Iroko: las bestias, los libros y los cuerpos

El gato negro parece estar más allá de la suerte y de las propias herencias culturales; vivo (o en otra fase de su existencia) es y será un singular portador de signos y enigmas. En su expresión predominan la alteridad y lo insondable. 

El gato negro se impone y reina en ese territorio donde trabaja y vive el artista cubano Carlos Quintana (La Habana, 1966). Una vez más se cumple la paradoja del animal fetiche que presagia y alerta sobre lo que puede ocurrir en aquella instancia salvaje que identificamos como espacio de creación. 

Ciertamente, el universo pictórico de Quintana —ya tiene en su haber alrededor de cuarenta exposiciones personales, así como numerosas muestras colectivas— se apoya en el trasiego de diversos animales que de manera constante y cíclica van aportando una información decisiva para desentrañar su obra; sin embargo, el gato negro rara vez hace aparición en ese Zoo: es más bien una fuerza externa que actúa huracanada.

En ese uso se sugiere que las bestias no tienen que dejar de serlo aunque les toque transitar por una noble apariencia doméstica; es por ello que Quintana no está dispuesto a negarles el sueño de lo mitológico, cebándole la densidad como si esta fuera un cerdo, permitiéndoles adquirir ciertos hábitos humanos a la vez que los deja en libertad para que nos transmitan algunos de los suyos: es una simbiosis que se goza en la espléndida forma que tiene de volver imagen toda esa desmedida subjetividad con la que lidia y de donde provienen los escenarios tan polémicos que representan sus piezas.

Casi siempre se nos convida a tratar con una secta o grupo de seres diferentes donde campean las tensiones y los sacrificios, vinculados sobre todo por el color y aquellas repetidas ráfagas de afecto disfuncional que aportan credibilidad a los acontecimientos. Los personajes adoptan una posición a partir de la cual imaginamos que serán capaces de recobrar algo valioso, una nueva virtud o premonición. Se trata de un universo pictórico que incita a transgredir, y se conecta con una clara manía de catalizar, de disparar instintos y posibilidades que hasta ese instante se mantenían dormidas. 

En muchas de las obras de Quintana mayorea lo religioso sumando la energía de las metáforas más inusitadas, a través de las cuales un elefante se transforma en perro y el chivo llega a ser caballo. Los caballos se nos muestran surreales, rojos, trotando según la velocidad de cada mente, y no exigen que el pasto sea precisamente verde. Son bestias que agrandan el ojo para tragar con él ciertas actitudes, desmembrar dogmas y ser sutilmente satírico ante aquello que provoca indignación.

El carácter de esta pintura evoluciona a través del color, que se manifiesta como una voz de mando, con la autoridad de que todo lo que venga se subordine ante su imperancia. Los colores tienden al juego de la contaminación; adquieren una fuerza expresiva notable, que funciona no solo en el sentido formal, sino también por el caudal subjetivo que fluye y se desborda en cada una de las variantes. Así, llegamos a pensar que el color habla y nos preparamos para asistir a su prolongada conversación. Gozo, gozadera viral cuyo efecto desactiva cualquier tipo de límite; charla que va de lo agreste a un eros revolcado y terco, susurro que acepta la complicidad del espectador.

La ironía de los títulos, su espíritu manipulativo, otorga a las obras el valor de las diversas significaciones; el lenguaje hondo y cortado por la propia respiración (aquello que se cae y no llega al suelo), sirve para permear todo el espacio, todos los detalles: multiplicar atmósferas como pequeños tramos de memoria. Apartados donde recobrar sensaciones que son importantes para proseguir el camino y sobre todo reforzar la actitud crítica ante la desmesura de la chatarra. 

A veces el objeto quiebra para multiplicarse y se posiciona en una manera muy peculiar de la abstracción: una abstracción hipertélica, pero que escapa con gracia de todo lo que pueda parecerse a la muerte o al ridículo. Estamos ante esa danza de lo deforme que deja datos descifrables de su punto de origen y lo ficciona de manera mágica.

Una pintura como esta tiene muy en cuenta la inestabilidad de la vida moderna, y por esa vía complejiza la posición de los espectadores ante las obras. Algunas son piezas que te hacen girar al compás de ellas; generan una suerte de incomodidad reflexiva que transmite la sensación de percibir el mundo patas arriba: ¿cómo sobrevivir dentro de él? Porque ese girar encierra otras pretensiones, significa ir a contrapelo; su mayor ventaja radica en descolocarse ante las miradas rígidas y el gesto autoritario. 

Este territorio se apoya con frecuencia en la aparición y permanencia de una vasija que va de mano en mano, de situación en situación. Una vasija que evacua todo el pensamiento del decapitado y le permite descansar en paz. Cabezas que comienzan a parecer ofrendas y extienden su sentido; desde esa apariencia refuerzan su utilidad y la enaltecen. Recipientes a la escala de nenúfares, botes u horizontes: elementos que poseen autonomía y garantiza su regreso constante a los contornos de la obra. 

Hay una especie de puente que va de cabeza a cráneo; por allí cruza el eco, y también Iroko con su grupo de parientes (pequeña manada), y transmisiones sagradas desprendidas de la sangre para ser memoria en cada práctica: se trata del orisha que acompaña al caminante. Al final prevalece el cráneo como repositorio (cabeza rogada), un mensaje siempre presente en estas piezas. De esa manera todos los poderes del cuerpo quedan resguardados en esa otra dimensión de la fe que es la visualidad, arduamente construida a partir de una inquietud atravesada por tantos referentes.

El profundo sentido paródico de la poética de Carlos Quintana no se limita a coquetear con el entorno más cercano, sino que abre una brecha para hacerlo con escenas que recrean pasajes de la propia historia de la pintura; en ocasiones se trata de un gesto instintivo pero coronado por una eficaz combinación entre el presente del artista y ese eco potente que llega de lejos trayendo la luz de Velázquez (entre otros que retornan camuflados). 

Durante esta última década de trabajo, los libros han arreciado su protagonismo en la obra de Quintana; libros que parecen asteroides, cápsulas que no permiten ser descifradas con facilidad: solo si la mente trabaja de manera ardua y, en ese trance, se vuelve proletaria y terca. Obsesión por los libros y la simbología que estos generan, la literatura como un lodo fecundo; las páginas que se muestran capaces de contenerlo todo. El libro latiendo al centro de las imágenes con manía de corazón: el gato negro. El libro conviviendo con flores, rostros y cuerpos que se intersectan; o simplemente cuerpos aislados, ejecutando una danza inesperada y contingente.

El libro es una puerta: al diversificarse en este proceso de incontinencia y delirio, adquiere vidas inquietantes, diversas: sin duda una incitación hacia el relato. Hablamos de ese tipo de libro que chorrea y deja escapar sonidos, secuencias oníricas, las fantasías de tanta gente que ha manoseado esas páginas que, unas tras otras, hacen guiños desde su propia naturaleza y se instalan en una oportuna producción de espejismos para dejar claro, sobre todo, que el libro está viviendo un evento profundamente singular, más allá de los límites que marcan su presencia cotidiana.

Por otra parte, el verbo “travestir” se energiza cuando se trata de la pintura de Carlos Quintana: adquiere nuevas connotaciones, revitaliza sus significados provocando modificaciones en las formas. Una especie de manierismo, un ablandamiento de los seres y los objetos: da la sensación de que los protagonistas no cesan de contemplarse en una corriente de agua coloreada, el torrente donde el artista no para de elegir y de mezclar. Unas máscaras caen, otras son imprescindibles; situaciones que se trenzan y benefician a la obra en su capacidad de proyectarse. Se trata aquí de un travestimiento no precisamente barroco: por los cortes abruptos que, en ocasiones, son provocados por una tajante textualidad, o por el cinismo de la propia imagen; algo así como un descarne, la pérdida de masa para beneficiar a la metáfora

De los desnudos pasamos a raras vestimentas; quedamos ante una colonia de mutantes que involucran los ánimos con los cuerpos como si los primeros fueran compuestos químicos capaces de adulterar el orden de la carne y las estructuras regidas por músculos y huesos. Hay levedad, levitación: el reciclaje de unos seres que se arropan y de otros que se rechazan, pero terminan siendo dependientes los unos de los otros, garantizando esa bondad que surge de las contradicciones. 

Estamos ante un escenario donde las cosas se han ido agudizando al compás de la propia evolución; en ese ambiente marcadamente radical comienzan a aflorar elementos ancestrales y graves, como es el caso de huesos. Huesos de todas las dimensiones, que en su simbolismo cínico no dejan de señalar hacia algo muy semejante a lo que identificamos como pureza. Sin embargo, los que hemos vivido en algún momento el capítulo de la exhumación, agradecemos la versión del artista, permeada de abundante contenido lúdico, que deja a los huesos flotar sobre un azul pastel o un rojo candela, mientras ellos mismos se pintan de verde, rojo o amarillo, como insinuando que los cuerpos humanos se descomponen igual que la luz.

Carlos Quintana le aprieta tanto el cuello a la Historia que parece dejárselo amoratado; por ello el agua muta en pez y viceversa, los sexos se aplazan y los deseos se tuercen como si fueran de cobre. Nos queda la opción de viajar entre imágenes y aprender bastante de sus pulsiones; incluso tendremos la oportunidad única de intimar con muchos monjes en la campiña cubana.

Ricardo Alberto Pérez libros bestias cuerpos

Entre el cerdo de Haneke y el cerdo de mi infancia

Ricardo Alberto Pérez

Las imágenes pueden ser jerarquizadas o no, creo que esa es la primera decisión que debe tomar un poeta de este tiempo.

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