Un movimiento que activa el botón de reclamo de derechos en un mundo torcido, no va a contar con mi membresía. Se requiere reducir el ser al miembro para militar en una causa y ya sabemos lo que resulta de separar una porción del cuerpo total. Hay demasiados ardores, demasiado ímpetu que puede prescindir de mi pertenencia para seguir en actividad.
Los movimientos feministas se suceden en oleadas que se desbordan y se aquietan una y otra vez, desde aquella primera chispa que encendiera Mary Wollstonecraft con su libro escrito en plena efervescencia de la revolución francesa, Vindicación de los derechos de la mujer (1792), considerado precursor del movimiento de igualar a mujeres y hombres, pasando por las sufragistas, hasta llegar a esta nueva oleada conocida como el #MeToo. Hay quien se emociona porque la campaña vindicativa ha llegado a Cuba, donde sabemos, todo llega a destiempo y a destajo. ¿Desvío de la atención de una voluntad de sacudida mayor o voluntad de las damas de no quedarse atrás en el carnaval de los agraviados?
Tengo suficiente material para apoyar a las #MeToo. He visto la indolencia del macho menospreciar los dolores femeninos con total impunidad. Puedo atestiguar que en un país “administrado”, desde la base hasta la cima, desde la casa hasta el Ministerio, por “los cojones” de los más fuertes, los más obcecados, los más obsesos, las mujeres han llevado una carga apabullante sobre sus hombros.
Pero también he visto esa carga lastimar los hombros y los destinos de hombres frágiles, pensantes, sensibles.
He visto que la primera gran violación de los derechos del género masculino es ser obligada carne de cañón en los reclutamientos a la guerra. Encabezan las cifras de suicidios a nivel global, les corresponde el mayor índice de accidentes laborales por ser quienes hacen los trabajos de mayor riesgo, la población penal más alta. Pagan un alto precio por intentar someterse a los estándares heteropatriarcales, donde al parecer no es el género quien mayormente se beneficia, sino tu ubicación en la escala de poder. Esa escala de poder que demoró tanto en reconocer y denunciar los abusos sexuales cometidos por el clero, verdaderos escándalos que aún sacuden ese mundo presto a ocultar tantas perversiones.
Sí, hay suficiente material para apoyar a las #MeToo, pero no soy inocente: también he visto suficientes féminas —¿quién no?— participar del juego de la seducción a cambio de favores, que van desde alguna provisión material a una prebenda menos tangible. He visto algunas agraviarse cuando el resultado no siempre ha satisfecho sus expectativas, poner zancadillas a sus iguales, sonsacar a hombres apareados, entrar en componendas vengativas cuando alguno les sobra en el tablero. Tretas donde casi nunca se emplea la fuerza física, sino esa otra fuerza no menos revulsiva que es el intentar ejercer la voluntad personal con medios solapados para lograr su fin.
Todo este revuelo, este remover las heces, tan focales como fecales, me lleva a revisitar y compartir algunos textos de La tercera mujer, del filósofo francés Giles Lipovetsky, escrito en medio de lo que considerarían la tercera ola del despertar feminista.
El libro fue publicado por Ediciones Gallimard en 1997 y dos años más tarde fue un éxito de venta en Anagrama. Selecciono algunos de los fragmentos para las mujeres de la cuarta ola, que es donde ubican “los especialistas” al #MeToo actual —actual con sus buenos quince años en acción—. Es coherente: toda persona que se adscriba a un movimiento, aunque sea el de salvar a las chinchillas de ser electrocutadas para convertirlas en abrigos de pieles más famosas, debería indagar un poco sobre los precedentes de la movida en que está y de paso intentar dialogar con las mentes que ya han hollado el terreno y vertido luz.
Hablar de histeria victimista no significa que las violencias infligidas a las mujeres sean imaginarias. Los malos tratos y las agresiones sexuales son innegables. Como contrapartida, las estadísticas aterradoras que enarbolan las feministas no lo son tanto. La neutralidad de las cifras no debe llamar a engaño; tras su objetividad aparente se esconde una empresa ideológica de reescritura de lo real. En mucho mayor grado que la ola de violencias masculinas, es la extensión abusiva de la noción de agresión sexual y la reformulación de los criterios de normalidad y criminalidad lo que explica la espiral que experimenta la violación. En efecto, si esta ya no se define por el uso o la amenaza de violencia físicas, sino por “coerciones o insistencias verbales”, por presiones y manipulaciones psicológicas, ¿cómo sorprenderse de que las agresiones sexuales se hayan centuplicado?
La cultura victimista se construye según un estricto maniqueísmo: todo hombre es potencialmente un violador y un hostigador, toda mujer una oprimida. Mientras que los hombres son lúbricos, cínicos, violentos, las mujeres aparecen como seres inocentes, bondadosos, desprovistos de agresividad. Todo mal proviene del macho.
Es un hecho innegable que la época contempla cómo se multiplican las peticiones de regulación pública de las conductas privadas; resulta igualmente cierto que, a través de la paranoia victimista, las mujeres suelen dar de sí mismas la imagen de seres incapaces de defenderse, que aspiran en mayor grado a ser protegidas que a gobernar su destino.
Las cruzadas contra el acoso sexual no solo ratifican los estereotipos tradicionales de los géneros sino que, paradójicamente, favorecen que las mujeres estén desarmadas en su relación cotidiana con los hombres. Por un lado, el feminismo victimista anima a las mujeres a romper el silencio, a acudir a los tribunales, a rechazar la fatalidad de la violencia masculina. Por otro, una cultura que exige cada vez más intervenciones públicas, reglamentaciones, medidas represivas y preventivas se desarrolla en detrimento de una sociabilidad intersexual, inevitablemente salpicada de tensiones, de ofensivas y defensivas sexuales. Reclamar más protecciones legales e institucionales y proclamarse humillada por la más nimia alusión sexual se vuelve a la larga contra las mujeres, hasta tal punto ese tipo de actitud las desposee de toda una panoplia graduada de autodefensas, del poder de retorsión directa en su cara a cara con los hombres. Las mujeres tienen en la actualidad mayores posibilidades de entablar acciones judiciales, más ¿acaso no es a costa de una menor capacidad para superar o resolver por sí mismas las situaciones problemáticas cotidianas con los hombres?
Y por último, y aquí ya casi dejo descansar a Lipovetsky:
Las conquistas económicas, sociales y jurídicas de las mujeres representan etapas esenciales hacia la libertad; no obstante, esta quedará en algo abstracto sin la razón independiente y burlona, sin la risa y la ironía. ¿Feminismo del poder? Ciertamente. A condición de que no eche a perder las probabilidades de la risa femenina, la capacidad de tomar distancia con respecto a las alusiones y ofensivas masculinas. No cabe libertad real sin el poder de imponerse, de defenderse, de burlarse, incluso de ridiculizar las actitudes machistas. Lo político solo constituye una de las vías hacia la soberanía de lo femenino; esta se desplegará tanto mejor cuanto en mayor grado sepa mostrarse socarrona en relación con la “superioridad” masculina.
Otra de las vías sería, sin dudas, la educación de los sexos en la apreciación de lo femenino y lo masculino a nivel simbólico, histórico, psicológico, etc., todo lo que hasta ahora madres, educadores, reformistas sociales han obviado bastante. Pero, en esas porciones de mundo cada día mayores, donde los niveles de pobreza, de desigualdad y desatención sociales no encuentran ajuste, ¿cómo educar a la gente? ¿Cómo hablarles de la tercera mujer, de lo femenino y lo masculino entrelazados de June Singer, del principio tántrico de que puedes elevarte a partir del mismo vehículo que usado de otro modo te hundiría, y así hasta el infinito del potencial humano, hoy en día tan rebajado a fines de consumo rápido y fútil?
El asunto se complica aún más cuando entra a colación el tema de la inteligencia artificial y las agendas siniestras que pudieran acariciar la idea de un transhumanismo salvador, solo para unos pocos, por supuesto. La inteligencia artificial conlleva a la reproducción artificial, “sin los riesgos de las emociones humanas y su falibilidad intrínseca. Una máquina inteligente jamás se mezclaría con algo vivo tan dividido y conectado a la vez, tan en juego y poco monolítico como la sexualidad humana”. La cita es de un pensador que quiere permanecer anónimo.
“El asunto de la intención transhumanista no se sale del tema de la ideología de géneros, la genera silenciosamente ahora mismo desde su vestimenta futurista”.
Confieso que todo esto excede mi limitada conciencia humana, pero también la supera el hecho de que haya tanto poder económico concentrado como nunca antes en unos pocos sujetos a nivel global, y uno se pregunta cómo, para qué, a dónde parece encaminarse la persecución de tecnologías cada vez más sofisticadas en un mundo tan lleno de carencias del más puro orden vital.
En una entrevista reciente Lipovetsky asegura que el nuevo feminismo debería dejar atrás el victimismo de la dominación masculina y enfocarse en problemas que responden a nuestra época, como la nueva pobreza de las mujeres o la inmigración. A estos problemas pueden añadírseles otros muchos, sin olvidar que quienes llegan a tener voz en el #MeToo, o en cualquier otro movimiento semejante, no siempre son las más afectadas por la violencia heteropatriarcal, sino aquellas que pueden denunciar lo que les está pasando.
Me vale ahora recordar ese cuento de Lucia Berlin, Temps Perdu, donde la protagonista, trabajadora de una sala de urgencias, comienza diciendo: “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace”.
© Imagen de portada: Luwadlin Bosman
Pereira y Peri Rossi nunca jugaron al bingo
“Cristina era una mujer de mundo, que se movía sola y sin miedo en la peligrosa noche barcelonesa, así que nos miramos como los animales inteligentes que éramos y pasamos a otros temas entre carcajadas”.