A medida que los acontecimientos quedan atrás, van perdiendo su carácter especificativo y verificativo; esto sucede porque solemos relatarlos hasta reelaborarlos “inconscientemente” como parte del esquema general de alguna vivencia cultural. En sus Reflexiones sobre la violencia, el controvertido pensador Georges Sorel, argumenta que adoptar una visión mezquina de la Historia es resultado de la debilidad del mito heroico. Y, tal mezquindad, guarda una meridiana relación con nuestro papel, ya sea como ente cívico o intelectual, y poco importa que sea más o menos “inconsciente”, de relatar o repensar determinados eventos.
Y sí, cierta mezquindad intelectual, es lo que se respira cuando se lee el artículo Cultura en Revolución, escrito por el periodista Pedro de la Hoz y publicado en el periódico Granma para conmemorar los 55 años de las archiconocidas Palabras a los intelectuales de 1961.
Como era de esperar, en el texto reza la clásica frase: “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Con respecto a la misma, nos dice De la Hoz que su espíritu ha sido distorsionado aviesamente en más de una ocasión, para luego deconstruir el significado del “todo”, que “era y es sinónimo de unidad dentro de la diversidad”, o sea la “construcción del consenso más allá de reales y posibles disensos”. Seguidamente, De la Hoz analiza el significado del “contra”, que, de modo similar, suponía y supone “el derecho inalienable de la Revolución a existir y conjurar, entonces y ahora, agresiones, amenazas y peligros”.
Como también era de esperar, en la contextualización que se hace en dicho texto de las reuniones de Fidel Castro con los intelectuales en la Biblioteca Nacional, no se mencionan causas como los encontronazos de las principales facciones intelectuales, la del periódico Revolución, liderada por el escritor Carlos Franqui, y la del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica, liderada por el funcionario Alfredo Guevara, en cuanto al tipo de arte y literatura que se debían hacer y en cuanto a la política cultural que se debía llevar a cabo.
Tampoco se menciona el detonante de todo: el revuelo censorio en torno a P.M., el documental realizado por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante en 1961 y estrenado semanas antes de tales reuniones. Y, menos aún, se repara en los estados de ánimo producidos durante y después de estas reuniones, pues además del patriotismo y la inocencia ante la vorágine revolucionaria que como dice el escritor Guillermo Cabrera Infante colmaron el ámbito intelectual en aquellos días, también el miedo, la incertidumbre y el desencanto, comenzaron a aflorar y continuaron ganando relevancia en dicho ámbito durante los años y las décadas siguientes.
Sabemos que en períodos de crisis, como es el comienzo y consolidación de una revolución, la violencia se torna difusa y cualquier acción que proponga dudas puede verse subversiva; lo que entraña amenaza, pues dudar significa para la Revolución ir en contra de… También sabemos que todo lo tildado de subversivo, acaba siendo presa de una ineludible recomposición victimaria, producida por cierta exaltación del desorden.
Es por ello que, ante la toma de palabra del escritor Virgilio Piñera, el único intelectual que durante dichas reuniones saca a la luz su estado de ánimo, la respuesta burocrática es la reclusión. Así recuerda Carlos Franqui, en Retrato de familia con Fidel, la intervención de Piñera: “Doctor Castro, ¿se ha preguntado usted alguna vez por qué los escritores han de tener miedo a la Revolución? Y como, por lo visto, soy yo el que tiene más miedo, permítame preguntar también por qué la Revolución tiene tanto miedo de los escritores”.
Igualmente, el relato extraoficial cuenta que durante la Noche de las Tres Pes de 1962, Virgilio Piñera es llevado a prisión como parte de ese grupo de prostitutas, proxenetas, homosexuales, elvispreslianos, vagos y rateros que, en palabras de Castro, debían ser combatidos como se combate una plaga, como se combate una epidemia. Por tanto, si comprendemos al profesor Wolfgang Sofsky (véase: Tiempos de horror. Amok, violencia, guerra) cuando argumenta que la experiencia de la violencia penetra en la estructura temporal de la conciencia, en esa relación entre recuerdo, experiencia y expectativa, retención y percepción, podemos entender entonces como lógica de final, el hecho de que Piñera viviera hasta su muerte en un perenne desasosiego. Final al que se refiere el intelectual español Juan Goytisolo en Los reinos de Taifa: “Piñera vivía en un temor constante a la delación y el chantaje; cuando nos despedimos, la impresión de soledad y miseria moral que emanaba de su persona me resultó insoportable”.
Y, aunque en 1968 Piñera recibiera el premio Casa de las Américas con su obra de teatro Dos viejos pánicos (como el mismo explica, con su tratado sobre el miedo primigenio alrededor del cual los personajes prefieren no comprometerse por temor a las consecuencias de sus actos), su producción no dejaría de habitar en cierta penumbra.
Repárese en que la censura impone límites al porvenir de lo censurado: delimita sus posibilidades para regenerar nuevos atributos y protagonismos; lo que trae como consecuencia el reconocimiento de dichas posibilidades como una enseñanza que pasa a formar parte perenne de la sociedad. Por ello, al mismo tiempo y de la misma manera que la burocracia política y la sociedad coartan y catonizan a sus miembros —entiéndase individuos, objetos y eventos—, les conceden dosificadamente reconocimientos, es decir mantienen lo censurado dentro del itinerario convivencial, aquilatándolo con ciertos méritos, como por ejemplo premiar a Virgilio Piñera. A esto se deben en parte las emociones y sentimientos ambivalentes en los que se amalgama lo censurado —aunque padezca de por vida las sinrazones de la condena o los sinsabores de la prisión— para con la burocracia y la sociedad que lo sentencian.
Condenar a Piñera al ostracismo articula una de las derivaciones envilecidas del silenciamiento intelectual, el cual pasa a constituirse como una de esas condiciones impuestas que, al no engendrar diálogos sociales, enervan el relieve comunitario. De ahí que, sentir la necesidad de forzar un silencio total frente al silencio parcial ocupado por la palabra ordinaria de la cotidianidad, sea una de las enseñanzas burocráticas respecto al dominio del sí o el estar sobre sí: sea una de las concientizaciones individuales respecto a la carga moral y social que puede acarrear el uso de ciertas formas de alocución.
Con todo esto, la censura del documental P.M., del suplemento cultural Lunes de Revolución y su complementario programa Lunes de Revolución en Televisión, el cierre definitivo de Revolución y el ostracismo de Virgilio Piñera, son todos elementos ensombrecidos por la máxima delimitadora de libertades “contra la Revolución, nada”. Frase que, además de denotar el rechazo a cualquier inclinación liberal o librepensadora, instituye el hábito de anunciar toda intención política en tono profético y consecuentemente rentabilizar la coartada retrospectiva del mismo; lo que quiere decir que, si no sucede lo anunciado o se hace lo advertido, se perderá el tren de la Historia.
Tal conclusión —admitida por los intelectuales cubanos entre la inocencia ante lo infundado, la dedicación a las circunstancias y la fascinación por el líder carismático— establece los parámetros del delito y obviamente los de la culpabilidad y el castigo subsiguientes. Así, tal frase, a la vez que valida la (auto)censura políticamente necesaria, condiciona las respuestas y exigencias intelectuales hacia ella. Cuestión que nos lleva a reparar, por ejemplo, en qué responder ante la pregunta de Piñera: “¿Por qué la Revolución tiene tanto miedo de los escritores?”.
Se trata de una frase lanzada desde el poder para manejar, de por vida, toda dialéctica en la política cultural cubana. Una frase cuya imagen, inamovible en cuanto a formular una y otra vez los deberes y derechos intelectuales, y cuyo sentido, monolítico en cuanto a personificar la Revolución como una Magna Mater Deorum con potestad para parir a sus hijos y resguardarlos o expulsarlos luego según sus dudas y comportamientos, no han dejado de ganar veneración como actos políticamente necesarios: bienintencionados. Es por ello que desde el primer día, los hechos relacionados con las Palabras a los intelectuales han sido amplificados por el peregrinaje político.
Una representación iniciática, la del peregrino español Andrés Sorel, presenta el ambiente de 1961 como una “confusión”. En su papel de descubridor de la compilación Cuentos de Cuba socialista ante el público hispanohablante, Sorel relata que los intelectuales de Revolución “se quedarán a medio camino, devorados por el realismo avasallador del impulso revolucionario; no importa: la fiebre que consume estos meses a los escritores de los Lunes, es purificadora”.
Con tal percepción, además de darse a la tarea política de internacionalizar dicha compilación, Andrés Sorel transnacionaliza el revuelo censorio P.M. como cliché de la repulsa políticamente necesaria: justa. Esto es solo un ejemplo de cómo el peregrinaje político ha dispuesto las crisis como purgatorios de las relaciones entre intelectuales y poder, legalizando con ello el sacrificio como justificante natural de toda censura y dogmatización futuras. Y es que, tomar partido para Sorel, entraña además denigrar a intelectuales como Cabrera Infante, sentenciando su “influencia norteamericana” como un elemento que “le destruiría subjetivamente”. Empleando la autoridad moral e incluso ejecutiva que le otorga la burocracia anfitriona, Sorel, el intelectual censurado por la dictadura franquista, ve a Infante como un escritor “incapaz de comprender el nuevo proceso, de renunciar a su elitismo profesional para fundirse con el avance colectivo”; un escritor que “huirá” debido a “su falta de convicción y su exceso de conformismo individualista” y “se refugiará en Occidente”.
Esta imagen de descrédito, invita a reflexionar sobre la puesta en escena de un revolucionarismo intelectual cuya convicción se pone en juego una vez que se hace cómplice de otro nivel de sometimiento público y político. Pues el peregrino, tiene la facultad de encarnar y representar una actitud, una misión y una opinión desde, para, y por una comunidad imaginaria determinada, siendo por ello que su inconsistencia respecto a no velar por la democracia y reproducir la ortodoxia antes que encarársele, es un acto constitutivo de lo llamado por Edward Said estratagemas mezquinas del intelectual. Dicho de otra manera: el reconocimiento de ciertas libertades en unos ámbitos y su arbitraria pontificación en otros.
Por ello, tomar estas prácticas a la ligera, bien la superflua publicación conmemorativa Cultura en Revolución, bien la vana incondicionalidad peregrina, o bien, incluso, una pasiva lectura de nuestra parte, entraña aligerar la tan apreciada aspiración a intelectual orgánico; es decir, acontece como una traición a la alerta gramsciana acerca de la ineludible reacción intelectual contra todo autoritarismo y su agudización de la desmemoria.
Es en este punto donde la imagen conmemorativa que propone Cultura en Revolución, toma un carácter fantasmal: se nos vuelve imaginariamente tormentosa por ser irresoluble; o dicho con sensatez, por hacerla cada vez más, quienes gestionan el poder, irresoluble. Permite, dicho carácter fantasmal, que se den a un mismo nivel tanto el ocultamiento como la revelación de la imagen. Por eso, al habitar u ocultar su propia ausencia, la imagen fantasmal suele reemplazar la misma por una presencia encargada de colmar un vacío de, o siendo más precisos, una omisión de, eventos como los encontronazos entre las principales facciones intelectuales, objetos como P.M. y su destino como paradigma de lo censurado venerado, personas como Virgilio Piñera con su miedo y su desasosiego, entre otras cuestiones cuyos dramas históricos siguen repercutiendo hoy día (piénsese por ejemplo en el ambiente de hostilidad y vértigo creado por la política cultural, lo que ha empujado al exilio a muchos intelectuales década tras década). Con tal canibalismo representacional, dicha imagen fantasmal no solo transfiere determinados sentidos, sino que los hace reaparecer a su antojo violando ciertos límites y engañando incluso a quien los pone.
Pongamos que, atendiendo a lo mucho que se habla hoy dentro y fuera de Cuba de “apertura”, “cambio” y “fin del gran relato”, el carácter fantasmal de dicha imagen se debe a la protección del mito de la Revolución; digamos que dicho carácter viene a afianzar la representatividad de los momentos fundacionales de la misma, para combatir la americanización que para muchos se nos puede venir encima; o pensemos que se trata de defender, ante la globalización cultural, lo que la retórica oficial llama “cultura autóctona”. Sin embargo, aun queriendo creer en todo eso, la imagen conmemorativa dada por Cultura en Revolución, no hace más que contribuir a la intolerancia de la burocracia política ante las discrepancias y las diversidades que puedan aflorar en estas nuevas circunstancias. Por ello, el canibalismo representacional agenciado por dicha imagen conmemorativa, no solo se traga elementos constitutivos de la larga y turbia historia de las Palabras a los intelectuales —que es decir la de la cultura cubana, dentro y fuera de la isla, durante más de medio siglo—, sino que lo hace para pedir a los intelectuales cubanos la aprobación de su nueva fetichización en pro de “nuestros actuales empeños”.
Y dicho esto, vale la pena traer a colación los criterios de Georges Didi-Huberman en Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, quien discute la imagen fetiche desde su condición de Ersatz (sustituta) y su valor como Decke (protectora). Tal conjunción, es la que otorga al fetiche su naturaleza de imagen detenida; lo que implica que, como consumidores, detengamos nuestra mirada ante ella: que adoptemos una postura fetichista y neguemos toda realidad que no sea la por ella dada. A partir de esto, Didi-Huberman concluye que la imagen fetiche sólo puede ser totalitaria; lo que quiere decir: única, satisfactoria y bella con la belleza de los monumentos y de los trofeos, creada para no decepcionarnos nunca.
Está claro que el imaginario no es un estado, sino un vasto proceso cuyas representaciones ideamos y empleamos para multiplicar el potencial natural de la sociedad en la que vivimos. Pero es ahí, en ese acto de sumergirnos pasivamente en el campo de las representaciones y sus significaciones, dándoles carta blanca para que nos construyan el espacio político, donde corremos el riesgo de ver invalidadas nuestras verdades y reemplazados nuestros sueños.
Es por ello que, ante el emplazamiento fantasmal que nos hace Cultura en Revolución, nos toca elegir si optar por la postura fetichista o por la dialéctica de la duda. Nos toca, ante la fetichización que propone su imagen conmemorativa, elegir si corresponder o no su seducción acolchonada en aquel pensamiento de Tomás de Aquino del que se hace eco la educación decimonónica, que se refiere al uso de la imagen “para instruir al analfabeto, hacer perdurar los recuerdos o eventos históricos en su memoria, y estimular eficazmente la consumación por su parte de determinadas acciones”.
Nos toca elegir si reelaboramos, es decir, relatamos, un imaginario del cambio basado en el efecto del presente sobre el pasado, y no en el afecto del pasado para con el presente. Lo que sí creo que nos va a tocar, hagamos lo que hagamos, es continuar aprendiendo las enseñanzas de otro pensamiento, el de María Zambrano, que puntualiza que “tener conciencia histórica, es responsabilidad histórica”.