Con las preguntas solo ardo yo mismo,
quiero encenderme con el silencio que me rodea,
que es la única respuesta.
Franz Kafka
“¡Tronco de apagón!”, vocifera una vecina.
Y miro la hora en el teléfono: las diez y diez de la mañana. Me dio tiempo cargarlo, así que aprovecho para escribir algunas notas…
Desde la azotea observo el barrio con sus tanques azules de agua, encima de cada casa, parece como si los hubieran dado por la libreta de abastecimiento.
Tendederas de ropa. Palomas que gorjean en sus jaulas. Otras, con el silbido de las alas, revolotean en círculos sin escaparse del perímetro. Ya están amaestradas. Siempre regresan en calma y vuelven a gorjear.
Intento hablarle a mi perro Baco, pero tengo la sensación de que pierdo la voz y solo gorjeo como las demás, que continúan volando y se posan en algún techo ajeno.
Yo no sé si es la leve brisa o este recuerdo de infancia que huele a turrón de almendras, de los que hacía mi abuela cuando quitaban la corriente por las noches para matar el tiempo, con la luz de los candiles y el fuego de las brasas bien encendidas.
Delante del fogón de leñas, encima de una hoja de plátanos, ella echaba las cucharadas de la mezcla de almendras, y la leche de vaca espesa y azúcar, que luego de enfriarse serían los ricos turrones.
Yo nunca esperaba y le decía que me diera el primero, así mismo, caliente.
Entonces gorjeo, gorjeo como una paloma y nadie podrá entenderme. Ni Baco me entiende, que intento decirle que suelte las ramas de esa planta.
Despacio, poco a poco, irrumpe en mi cuerpo una transformación como la del protagonista de La Metamorfosis de Franz Kafka, Gregorio Samsa: un joven obrero, que luego de despertar de un sueño intranquilo, descubre que se ha convertido en un extraño insecto. Y le toca luchar contra sus circunstancias para sobrevivir al cambio, a su caos emocional.
Similar a mí, que tengo ganas de volar, pero un peso enorme sobre mis alas me lo impide.
Agarro fuerzas y me aferro a ellas, las agarro porque no queda de otra que cambiar el destino que se ha mostrado en círculos durante sesenta y cinco años en este país nuestro, tan áspero, bajo una Revolución abortada.
Siento que me elevo en busca del Norte. Quiero salirme del margen, escapar de los círculos. Y me alejo con las alas en silbido, con la señal de alerta para protegerme ante lo inhóspito.
Aunque al mirar desde arriba, desde la nada, parece que no pertenecieras a ninguna parte.
Bajo la furia de la lluvia de junio vuelo en círculos. El viento me zarandea y casi pierdo el equilibrio.
“Son tiempos difíciles”, diría mi abuela. Y mantener el equilibrio es como un dolor más otro dolor, que equivale a la resistencia.
Retengo el olor húmedo del suelo y separo los olores pesados de las calles sucias que se asoman delante de mis ojos, imponiendo un espíritu de abulia.
Después de las dos de la tarde pondrán la corriente, pienso con un cúmulo de sensaciones por las horas vacías, cuyo silencio y desespero será compartido “a partes iguales”.
“¡Esto es demasiado…! ¡No hay quien aguante tanta tortura!”, grita alguien. “¡Aquí en esta casa no se come hoy!”.
Hoy. Las preguntas quedarán servidas en las mesas.
Y paladeo en la memoria un guisado de gallina de los que hacía mi abuela con vino seco, hojas de orégano, cúrcuma, tomates Cherry y ajíes dulces. Arroz moro con manteca de corojo, comino y cilantro. Trozos de ñames y ensalada de espinacas. Luego, la taza de café que sería el toque mágico.
Este amasijo de anhelos me hace volver en mí con cierta angustia y una lágrima que no pude evitar por la fugaz alegría, dejando más vacío, más silencio.
Soy otro Gregorio Samsa. Otra paloma.
Con la aprehensión de que vuelo en círculos y caeré en la misma azotea, en la misma jaula que me espera con la desidia envuelta en el tiempo.
Gorjeo.