Me lo explicaba no hace mucho una amiga familiarizada con el sistema editorial norteamericano: si hay algo que no aceptan los editores de acá —y por extensión los lectores— es que un escritor hispano los trate como a iguales. Y, al mismo tiempo, como ese otro distinto que es.
Entendí que, más que asunto comercial, es casi existencial: la resistencia a que un integrante de las llamadas minorías no enfrente la sociedad norteamericana, su historia y su existencia actual, como una voz menor, domesticada para ocupar el nicho que le corresponde en el cosmos.
Porque, antes de ser editor (o productor de cine, o corporativo de los medios), este entiende que es sobre todo un hombre blanco. Y entiéndase aquí como hombre blanco un mero comodín para cierto sentido de superioridad cultural, civilizatoria, antropológica.
Una señora de origen asiático asentada en Connecticut sirve a un hombre blanco siempre y cuando comparta con este su visión del mundo. Una visión formada en un ambiente de bienestar económico, estabilidad política y respetabilidad social: el hombre blanco es ni más ni menos que lo que el sintético Marx llamaba en el siglo XIX un burgués.
Tal perspectiva entraña cierta idea de decoro y la convicción firme, aunque nunca expresada, de que solo ellos son capaces de elegir entre el bien y el mal, de ser libres. El resto de la humanidad, en cambio, deberá conformarse con ocupar su escaño inferior en la existencia mientras se queja sin descanso de ello.
Una cosa es que el establishment anglosajón celebre la inclusividad, y proclame su deseo de escuchar a las minorías, de empoderarlas —ese vocablo tan entusiasta como hipócrita—, y otra muy distinta es permitirles que se manifiesten con toda la complejidad humana que parece solo reservada a los blancos. Que contaminen su visión burguesa del mundo con intuiciones surgidas bajo circunstancias que les resultan demasiado ajenas.
Las apelaciones a la diversidad —racial, étnica, de género— están muy bien siempre que cumplan con las expectativas ideológicas y sentimentales que se les asignen. Expectativas que se acatan con la misma resignación con que una estrella de la televisión hispana acepta el papel de jardinero, sirvienta o narco en una producción de Hollywood o Netflix.
Ha pasado mucho tiempo —sesenta años para ser exactos— desde que James Baldwin publicara su breve ensayo “The White Man’s Guilt”, en el que confrontaba al hombre blanco con su incapacidad de confrontar sus culpas colectivas.
Seis décadas en las que la élite blanca ha ido entrenando su tolerancia a la crítica. En estos días, no solo acepta sus culpas sino hasta revuelve los archivos para descubrir otras que nadie sospechaba.
El hombre blanco de las costas —al que también podría clasificarse como burgués americano— ha descubierto que la admisión de sus pecados, lejos de ser síntoma de debilidad, lo confirma en la cúspide de la pirámide social y moral.
Lo sitúa incluso por encima del resto de sus hermanos de raza tierra adentro, esos que se esfuerzan en confirmar la vigencia de las palabras de Baldwin con un racismo mucho más franco y grosero, que tan bien representa el actual presidente. Porque no todos los blancos son iguales: unos lo son más que otros.
De las minorías, la élite cultural blanca espera —y hasta solicita— que le recuerden su culpa infinita. O que se quejen de los infinitos sinsabores que les suministra su condición subalterna.
Y, si son lo bastante creativos, hasta los autoriza a que confirmen los mitos fundacionales norteamericanos con acento refrescantemente étnico, como lo demostró el éxito arrollador del musical Hamilton. O que observen el mundo con los mismos ojos de hombre blanco, respetando puntualmente las jerarquías sociales e intelectuales, aplaudiendo que lo hagan con agudeza y estilo, y con el añadido exótico de apellidarse Adebayo o González.
“Not that there’s anything wrong with that” como se excusaba Jerry Seinfeld al aclarar, en escenas de su famoso sitcom, que no era homosexual. Inquietante es la ausencia de obras y discursos visibles que se distancien de ese guion, que incorporen perspectivas ajenas a la distribución de papeles en el ámbito subalterno: jardinero, sirvienta o narco conceptuales (o literales).
El muy parcial enfoque que se alienta desde los olimpos culturales no solo hace dudar de la sinceridad del remordimiento blanco. También parecería diseñado para reforzar tanto su superioridad civilizatoria como la inferioridad de minorías esforzadas en complacer el narcisismo de una vieja élite, rejuvenecida por el bótox de la corrección política.
Tal estado de cosas no sería posible, por supuesto, sin un esforzado colaboracionismo de los que se encuentran en la base de la pirámide. Esos que aceptan con alegría su condición de víctimas, como si de un emblema de rebeldía se tratara. En el terreno que me resulta más cercano, el de la cultura y los estudios hispánicos, la sumisión a dicho esquema es casi absoluta.
Hablo de quienes un amigo me describió hace décadas como “latinos dóciles”. Esos que, mientras recitan los crímenes del hombre blanco en Hispanoamérica —como si arriesgaran algo con ello—, adoptan cada una de las nuevas tendencias que dictan las academias imperiales, acomodando a empujones en la casilla que corresponda la compleja realidad de su cultura. Esos que hacen estudios de género y raza en el imperio Inca sin enterarse a derechas cómo funcionaba un ayllu.
La condición de Uncle Tom, por más sofisticada que se haya vuelto, parece hoy más masiva y entusiasta que nunca.
El ejemplo más evidente y penoso de este sometimiento a la norma imperial es la creciente adopción del llamado lenguaje inclusivo en el ámbito académico de habla española. Poco importa que al desechar pronombres y adjetivos masculinos del plural por otros artificialmente neutros transformen el español en jerigonza ininteligible.
Se parte de la convicción implícita, aunque nunca admitida, de que el “atraso” de la cultura hispana en cuestiones de género tiene su origen en la gramática castellana. Esa misma convicción ha creado el término “latinx” que intenta igualarse al aséptico “American” en neutralidad genérica).
Que, en pleno esplendor de los estudios decoloniales, las llamadas culturas subalternas imiten de manera tan servil el modelo imperial puede resultar paradójico, pero no incongruente.
No se trata en estos párrafos de lamentar la homogenización cultural en un planeta sacudido como una coctelera por la globalización de la economía, las sucesivas olas migratorias y los saltos tecnológicos de los últimos años. Para eso basta con asomarse a Netflix.
Me interesa sobre todo llamar la atención sobre una consecuencia menos visible, pero a la larga más perversa. Pienso en la alentada autovictimización del universo subalterno, como si las opresiones previas no hubiesen bastado.
“Los hombres se convierten en humanos gracias a su capacidad de elección tanto del bien como del mal”, dijo alguna vez el pensador Isaiah Berlin. De ahí que el fatalismo de las minorías-víctimas, a diferencia del libre ejercicio del mal de la raza opresora, humanice a esta última mientras condena a las primeras a ser objetos más o menos decorativos de la historia.
Y todo empeora cuando se llega al irreductible reino de la individualidad, donde solo unos tienen derecho a manifestarse como individuos, con sus humanas obsesiones y neurosis. Mientras los otros se ven obligados a representar a alguna entidad colectiva. El corolario forzoso es que solo los blancos son humanos. Algo que ni los supremacistas más feroces se atreven ya a defender en público.
Pero lo anterior es apenas el efecto secundario de un estado de cosas destinado a garantizar que el hombre blanco —whatever it means— siga ocupando el centro del universo, aunque sea como único culpable de las desdichas de este. Y ser la única voz autorizada para exhibir los rincones más recónditos de su humanidad, demonios incluidos. A solas, en un monólogo interminable.
Las otras voces solo parecerán existir para, si acaso, armonizar la del solista blanco. Como un coro que, cuando parece responderle, más bien lo arrulla, convenciéndolo de su tolerancia esencial.
Entonces se cae en cuenta de que los únicos interlocutores que le quedan al hombre blanco son los otros hombres blancos —esos a quienes no les avergüenza proclamar que son lo mejor que le ha ocurrido a la humanidad.
Al fin y al cabo, lo que los separa son meras cuestiones de forma.
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