Lo cubano, de Martí a Ignacio Giménez


Ignacio Giménez.



Patricios van, patricios vienen

La evolución de Cuba transcurre del anhelo a la inexistencia. Desde la primera mitad del siglo XIX, la definición de lo “cubano” fue el intento narcisista de un núcleo intelectual que entendió que la identidad antecede a la nación y que esta, a su vez, debía preceder al Estado.

José Antonio Saco, nuestro primer patricio, configuró la primera matriz conceptual: Cuba como una comunidad particular, distinta de España, que debía resistir tanto la anexión norteamericana como la absorción colonial. Su crítica a la trata y su preocupación demográfica tenían como fin preservar la posibilidad misma de una “patria cubana”.

Domingo del Monte, por su parte, convirtió la labor intelectual desde la literatura en mecanismo de reconocimiento colectivo. Sus tertulias y su “canon antiesclavista” funcionaron como un laboratorio moral del país que aún no existía 

Desde la Revista Bimestre Cubana, donde el gentilicio es impreso por vez primera, se dio un paso alocado pero fundamental: imaginar Cuba como un espacio de discusión pública moderna, articulando historia, economía, literatura y crítica social para que la Isla pudiera, finalmente, pensarse a sí misma. 

Es ahí donde se fijan, no sin costumbrismo masturbatorio, por vez primera los contornos de una identidad cubana ilustrada, criolla, autónoma. Y también la forja del intelectualismo como mal endémico de nuestra sociedad. 

Si Saco perfila la nación y Del Monte la estetiza, Félix Varela la sacraliza: la convierte en deber moral antes que aspiración política. Aquello de “enseñar a pensar” no es un lema pedagógico, más bien un revulsivo epistemológico en un país donde pensar por uno mismo era de facto disentir del orden colonial. Algo que no ha cambiado mucho desde entonces.

En su “Cátedra de Constitución” (1821–1823), Varela introduce por primera vez en la vida pública criolla el lenguaje del constitucionalismo liberal, la soberanía popular y los derechos civiles. Nos enseña que la obediencia política no es natural, es contractual. Su propuesta abolicionista y la defensa del autogobierno, que expresara de forma meridiana en sus intervenciones en las Cortes de Madrid, no solo desafiaban el orden esclavista, también cuestionaban la legitimidad del dominio español sobre la Isla. 

Varela, exiliado en Nueva York, continúa desde El Habanero (1824) imaginando una comunidad identificable: “No quiero que los cubanos sean siervos, sino hombres”.

Varela como patricio indiscutible, introduce un principio que luego Martí llevará a su extremo político: la cubanidad como ética de la dignidad. Para Varela, ser cubano no era un accidente geográfico ni un sentimentalismo criollo: era una tarea espiritual. Construir un país donde la libertad fuese condición natural del individuo es el centro de su ideario republicano. La patria es responsabilidad colectiva y cultivo de la virtud.

“Mientras se piense en Cuba, se pensará en quien nos enseñó primero a pensar”, afirmó José de la Luz y Caballero. Y por esa teología ingenua y también narcisista, la historiografía lo llama con pompa “el santo cubano”. Su proyecto intelectual, moral y político es el primer intento sistemático de dotar a Cuba de una conciencia propia. En Varela aparece la matriz de todo lo que vendrá: la república como destino, la libertad como principio y el cubano como sujeto ético antes que político.

Cuando José Martí irrumpe en la escena intelectual, lo cubano ya está definido, aunque no resuelto. Martí, otro narcisista empedernido, lee a Saco como advertencia, a Del Monte como forma, a la tradición bimestral como el primer gesto de una república posible, y a Varela como la raíz ética que convierte a la patria en deber moral antes que un reclamo político. 

Martí entiende la premisa de que la libertad es fundamento y no resultado. Y que, ante todo, el cubano tiene que ser responsable de su propia dignidad.

El aporte martiano se sintetiza en convertir esos gateos identitarios en programa político. Su “con todos y para el bien de todos” define un proyecto de Estado inclusivo, abierto al debate y a las disidencias, meridiano en la concepción liberal de una nación moderna.

Si Saco defendió la existencia de Cuba, Del Monte le dio un estilo moral y Varela un basamento espiritual, Martí le dio una arquitectura republicana. De ahí su insistencia en que “la patria es el equilibrio de sus elementos”. Nuestro primer apóstol contiene frases para todo.

El itinerario de la cubanía concluye así en su obra: lo cubano, antes intuición, se convierte en proyecto institucional, y ese proyecto solo podría tomar la forma de una república moderna, fundada en la dignidad humana, la soberanía popular y la igualdad civil. Aunque se empeñe la historiografía castrista y la intelectualidad mediocre que la acompaña en afirmarlo, Martí no inventa lo cubano: lo culmina.



La chambelona ilustrada

La República de Cuba, nacida en 1902, inicia el experimento más audaz de la cubanidad: convertir en práctica institucional aquello que el siglo XIX solo había podido imaginar. La primera generación republicana, con la tutela de la Enmienda Platt, primer síntoma de la sombra freudiana que no abandonaría ya jamás a la precaria nación cubana, intentó salvar la dignidad desde la Ley. Tomás Estrada Palma, austero hasta el delirio, encarnó la ilusión, no sin fundamento, de que el orden administrativo podía sustituir la épica martiana.

Fue el primer presidente y también el primer ejemplo de cómo la república podía asfixiarse a sí misma por exceso de civilismo. Este ejercicio de confundir la burocracia con civilidad o patriotismo es otro rasgo que definiría lo cubano en lo adelante. Su obsesión por la contabilidad moral fue el gesto fundacional del republicanismo cubano: creer que el país podía gobernarse desde la virtud, aun cuando la sociedad no estuviese a la altura de su propia retórica.

Muy por encima en lucidez, Enrique José Varona se convirtió en el gran pedagogo de la república. Varona entendió que, sin una ciudadanía crítica, la arquitectura martiana estaría en estática milagrosa de forma perpetua. Desde su Lógica y su Filosofía del pensamiento, reorganizó el intelecto cubano para la modernidad.

En Varona se consuma lo que Varela había iniciado: la educación como acto político y, principalmente, como barrera contra la barbarie. 

Enrique José Varona fue columna y sostén del régimen republicano y también, sin piedad, su primer gran fiscal. Su advertencia fue profética y aún resuena: “La república es obra de la razón, no del entusiasmo”.

La segunda etapa de la conceptualización republicana de la cubanía trajo a una figura indispensable, Fernando Ortiz. Nuestro particular Indiana Jones definió a Cuba mejor de lo que Cuba podía definirse a sí misma. Con su teoría del ajiaco, destroza la noción decimonónica de la cubanidad como esencia criolla y la sustituye por un proceso: lo cubano no es una herencia, es un slow pot, una cocción a fuego lento que nunca rompe el hervor.

Ortiz inaugura la Cuba antropológica, la Cuba que se piensa en sus contradicciones y no desde sus aspiraciones. Su obra corrige, matiza y pulveriza el narcisismo del XIX: si el cubano quería seguir creyéndose alma pura, Fernandito nos recuerda que también somos un enjambre de transculturaciones que no cabe en la lírica patriótica tradicional.

Y ahí, cabalgando cual Sancho Panza o parásito benigno, mientras Ortiz desmonta los mitos, encontramos a Ramiro Guerra relatándolos. Guerra funda la historiografía republicana moderna demostrando que la Nación no se recibió acabada sino fraguada por la plantación, la esclavitud y la economía de enclave. 

Su lectura de los fundamentos de la cubanidad devuelve brutalidad al relato nacional, revelando lo que Martí había intuido, pero que en su blancura intelectual y su anhelo de futuridad nunca sistematizó: que la república necesitaba, además de ética y poesía, un análisis de las estructuras que la hacían posible, que son las mismas que podían destruirla.

El cierre del canon republicano lo encarna Jorge Mañach, sin dudas el último intelectual verdaderamente republicano antes de la larga noche totalitaria. Mi lúcido tocayo sintetiza como nadie el espíritu crítico de su época: elegante, ácido, modernista, incapaz de dejarse llevar por la autocomplacencia y la superioridad intelectual que tanto sedujo al siglo XIX. 

En Indagación del choteo (1928) revela la patología central de nuestra identidad moderna: la propensión a la desestructuración, al humor como mecanismo de evasión y al descreimiento como deporte nacional. Mañach retrata a la República sin maquillaje y, al hacerlo, la dignifica.

La cubanía republicana, lejos de la mística romanticoide martiana, se torna en laboratorio de una modernidad imperfecta. Varona la disciplina, Ortiz la complejiza, Guerra la cuenta y Mañach la desnuda. En ellos Cuba se pensó adulta, antes de volver a ser huérfana.



El castrismo cultural

Y llegamos al fidelato, espacio histórico que convirtió en distopía una realidad que nunca lo llegó a ser del todo. Lo cubano, solo parcialmente conceptualizado, en la república fue un espacio que se abordó desde la razón, pero el comandante llegó y entendió que el poder absoluto demandaba que la cubanidad fuera un acto de fe.

El 1 de enero de 1959 no inaugura una nueva etapa de la identidad nacional: instaura un ecosistema espiritual, una cosmovisión en la que la cubanidad deja de ser proceso y se convierte en propiedad privada de un proyecto político, en elemento cohesionador de un Estado rígido y en estamento de división. Lo cubano era otorgado por filiación a una ideología y no por pertenencia cultural a una comunidad.

Fidel Castro, nuestro Narciso más exitoso, reformula la ecuación identitaria: ya no es la nación la que construye el Estado, es el Estado el que define lo que la nación es. La cubanidad deviene jurisdicción y, de su máximo pontífice y líder, deviene en derecho, Jus fidei.

Desde su primer discurso en Santiago de Cuba, Castro establece el tono metafísico de la nueva cubanidad: el país deja de ser una comunidad cultural para transformarse en épica permanente, un relato de asedio que exige obediencia y sacrificio. Aquí está la génesis del castrismo cultural, la sustitución del pensamiento crítico por la liturgia revolucionaria y la del ciudadano por el compañero revolucionario.

Lo cubano no sería ya un ejercicio de autoconciencia, un estudio y reflexión sobre la sociedad, sus modos y devenires. A partir del fidelato, lo cubano se construye desde una oficina sin ventanas, desde un grupo de legitimadores sumisos y sodomizados por Castro el mayor.

La cubanía, lo cubano y la cubanidad son parámetros con los que la burocracia castrista define quién es cubano y el grado de cubanía que posee un nacional. Para este cambio absoluto, el poder totalitario contó con el trabajo disciplinado de intelectuales, artistas y burócratas de la sensibilidad: el cuerpo de ingenieros del espíritu nacional (“ingenieros de alma”, llamaría un tal Stalin a la intelectualidad).

Sin duda, el siervo mayor fue Roberto Fernández Retamar, sumo sacerdote de la antropología ideológica. Donde Fernando Ortiz vio transculturación y ajiaco, Retamar inventa la “calibanidad”: una versión tropical del marxismo literario que convierte al cubano en víctima ontológica y al Estado socialista en su emancipador cultural. 

Con Calibán (1971), Retamar dota al régimen de la coartada intelectual perfecta: el cubano no piensa, resiste; no discrepa, se defiende; no se equivoca, padece.

Si para Martí la patria era equilibrio, para Blas Roca, comisario doctrinal de la nueva comunidad, la nación es alineamiento vertical. Desde su marxismo komsomol, convierte la Revolución en destino biológico. Con Blas Roca el castrismo fundamenta la inevitabilidad del socialismo, el sacramento perfecto para convertir al Partido Comunista en tutor natural de la identidad. Para este momento, cubanía y castrismo son una y la misma cosa.

Un camaján oportunista, intelectual brillante y viejo comunista, Carlos Rafael Rodríguez, convierte el castrismo en un sistema autorreferencial donde la economía es excusa y la ideología, coartada. Su aporte a la cubanidad es siniestro pero efectivo: institucionaliza la contradicción, convierte la escasez en mecanismo disciplinario y la obediencia en virtud cívica.

Carlos Rafael descubre que un país precarizado es un país gobernable. Es el gran arquitecto de una noción de administración estatal donde la homogenización de la miseria pasa a ser la institución espiritual que define a Cuba desde entonces.

Y cómo no, el mulatón, nuestro Poeta Nacional, el gran aportador de la dimensión estética del castrismo cultural: Nicolás Guillén, que pasa de poeta racial a bardo de la épica castrista. 

Toda su obra posterior a 1959 se convierte en el arrullo poético del Estado total. Guillén resignifica, desde la poesía, el papel de la cultura como órgano de propaganda. Al hacerlo, fija uno de los rasgos fundamentales de la cubanidad castrista: la unanimidad política como acto estético. Es Del Monte en negativo, convierte la tertulia en Comité.

El castrismo cultural como eje de lo cubano se completa, como entidad administrativa, con Armando Hart. Desde el Consejo de Educación y Cultura y más tarde desde el Ministerio de Cultura, Hart transforma la institución en una máquina de canonización revolucionaria. 

Su pensamiento es simple: la cultura no es un espacio crítico, es un territorio que debe ser protegido de la plaga del “diversionismo ideológico”. Hart institucionaliza la directriz suprema que rige a la intelectualidad castrista: la cultura tiene que defender al Estado, no examinarlo.

En la cúspide simbólica del castrismo cultural tenemos al padre de lo cubano, al supremo forjador de la nación, la figura más eficaz del nuevo orden: Fidel mismo hecho canon. 

Su Historia me absolverá, convertido en documento legible por Luis Conte Agüero, funciona como evangelio fundacional. Sus discursos son como encíclicas doctrinales y sus apariciones como un ritual de confirmación nacional. 

La cubanía según Castro el mayor se define en la participación y pertenencia a la epopeya. Disentir es traicionar la ontología patria. Para el castrismo, lo cubano es un acto de colonización del alma pública: la esclavización del pensamiento.

Lo cubano también fue un elemento definido desde la territorialidad: la única forma de ser cubano es desde Cuba. Al desterrar al disidente, el régimen excomulgaba la identidad de estos. El castrismo, monopolio simbólico de la nación, logró elaborar un relato donde lo cubano se alojaba en la Isla y en la pertenencia al universo ideológico partidista.

El castrismo cultural, al instaurar el relato de lo propio y lo ajeno, la narrativa de los que aquí y los de allá, realiza un acto de fina ingeniería antropológica. El marxismo tropical entendió que la identidad es un recurso político: quien controla el significado de “patria”, la define, gestiona la pertenencia y, por tanto, el poder. El exilio, aún hoy, cuando sostiene los despojos del sistema, no participa de una ciudadanía transnacional con efectos políticos, sigue siendo una antipatria funcional.

Lo cubano es una historia de mutación o, más bien, mutilación. Si nuestros patricios del siglo XIX inventaron lo cubano y la República intentó gestionarlo, el castrismo lo secuestró, lo reescribió para convertirlo en reglamento. Si Martí resumió y culminó lo cubano, Fidel Castro lo expropió.



Ignacio Giménez.



El Martí que nos toca

Hoy nadie representa lo cubano en toda su dimensión como Ignacio Giménez. La trayectoria intelectual que va de Saco a Martí se orientaba hacia el futuro, hacia la constitución de un sujeto cívico capaz de gobernarse a sí mismo. Era la nación como anhelo. La deriva de Fidel Castro hacia el presente es exactamente lo contrario: la nación como espejismo.

José Martí representó el deseo de una Cuba de horizonte cívico infinito y, desde esa perspectiva, Ignacio Giménez representa el resultado de lo que Cuba es. Si Martí es inspiración, Ignacio es consecuencia. Ignacio Giménez es el Martí que nos toca, el Apóstol de nuestro tiempo, la figura que encarna la cubanía postrera, la derrota de la nación por la victoria absoluta de la precariedad ontológica del castrismo.

Ignacio Giménez hereda el prometerismo (de promesa, no de Prometeo) de Castro el mayor y lo perfecciona. Es clave para entender la cubanía expropiada. El poder totalitario entendió que la identidad no solo se podía imponer desde rituales, simbología o represión, sino que también precisaba de la ilusión de un futuro siempre próximo y jamás alcanzable. 

La promesa (vivienda, alimentos, salarios, libertades) no es casual ni marginal, es performativa. Cada anuncio incumplido, cada expectativa frustrada, fortalece el relato del Estado como tutor de la nación, mientras la población mide su existencia por la dimensión de cada promesa. No hay mayor evidencia del triunfo del castrismo sobre la nación cubana que la existencia de un líder y profeta como Ignacio Giménez.

En este sentido, el prometerismo no es estrategia política, o no lo es únicamente, sino que es, además, dispositivo identitario. La cubanía misma se construye sobre la tensión entre esperanza y escasez, sobre la necesidad de creer en lo que jamás se materializa, y sobre la internalización de la precariedad como condición ciudadana.

La promesa permanente como ritual social sustituye al contrato republicano, al pensamiento crítico y a la autonomía ética. El cubano es convertido en sujeto de expectativa, receptor perpetuo de la nada y, paradójicamente, garante involuntario de su propio despojo.

La escasez, la precariedad y la miseria se han integrado en el contrato social de la Cuba de hoy. La carencia material es un dispositivo simbólico y cualquier anuncio de bienes, alimentos, dinero o alivios inmediatos adquiere un valor sagrado. 

El castrismo lo ha utilizado y utiliza de forma constante. No puede extrañarnos que cuando el segundo apóstol, Ignacio Giménez, promete “1100 dólares, pulóveres amarillos” y cita a la población en un hotel, a una hora, lo haga desde la fractura social identitaria bajo la cual el nuevo cubano acude al encuentro no por ingenuidad, sino por un cálculo práctico en un contexto donde las alternativas reales son inexistentes.

Ignacio Giménez sabe administrar la esperanza y convertirla en un detonador de conducta colectiva. La promesa deja de ser una idea y se convierte en instrucción, al mismo tiempo que su fallo genera costos que profundizan el cinismo y la vulnerabilidad social, elementos raigales a la cubanidad, según el castrismo.

Lo escandaloso no es que Ignacio Giménez haya engañado a un pueblo extenuado. Lo que estremece es que el pueblo necesitara creerle. En una sociedad donde el triunfo totalitario ha sido destruir la verdad, la mentira y lo falso dejan de ser anomalías para convertirse en infraestructura emocional. Ignacio no inventa nada, solo revela. Es el espejo perfecto del triunfo del castrismo cultural y de la implementación social de su relato.

Si el castrismo elaboró durante décadas una narrativa donde el discurso desplaza a la realidad, donde el milagro sustituye a la economía, donde el sacrificio asesina la dignidad y donde la fe revolucionaria es patrón de ciudadanía, ¿cómo no íbamos a tener un profeta callejero, un mesías manipulador, un falsificador sublime de esperanzas? ¿Cómo no íbamos a tener un Ignacio Giménez?

Ignacio Giménez encarna, y ahí reside su potencia sociológica, la consumación del proceso de desrealización que el castrismo convirtió en política de Estado. La escasez, el desamparo y el hambre dejan de ser condiciones materiales para derivar en elementos cognitivos. La precariedad sistemática altera la percepción: el ciudadano no vive en la realidad, vive en la espera.

Y quien vive en la espera no distingue entre verdad y fábula, entre política y suceso, entre información y rumor. Ignacio Giménez es la evidencia viva de esa epistemología de la miseria. Es el resultado de un país donde se ha evaporado, por orden del Partido Comunista, la distinción entre noticia, consigna y profecía. En esta distopía perpetua instaurada por el fidelato, el líder no es quien dirige el Estado, es quien administra la esperanza. 

De ahí el poder de convocatoria de Ignacio Giménez, sin programa y sin ideología. Convoca desde el hambre, desde la suspensión de la realidad, desde el agujero emocional de una nación en vías de extinción.

José Martí, en su momento, fue la síntesis ética del cubano posible. Ignacio Giménez es, en este instante, la síntesis grotesca del cubano, resultado de nuestra deriva. Martí defendió la dignidad como principio; Ignacio, la supervivencia como método. Martí generó conciencia; Ignacio, estampida. Martí forjaba ciudadanos, Ignacio heredó creyentes.

Ignacio Giménez es el apóstol natural de esta Cuba terminal, el Héroe Nacional de nuestros días. Es la prueba viviente de que lo cubano ya no es identidad, ni institución ni memoria, es ficción.

Ignacio Giménez es el José Martí de nuestros días. No porque sea equivalente, sino porque es proporcional. Los cubanos somos el resultado de la mutilación castrista de la verdad y de la intelectualización de nuestra historia. Ignacio Giménez ha sabido convertirse en la forma final de la cubanidad precarizada. 

En este nuevo apóstol desterramos la Cuba posible y encontramos la Cuba real. Un profeta que nos habla, como lo hizo Martí, de un país que solo existe porque queda alguien que cree. Ignacio Giménez es el Martí que nos toca, y así nos va.