Irse o quedarse

Hola de nuevo. Tras tanto tiempo. Y disculpen, ante todo, mi ausencia de meses.

Pero, claro; como buen cubano, tengo una buena y sólida justificación para todas estas semanas que he estado desaparecido. Y es que entre mi artículo anterior y este han pasado muchas cosas.

Y no hablo sólo de la reelección de Trump, del nuevo Papa y otros trajines internacionales.

Ante todo, les cuento que en diciembre… o sea, pronto hará medio año… mi madre murió 

Ya. Lo dije. 

Tenía 87, estaba muy enferma y llevaba casi mes y medio fuera de casa, en el apartamento que mi hermano le consiguió para que una cuidadora contratada se ocupase de ella 24 x 24. Es decir, que no fue una sorpresa total, ni mucho menos. 

Durante los dos últimos años la vi empeorar día a día, pese a todos los tratamientos y cuidados.

Sí, lo normal viene a ser que los hijos enterremos a los padres; raro y terrible es cuando ocurre al revés. Como cada día sucede en la guerra de Ucrania. Pero igual es duro. Uno nunca está preparado para ciertas pérdidas, me temo.

Y choca cuando te llaman en medio de la noche y justo has terminado de ver el principio de La planete sauvage de René Laloux, ese largometraje animado franco-checo de ciencia ficción que tanto miedo te daba de pequeño, pero que ahora querías mostrarle a tu novia, Natalia, que, por ser mucho más joven que yo, no lo conoce.

Sí, justo después de que la madre humana, que huía con su niño neonato, muriese a manos de los gigantes que intentaban jugar con ella ¿inocentemente?

La coincidencia solo la percibí luego, que conste: por teléfono, la cuidadora se limitó a requerir mi presencia, ya. Y algo sospeché, pero, cuando recorrí a buen paso la decena larga de cuadras que separaban mi casa del edificio donde pasó mi madre sus últimos días, me la encontré dormida… para siempre.

Estas líneas no pretenden reflexionar sobre esa pérdida tan grande que, por suerte, los seres humanos sólo podemos sufrir una vez. Porque no hay más que una madre. Ni siquiera sobre la pastosa burocracia que implicó buscar a la doctora de guardia en el policlínico más cercano, para que confirmara el fallecimiento y, acto seguido, coordinar la cremación en la funeraria de Calzada y K, ir a buscar las cenizas días después… y la larga espera por el certificado de defunción. 

Una angustiosa serie de trámites, capaz de deprimir a cualquiera.

Aunque, en rigor ¿qué trámite no posee esa dudosa virtud, hoy, en Cuba?

Tampoco deseo hacer hincapié, ¡aunque no puedo sino mencionarlo!, en el pequeño homenaje a micrófono abierto (un decir: ese día hubo apagón en Fresa y Chocolate: nada de amplificadores ni bocinas) que organizamos, en memoria de mi madre, actriz y dentista, con y para sus conocidos más cercanos, mi hermano y yo, cuando al fin él pudo venir de Barcelona, donde reside hace más de una década. ´

Ni de cómo ambos llevamos sus cenizas a Güines, su pueblo natal, para verterlas sin mucha ceremonia en el pequeño cantero del jardín de la casa donde vino al mundo, tantos años atrás. Porque la vida sigue, y ella habría querido que siguiéramos con ella.

Luego vino la vorágine: la venta del apartamento de 3 cuartos y en planta baja del Vedado, donde ella pasó 19 años (y de esos, yo 11, a su lado), ya en propiedad compartida con mi hermano (que nunca estuvo más de un mes en su cuarto, porque vivía primero en Holguín, con su esposa y luego en España), más la posterior compra de otro, también en El Vedado, al que me mudé hace menos de un mes con Natalia, ahora ya mi esposa, justo desde el día de mi 56 cumpleaños.

Meses moviditos, ¿no creen? Así que pueden felicitarme ya por mi cuarto, y espero, último matrimonio.

No voy tampoco a entrar en detalles sobre la tragedia de una rocambolesca estafa, sufrida cuando Naty y yo tratábamos desesperadamente de cambiar los MLC que teníamos, por los dólares que la dueña de un apartamento que nos gustó exigía, sólo para que al fin la señora se echara atrás, porque no encontraba uno que le gustara a ella misma. 

Creo que todavía la muy indecisa, ¿o ambiciosa?, no ha vendido ni comprado, por cierto. Pero ya eso no es asunto mío, digo yo.

Tampoco quiero extenderme acerca de cómo pedí dinero a tantos amigos, dentro y fuera de Cuba, ante la cierta y sombría perspectiva de quedarnos en la calle, porque teníamos una fecha tope para abandonar el que ya habíamos vendido y no aparecía ninguna opción atractiva. Así que, sin vislumbrar otra salida, ya había hasta coordinado para pasar unos días en la casa de visitas de la Unión de Escritores y dejar los muebles en casa de un par de amigos, entretanto.  

La cosa pintaba color hormiga, ¿no creen?

Aunque, dicen que Dios aprieta, pero no ahoga. Y parece ser cierto: solo diré que, casi providencialmente, Natalia y yo encontramos, ¡a ultimísima hora!, el apartamentico, de un cuarto y en planta baja, que nos aloja hoy: visto un domingo, compramos el lunes y nos mudamos el martes, justo cuando debíamos dejar el que por tantos años compartí con mi madre. 

O sea, que, a la larga, ¡y contra todo pronóstico!, la cosa salió bien. Y aprovecho aquí para recordar a todos los que hicieron posible este final feliz: tanto a los muchos amigos cubanos y extranjeros que me enviaron dólares, con o sin carácter devolutivo, como a los otros que generosamente me ofrecieron sus casas para pernoctar, ¡y no fue únicamente la UNEAC! 

Y lo mismo a los nuevos dueños de mi viejo apartamento, que nos permitieron ocuparlo unos días más de lo convenido, aunque eso significara alterar un poco sus planes de viaje. Así como a los antiguos propietarios del que hoy ocupamos, que no pusieron ninguna traba y fueron amabilísimos, aunque el dinero no nos alcanzaba para llegar a la cifra que pedían en un principio.

Finalmente, a mis súper suegros, los padres de Natalia. Sin los que nuestra mudanza, casi de urgencia, habría sido aún más caótica y traumática de lo que de por sí resultó. Y todavía más doloroso, el deshacerme del sofá y el librero destrozados e invadidos por el comején, sin contar con lo pesadillesco de instalarnos, sin el taladro eléctrico que me prestaron para abrir agujeros en la pared, y colgar todas mis armas y otras chucherías decorativas, pero que convierten cuatro paredes en un auténtico hogar.

En fin, que como quien se casa, casa quiere…, tras semanas de maratón organizativo, ya estamos instalados casi por completo. Cierto que con las finanzas duramente torpedeadas, por la obligada compra anexa de escaparate y juego de sala, y esperando que los suegros vengan a llevarse para Artemisa tres viejas mesas y dos butacas que nos prohibieron botar. Y que otros amigos lleguen a cargar con todos los libros que no pude acomodar en los libreros. ¡Ay, qué doloroso para un escritor: es como amputarse miembros! 

Pero ya los dos cómodos, tranquilos. Sintiéndonos en nuestro hogar, en nuestro sitio. Sin deberle nada a nadie. 

De modo que hoy, cuando por primera vez en laaargos meses, tengo tiempo y cabeza para sentarme frente a la laptop a hacer algo más que leer o editar textos ajenos, he decidido reflexionar un poco sobre lo que es irse y/o quedarse, hoy, en Cuba. En honor a mi madre, que pasó a, como dicen los anglosajones…

Einstein dijo que todo es relativo y, al menos con respecto a ese par de verbos, no cabe duda de que le sobraba razón al gran físico suizo. Y no pienso solo en nuestras guaguas, territorios oficiales del surrealismo direccional caribeño, donde el que se queda es el que se baja, y a nadie le extraña que el chofer exija avanzar hacia atrás, ¿como mismo lleva años haciendo este país?

Por ejemplo, mi madre, ¿se fue?, ¿se integró a la tierra?, pero su presencia quedó de tal modo en el viejo apartamento, que solo ahora, que ya no lo habito, comprendo el peso de su ausencia, ese del que me libré al mudarme. Aunque no, ¡nunca!, de su grato recuerdo.

Sigo: los cubanos que nos quedamos en la Isla vemos, cada día más, cómo se nos va la vida, a medida que la cotidianeidad en el DPEPDPE[1] se pone cada vez más dura. Los que un día se fueron como “gusanos” o “traidores”, como balseros o jineteras, ahora regresan, convertidos en radiantes mariposas: privilegiados ciudadanos extranjeros con dinero para invertir y quedarse en el mismo sitio que tanto lucharon por dejar.

Los que hasta hace poco se iban a ver los volcanes a Nicaragua, como etapa intermedia en su viaje al soñado “país de los malos”, pero donde se hacen las cosas buenas…, ahora tienen que quedarse, porque Donald Trump, obsesionado con los migrantes, está revocando, implacable, los una vez tan codiciados paroles, incluso los concedidos hace mucho. 

Mientras que los que se quedan, ¡porque no les queda más remedio!, van cuestionándose, entre la galopante inflación y los varios empleos indispensables para subsistir, con cada apagón, ¡que en más de la mitad de la Isla ya son, más bien, alumbrones!, por qué no son sus ineptos y demagogos gobernantes los que se van de una buena vez. Y bien lejos, a disfrutar de sus ya no tan secretas fortunas personales, para así dejar a esta infeliz Isla librada a su suerte, que peor no nos puede ir sin ellos. Eso es seguro.

Nuestro descafeinado presidente se va a Rusia a participar en los festejos por el 80º aniversario de la victoria sobre el fascismo hitleriano y, de paso, le reitera a Vladimir Putin su sumiso e incondicional apoyo a la intervención rusa en Ucrania, que ya se va viendo que terminará como tantos predijimos: con Kiev renunciando, a punta de bayoneta, ¡qué remedio!, a Crimea, al Donbás y hasta a Odesa, si se descuida la OTAN. 

Y todo para que los poderosos tovariches le regalen al Díaz-Canelo unos millones de barrilitos de petróleo, para que pueda seguir funcionando, aunque sea en ralentí, este infierno caribeño. Y, de paso, para que pueda él quedarse al timón de esta escorada nave, que cada vez hace agua por más y mayores brechas, sociales y económicas.

Muchos extranjeros, que ven en Cuba, ¿cómo se las arreglan? ¡yo quiero sus lentes!, grandes oportunidades para abrir nuevos negocios, intentan quedarse y, en consecuencia, para invertir y tener inmuebles se casan con avispados naturales que a su vez aspiran, sobre todo, muy paradójicamente, a irse al país de origen de sus flamantes cónyuges. O a otro país cualquiera, que no es lo mismo, pero es igual…

Así va nuestra Cubita la bella. Pura contradicción caribeña: el que puede ir y venir a su antojo, se quiere quedar en la Isla. Los que tenemos que quedarnos en el ʻparaíso insularʼ, soñamos con irnos y, a menudo, no volver ni de visita.

Muchos cubanos, de hecho, expresan sin ambages su sincero deseo de imitar, a su modo, ¿o al revés?, al Ulises homérico, el que, al final de sus andanzas, cuentan, quería irse de Ítaca y caminar tierra adentro con un remo al hombro, para establecerse solo allí donde alguien le preguntase qué llevaba consigo. Ese sitio donde nadie hubiera nunca oído hablar siquiera de ese mar por el que vagara por tantos años, incapaz de regresar a su ansiada patria.

Porque esos cubanos aspiran a dar con sus huesos a un sitio donde no solo no sepan de los apagones programados, ni en el que un refrigerador lleno o un transporte público que funcionen no sean una utopía, sino en un lugar adonde nadie haya escuchado nunca hablar de términos como “Fidel”, “Revolución”, “trabajo voluntario”, “Período Especial”, “reordenamiento monetario”…

Y, aunque suene pesimista, se me ocurre que, cuando la mayor parte de un pueblo piensa así y prefiere renunciar a su pasado ¿glorioso?, antes que seguir luchando y sacrificándose por un futuro luminoso en el que cada vez creen menos, no es que ese pueblo esté enfermo. No es que haya perdido el valor, el espíritu, la vergüenza, ni padezca de un caso colectivo y gravísimo de lo que hace años llamábamos “la fiebre del tigre”, esa obsesión de los cubanos por dejar de serlo lo antes posible. Es decir, por irse, ¡ya!, adonde sea, pero bien lejos de aquí. 

Es, más bien, y muy tristemente, que se sienten traicionados. Estafados. Porque el país que conocieron, que conocimos, ya se fue para siempre. Y han descubierto que la nostalgia es más cuestión de tiempo que de espacio. Porque esa Cuba que una vez, y tan orgullosamente, se autoproclamó “primer territorio libre de América”, ese país en vías de desarrollo en el que todos arrimábamos el hombro para construir un futuro mejor, ya no existe. Si es que existió alguna vez, fuera de la propaganda oficial. 

Dejo claro que yo quisiera creer que sí, pero cada vez me cuesta más conservar esa fe, ese optimismo a prueba de balas (a prueba de hechos), y no sentirme burlado e idiota.

Así que, si alguna de esas patéticas ciberclarias que venden su capacidad crítica y su sentido de la realidad para convertirse en acéfalos corifeos del poder, ¡y todo por unas libras de arroz extra o una plantica generadora con la que capear cómodamente los infernales apagones!, salta ahora a acusarme de derrotista y enemigo del pueblo, sólo por decir lo que siento, se me ocurre que podría ser preferible no perder mi tiempo discutiendo con ellos, ni justificando mi proceder.

Total, si, de todos modos, ellos (como “ellos” en el poder) nunca escuchan razones. Porque no quieren, ni pueden darse el lujo, supongo, de oír más que sus propios y vetustos cantos de sirena, ciegos a la realidad en creciente deterioro que los circunda.

Nada de diálogo con la oposición, porque “la calle es de los revolucionarios”, ¿les suena? Intolerancia total.

Solo les recordaré que no soy ningún criminal ni delincuente. Que no he convocado a la insurrección popular, ni he puesto bombas, ni he protagonizado hechos vandálicos. Aunque, a veces…, no me faltaría las ganas de gritar… 

Yo únicamente he expresado una opinión, un punto de vista sin otro defecto que no ser exactamente el suyo: la versión oficial. No he hecho más que disentir, en otras palabras. 

Y les recuerdo que, muchas veces en la historia, el poder ha preferido ¿sabiamente? deshacerse de forma incruenta de opositores y disidentes como yo. Sacándolos del escenario en conflicto. O sea, deportándolos. Justo como hicieron los sandinistas, no hace tanto, con Gioconda Belli, esa poeta incómodamente reconocida a nivel global.

Ah, ¡irse del país, expulsado por tu propio gobierno! Ahora mismo, para cualquier cubano, eso casi suena como un auténtico sueño, paradójicamente: ¡el dorado exilio!

Claro, porque siempre hay un pero, considerando la actitud actual de Mr. Trump, se me ocurre dudar: ¿quién nos aceptaría, cuando Cuba nos expulse?

¡Vaya que sí sería triste convertirse en apátrida, despojado de tu nacionalidad, sin tener nada a cambio!

Por supuesto, todo esto no son sino elucubraciones. Por suerte, y gracias a mi abuelo paterno, mi hermano y yo tenemos el pasaporte español desde el 2010. Y, aunque, sin dinero para comprar el pasaje, ahora mismo ese documento no me sirva de mucho, soy perfectamente consciente de que otros muchos cubanos me envidian y no entienden qué diablos yo hago aún aquí, con semejante posibilidad a mi alcance desde hace tanto. 

¿Acaso pienso que esto se va a arreglar, que mi presencia en la Isla podría cambiar algo, para bien? ¿A estas alturas…? ¡Qué iluso!, ¿no?

¿No será que esto de irse o quedarse es mucho más complejo de lo que parece? Quizás se trata, en el peor de los casos y considerando lo infelices y emocionalmente amputados que me han parecido tantos compatriotas que he conocido en el extranjero, de que, en el fondo, no existe una diferencia trascendental entre un ex cubano sin patria, con el refrigerador lleno, pero que vive soñando regresar a la Isla donde creció, y otro cubano sin comida, pero con la cabeza llena de consignas y que malvive soñando emigrar adonde no pase tanto trabajo.

Terrible disyuntiva, ¿verdad? 

¿No existe, acaso, una tercera opción? ¿Seremos, siempre, víctimas de la piñeriana y maldita circunstancia del agua por todos partes? ¿Dentro y fuera, hasta ahogarnos? ¿Tan jodidos estamos?

Ojalá yo tuviera las respuestas. Y que fueran una negativa, un NO que implicara alguna esperanza para los cubanos de aquí y de allá. Con estas preguntas bastan, supongo, para por el momento ir tirando… ¿O sería mejor decir: para quedar tirando…?





[1] Acrónimo popularizado en la Isla que significa: “De Pinga El País De Pinga Este”.






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