso aunque entre las intenciones del caricaturista no estuviera ofender a una parte considerable de la población cubana.
Y allí, en el aborto de una discusión más que necesaria se nos escapó una buena oportunidad de intentar entendernos, de reiniciar una conversación diferida innumerables veces, tanto en la isla como en nuestra distendida diáspora. De intentar, en medio de esa dispersión, actualizarnos unos a otros en un tema tan fundamental como urgente. De situarnos en la misma página.
Tal página, si nos atenemos a la nacionalidad e historia compartida, debe ser justo la de las relaciones raciales en la isla, la misma que genera e incentiva este debate. Y si nos atenemos a la página cubana, no podemos menos que reconocer ciertas circunstancias. Como por ejemplo que, a diferencia de en los Estados Unidos o Alemania, la población negra y mestiza tuvo un papel mucho más activo y protagónico en la formación de la Nación. Que a diferencia de aquellos países, los afrodescendientes no son minoría sino amplia mayoría por mucho que les cueste reconocer su identidad racial.
(Esa sería quizás la muestra más visible y escandalosa del racismo cubano: que a pesar de que una distinguible mayoría del país es negra o mestiza, en el censo del 2012 el 64,1% de la población se asumía como blanca y sólo un 9,3 como negra y el restante 26,6% como “mulata”).
También deberá tenerse en cuenta que, a diferencia de Occidente, cualquier reclamo de igualdad racial en Cuba debe pasar por la comprensión de que todos los cubanos están privados de derechos humanos y civiles fundamentales como los que garantizan la libertad de expresión y de asociación. O sea, que poco consigue cualquier grupo social en Cuba con igualarse con la supuesta mayoría si tal igualdad se verifica en un marco político y jurídico basado en la negación de derechos humanos fundamentales.
Situarnos en la misma página significa reconocer que, a décadas de la supuesta abolición del racismo en el territorio nacional, lo que realmente se abolió fue todo debate público sobre el tema. Significa reconocer cuánto se ha estancado e incluso retrocedido la lucha contra la exclusión racial en Cuba comparada con el resto de Occidente y sobre todo, cómo el cancelar dicho debate público ha afectado la conciencia de dicha exclusión.
También habrá que reconocer que el oportunismo de quienes acusan al exilio de racista y miran para otro lado cuando el gobierno cubano maltrata o asesina a disidentes negros no les quita necesariamente la razón en lo primero.
Al racismo y la discriminación intencional que recorre la historia cubana hasta el presente hay que añadirle el inconsciente y sin embargo sistemático desprecio que se sedimenta en tantas de nuestras rutinas sociales: en “chistes” de los que debemos reírnos al reconocer ciertos rasgos que supuestamente identifican a una raza; en la supuesta sabiduría de ciertos proverbios; en el desdén soterrado de ciertas muestras de familiaridad; en la falsa comodidad de los estereotipos; en la condescendencia y paternalismo con que suponemos a los negros ciertos defectos esenciales y ciertas virtudes elementales y menores; en muchas de nuestras más arraigadas y admiradas tradiciones; en productos culturales que admiramos casi unánimemente (como la película Vampiros en La Habana con su famoso personaje negro, el “Tigre”, con rasgos tan exagerados y estereotípicos como los de la mentada caricatura de Lauzán y que el blog Negra cubana tenía que ser recomienda como una de las “Ocho comedias cubanas que no puedes dejar de ver”).
También habrá que reconocer que el oportunismo de quienes acusan al exilio de racista y miran para otro lado cuando el gobierno cubano maltrata o asesina a disidentes negros no les quita necesariamente la razón en lo primero. Poco se hace por la democracia y los derechos humanos en general si no empezamos por respetar los derechos de individuos o grupos concretos.
Contra esa variante tan perversa y persistente del desprecio que es el racismo cubano no nos inmuniza nada: ni admirar a personalidades negras, ni disfrutar de productos cubanos de origen africano, ni tener amigos o amantes negros. Ni siquiera estar casado con una persona negra, o tener hijos con esta (“Yo, que estoy adentro, te puedo decir que…”). Ni siquiera ser negro.
Semanas después del malogrado debate sobre la caricatura de Lauzán, según el reporte de El Nuevo Herald un grupo de “activistas, escritores, intelectuales, académicos y emprendedores cubanos, en su mayoría afrodescendientes, convergieron en una reunión que calificaron como ‘histórica’ en la Universidad de Harvard para celebrar los logros del movimiento afrocubano y trazar una agenda para el trabajo futuro”. Allí, entre otras cosas, volvió a hacerse mención de la caricatura de Lauzán. Según Sandra Abd’Allah-Alvarez la principal conclusión que se podía sacar de dicho incidente era que “nosotros, negros cubanos, no tenemos que esperar nada del exilio cubano racista, nos quieren callados”.
Por otra parte a varios medios les llamó la atención la ausencia en dicho evento de “organizaciones disidentes que trabajan el tema racial”. Alejandro de la Fuente director del Afro-Latin American Research Institute en el Hutchins Center, institución que organizó el evento, explicó que la no inclusión de organizaciones como el Comité Ciudadanos por la Integración Racial “fue una decisión consensuada y que se basó en el hecho de que estos grupos no consideran la lucha contra la discriminación racial como su principal objetivo”.
Ni los afrocubanos deben ver disminuidas o diferidas sus reivindicaciones por las urgencias de otros objetivos más generales ni pueden pretender alcanzar la dignidad plena que reclaman sin alterar la constitución política y legal del régimen cubano.
De acuerdo con declaraciones suyas a El Nuevo Herald, a los asistentes al evento los unían no solo sus reivindicaciones sociales sino haber “seguido como estrategia mantener una interlocución con el Estado” al considerar que las soluciones a temas como la discriminación racial y la racialización de la desigualdad “pasa por la formulación de políticas públicas”.
Cabe la tentación de asociar la crítica a la mencionada caricatura a un estilo de enfrentar el racismo, una tentación tan fácil como la de convertir al autor de la caricatura en racista de tomo y lomo y con ello a todo el exilio (sin tomar en cuenta que muchos de los críticos son a su vez parte activa de ese mismo exilio).
De acuerdo a esta comodidad maniquea todos los que se ofendieron con la caricatura serían entonces partidarios de excluir a los disidentes de sus debates o de “mantener una interlocución con el Estado” cautelosa, obediente de sus reglas de juego. Y estas son, tentaciones al fin, atractivas pero peligrosas. Peligrosas por ofrecer falsas disyuntivas pero sobre todo porque favorecen el inmovilismo tanto en lo que respecta al secuestro de los derechos de los cubanos en general como de la marginación de los afrodescendientes.
Pretender que se puede avanzar en la reconquista de los derechos humanos y civiles relativizando los reclamos de la población afrocubana es tan falaz como aspirar a avanzar en la lucha contra la marginación de esta población renunciando de antemano a la reivindicación de derechos políticos esenciales. Ni los afrocubanos deben ver disminuidas o diferidas sus reivindicaciones por las urgencias de otros objetivos más generales ni pueden pretender alcanzar la dignidad plena que reclaman sin alterar la constitución política y legal del régimen cubano.
En el propio evento de Harvard se reconocía una y otra vez cómo la imposibilidad de todos los ciudadanos cubanos de ejercer con libertad su derecho a expresarse y a organizarse afectaba tanto o más a la población afrocubana. Como decía Soandres de Río, integrante de Hermanos de Causa: “cuando tengan un proyecto que pase de un número de personas, van a ir por ustedes, si no eres hijo de [un dirigente] y si tu proyecto no responde a [los intereses de las autoridades]”. De ello podía dar fe Norberto Mesa Carbonell, detenido por intentar celebrar el Día Internacional para la Eliminación de la Discriminación Racial. “Estuve preso, hace ocho días estuve en un calabozo”. “La Cofradía de la Negritud durante nueve años estuvo haciendo una actividad ese día [21 de marzo] y este año había un programa hecho público… Y sin embargo esa actividad se mandó a prohibir desde la oficina del segundo secretario del Partido Comunista”.
Poco se avanzará en la reconquista de nuestros derechos humanos si no se asume como prioridad enfrentar los mecanismos políticos, institucionales, económicos, sociales y culturales concretos que limitan o denigran a quienes hoy constituyen la mayoría del país.
La reconquista de los derechos humanos y civiles de todos los cubanos y la lucha contra la discriminación y la marginación de la población negra en la isla no solo no son incompatibles sino que pierden su sentido más profundo si una de ellas renuncia a la otra. La Historia cubana pasada y reciente exhibe modelos de lo que puede suceder cuando el discurso político general se desentiende de las reivindicaciones de grupos “particulares” o viceversa. Así el proceso independentista cubano que contaba en sus filas con una mayoría negra disolvería los reclamos de esta en el discurso independentista para que 14 años después de finalizada la guerra de independencia el ejército republicano terminara masacrando a aquellos negros que intentaron organizarse en el Partido de los Independientes de Color.
Mucho más cerca en el tiempo tenemos el caso del CENESEX dirigido por la hija del jefe del gobierno. Mariela Castro se presenta en foros internacionales como defensora de los derechos de la comunidad LGTB aunque no pasa de ser una relacionista pública del régimen que preside su padre: lo representa y defiende a cambio de atenuar la represión contra la comunidad que dice defender. Más o menos en el mismo estilo con que cualquier mafia ofrece “protección” a sus clientes. (He ahí uno de los grandes logros alquímicos del castrismo tardío: hacer que una de sus herederas pase por máxima representante de uno de los grupos más perseguidos por el castrismo original).
Poco se avanzará en la reconquista de nuestros derechos humanos si no se asume como prioridad enfrentar los mecanismos políticos, institucionales, económicos, sociales y culturales concretos que limitan o denigran a quienes hoy constituyen la mayoría del país. O si no se revisa nuestra propia idea de identidad nacional y todos los tópicos que la componen.
Pero tampoco avanzará mucho la población negra de la isla en tomar control de su discurso identitario y alcanzar una mayor plenitud humana si de entrada acepta el denigrante y caricaturesco relato que afirma que “los negros son personas gracias a la Revolución”; si aspira a entenderse con el Estado sin que éste reconozca sus derechos como seres humanos.
Ni humanismo metafísico ni antirracismo dócil. A menos que, como tantas veces, se prefiera el rejuego de las apariencias a la transformación de lo real.