En el mensaje de audio mi prima llora. Entre que se escucha muy bajito y la voz afectada por el llanto, casi no puedo entender lo que dice, pero me estremece al punto de que lo escucho una y otra vez. En bucle. Algo sí me queda claro: tiene miedo. Teme perder a sus hijos, que se los lleven.
No conozco muy bien a mis primitos, los nuevos, los hijos de mi prima. Sé que uno tiene 15 años y el otro 13. Sé que el mayor es medio nerd y que el otro tiene grandes condiciones para la danza. Sé que son niños buenos.
Esta no es la primera vez que escucho la angustia de mi prima. No es la primera vez que me angustio por la angustia que escucho en la voz de mi prima. Ya me había dicho antes, en otro mensaje de voz, que le preocupaba que su hijo, el mayor, tuviera problemas por ser disidente.
“No le hubieras puesto ese ingrediente a la leche materna, biatch”, recuerdo haberle dicho a mi prima. Su risa llenando 12 segundos de audio. Esa capacidad suya de reírse de todo, hasta de las malas noticias. Un poco como yo. Un poco como tantos.
Pero hoy mi prima no sufre solo por la disidencia de su niño. El desvelo de mi prima tiene uniforme, el arma bien puesta en el cinturón y una orden de reclutamiento.
El desvelo de mi prima tiene un número de placa en su pecho y trae intenciones de que mi primito, el mayor, también tenga uno.
Una fila de niños disfrazados de policías antimotines se enfrenta a una multitud de manifestantes pacíficos en alguna calle desangelada de Cuba. El casco inmenso en sus cabezas de púberes. Las piernas flacas, separadas, tratando de encontrar el equilibrio perdido estos días, quizá ya para siempre. Tratando de mantenerse a flote en la ola de odio a la que los ha lanzado sin salvavidas, sin tabla de surfear, sin asidero de ningún tipo, el presidente singao de un partido singao, que los ha puesto a dar palos a sus hermanos, a sus tíos, a sus crushes de patio escolar; que les ha puesto la espada de la traición sobre sus cabezas como única alternativa al horror.
Porque si uno de esos niños dice que no, si una madre se niega a entregar hijos a un Gobierno que es capaz de tanto dolor; si el asco, el hastío y la decencia llegaran por casualidad a ser mayores que el miedo, entonces a ese niño pudiera ser acusado de traición a la patria, y las consecuencias de eso en cualquier sistema son drásticas. Aún más en una dictadura que se siente acorralada, herida en varios puntos de su cuerpo senil, que apesta a orine seco y talco para las escaras.
Le mando el video de los niños uniformados a mi prima. Su mensaje de vuelta, lloroso, casi inaudible, me estremece al punto de que lo escucho una y otra vez. En bucle. Al inicio no me quedan claras sus palabras. Lo que sí está clarísimo es el miedo. El temor profundo, visceral, a que su hijo, el mayor, sea el próximo en esas filas, o peor, que diga que no, que “Ni cojones”, que ella lo apoye y que lo acusen de traición. Esa espada abriendo en dos la cabeza y la vida de su hijo. A eso le teme mi prima. Por eso llora.
“De pinga, asere, es que esto ya no se aguanta…, que cojan chamas pa eso…”, a pedazos voy armando el mensaje de audio de mi prima.
“Es que vi al niñito ese ahí, con ese escudo ahí, es como mi hijo, asere. Es lo mismo. Y lo más jodido, asere, es que mi hijo está más alto que yo. Flaco con pinga, pero está más alto que yo”.
La imagen de mi primito de 15 años, enclenque, disfrazado de policía antimotines, tatuándose en mi hipotálamo forever.
“Me da miedo. Me da miedo, te lo juro. Estoy muriéndome de miedo por los niños. No me siento segura aquí”.
No soy madre. No conozco ninguno de los dolores de la maternidad, pero pienso en eso a menudo. Intento ahora sentir la angustia de mi prima en mis propios ovarios. Duele hasta el grito. Solo me alivia saber que el calmante más potente para este dolor es la certeza de que la espada de la traición, inmensa, demoledora, pende de un delicado hilo, sí, pero no sobre las cabezas de los niños.
© Imagen de portada: Abraham Jiménez Enoa / Twitter.
Un día de 48 horas
“Por mí este día pudiera durar una semana, un año, toda la vida, si al final nos espera la bien luchada libertad”. Pero la realidad es que este largo día no hace sino engordar, agrandarse, y con él la incertidumbre densa por lo que vendrá.