De adolescente me gustaba mucho mirarme al espejo y descubrirme.
De adolescente también me pidieron que posara, desnuda, frente a un espejo, mientras era observada y una mano se movía arriba y abajo sopesando un bulto en la entrepierna.
De adolescente me pidieron que me tocara las tetas y me mordiera el labio, sonriente, mientras bailaba un reguetón. Me pidieron que abriera la boca y tragara, que me tocara el clítoris, que pegara el abdomen a un colchón y las nalgas a una cara. Y que gimiera, siempre que gimiera.
La adolescencia, según expertos, empieza alrededor de los 13 años. Y no termina, para algunos, hasta los veintitantos. A mis 12, poco después de “La Gasolina”, de Daddy Yankee, llegó esa entelequia que llamamos adolescencia. No puedo precisar cuánto duró, pero sí declarar que fue intensa. Marcó los modos en que aprendí a relacionarme con los demás.
El ser nervioso y tímido que alguna vez fui, tuvo mucho que ver con una adolescencia en la que se me pedían cosas que yo no era capaz de dar. Miro hacia atrás y veo cómo se rodaba la performance de mis diecitantos, cámara en mano. Era un audiovisual dirigido por hombres adultos que las prefieren adolescentes, púberes, con poco conocimiento y cero capacidad de análisis sobre su posición en escena. Demandaron de mí unos gritos y unos gemidos de disfrute que solo podía fingir, y ni siquiera…
Tipos que guardaban esas escenas naífs, con flash y desestructuradas, en carpetas que luego navegaban por barrios enteros, de celular en celular, hasta terminar en manos de un padre o un tío o un hermano de alguna muchacha a la que, con eso, le jodían un poco más la vida; en un país de carencias materiales que se vuelven afectivas.
Cada tanto, se les oía decir a los machotes de las cuatro esquinas: “Viste como se fue por los pies fulanita”; “fulanita es una diabla”; “mira como viene subiendo esa menor…”; “fulanita se pegó con menganita”; “a fulanita se la comieron unos consortes en la azotea de mengano y la filmaron, échate el video”… Y cualquiera que no fuera fulanita, no obstante, podía ponerse en la piel de fulanita y sentir también como le jodían la vida un poco más. Aunque esta historia se escribe en pasado, es presente en algún lugar de Cuba ahora mismo. En este instante hay una fulanita que se quiere cortar las venas porque filtraron un video de su intimidad y lo sabe el pueblo.
La historia es aún más patética para fulanita cuando se entera de que sus fotos íntimas, de cabeza, bocarriba, están en una plataforma de pago a la que ella no accede, pero gente de todas partes del mundo la ven, y gente de su país lucra. Sin que la policía comprada por los “cineastas de barrio” haga NADA.
Hay varios destinos posibles para una muchacha que pasa por algo así, pero es una experiencia que marca. Algunas no lo superan del todo, aunque pase el tiempo; otras se vuelven resilientes y con la cabeza en alto siguen su camino, e incluso hay algunas que le sacan provecho a lo ocurrido. La influencer cubana Jessica Fernández, por ejemplo, decidió abrir una cuenta en Instagram para subir una parte de sus fotos porque —dice— de todas formas, ya estaban “regadas”. Mediante esa cuenta se abrió un Onlyfans e hizo un triunfo personal de la tragedia: empezó a ganar dinero por su contenido, decidió gestionar su cuerpo y crear su propia narrativa. Eso sí, partiendo de la idea machista y patriarcal de que su cuerpo es bello y aceptado como tal por la sociedad.
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Porque me gustó y quise, porque el cuerpo es mío. Porque no le debo explicaciones a nadie sobre cómo me veo o qué exhibo. Básicamente por eso, a mis 27 publico una foto en la que, a pesar del escándalo que supone para algunos ojos, no muestro nada más que una silueta en pose natural, interpelando a la cámara, sin exaltación ni “mirada provocativa”. La pose es favorecedora, debo decir, porque perfila mis nalgas, bastante redondas y simétricas. Así son, aunque algún man me pregunte si las edité en Photoshop, si la foto es para una expo…; si no le molesta a mi novio, y luego, con la lengua entre las piernas, termine diciéndome que soy una “mujer valiente”.
Hay algo de valentía en la desnudez de mis nalgas, sí, algo que va más allá de la normalización de las cuerpas ubicadas al margen del canon de belleza que privatiza las carnes y publicita la delgadez. Pero esa es otra justificación que me invento y no me creo.
Cuando subo por primera vez un (casi) desnudo a mis historias de Facebook e Instagram y escribo la frase “Verano 2021, normalizando cuerpas”, no solo estoy pensando en la normalización de mi cuerpa y de otras cuerpas. De hecho, ni siquiera estoy “pensando”, sino actuando. Desbloqueando esa zona de mí, según la cual está mal compartir una foto semidesnuda. Cuando subo una foto así, estoy sintiendo, relativizando el performance político del cuerpo para satisfacer mi hedonismo. Sobre todo, porque elijo mostrar una parte de mi cuerpo con la que me siento cómoda. Relativamente cómoda. Aunque para otros se reduzca a un trozo de carne.
¿Qué busco con una publicación así?
¿Likes?
¿Aceptación?
¿Escándalo?
¿Expresar a mi modo el empoderamiento femenino?
¿Busco reacciones?
Es posible, pero tampoco. Las nalgas redondas y simétricas gozan de gran aceptación por buena parte del público y eso es un hecho. Pero hay que saltar sobre muchos prejuicios para exhibirlas. Más todavía cuando le añades a la imagen el caption: “y pensando en abrirme un Onlyfans”. Y en medio de una intencional ambigüedad, puede que muchos interpreten confesión en lo que otros ven una broma. (Más adelante entro en detalles sobre Onlyfans).
Como experimento, esta historia tiene valor. Más de 1 600 personas la vieron y reaccionaron a ella. Algunas hicieron capturas, porque las historias caducan en 24 horas. Me las mandaron. Yo hice, a la vez, capturas de sus reacciones. Me interesaba ver cuán moralistas solemos ser en público, y qué poco ortodoxos en privado. Quería estirar un poco más la cuerda para ver el comportamiento de mis amigues virtuales. Quería tener mi espacio de libertad a pesar de que —sabía— una publicación así me iba a dejar expuesta al acoso (“Hola, linda”), al juicio (“¿A ella no le da pena eso?”), al machismo (“¿Viste a fulanita encuera?”), al intrusismo (“¿El novio no le dirá nada?”), a la hipocresía… Y hasta al absurdo de que vinculen las nalgas a la “credibilidad” profesional. ¿En serio? Pues sí, hay gente que vive en una cabeza cuadrada del siglo XI.
Pero está bien. Una sabe a lo que se expone y salta la barrera. A fin de cuentas, es mi cuerpo visto por mí (gracias a la tecnología que me permite autorretratos), sin la mediación de un fotógrafo que capture mi relato y lo exponga desde su perspectiva. Por eso me reí al ver que un exnovio que me había fotografiado (artísticamente) vio mi historia y se quedó en pausa, no reaccionó, que es una de las peores formas de reaccionar.
Sentí que me apoderaba de mi relato, me hice cargo de él. Me dio risa ver cómo gente que se dice tan abierta es, en el fondo, tan cerrada. Tan anquilosada e incapaz de normalizar el desnudo. Los vi navegar y naufragar, como cuando te cae una paja en el ojo y disimulas. De todos modos, poco me importa quién vio y quién no: me quedo con la gente que, sin acosar, sin juzgar, reaccionó en un sentido conversacional. No me gusta la gente que hace silencio ni la que grita. Las que pasan de largo, obviamente, no son las personas a las que les tengo abiertas las puertas.
En cambio, motiva mucho que unas cuantas mujeres reaccionen con corazones al desnudo de otra mujer. Es ahí donde se teje la sororidad, donde se siente que una no mira a la otra por encima del hombro. Y donde una cuerpa le habla a la otra, la lee, la escucha. Y le hace sentir que están juntas. Esas son, después de todo, las amigas virtuales más apreciadas: las que no ven en tu culo desnudo una declaración de guerra ni un acto de moral delicada y cascos flojos-bájate-el-blúmer, sino un ejercicio de fuerza y de libertad. Y de placer.
Si algo tiene un (semi)desnudo es la multiplicidad de lecturas. No es lo mismo un desnudo de Rubens que uno de Ingres, que uno de Delacroix. No es lo mismo “La maja desnuda” que “La Libertad guiando al pueblo”. No es lo mismo una mujer voluptuosa de las de Botero que una performance de una mujer desnuda que grita “Vivas nos queremos”. La intención comunicativa de quien mira y transforma en arte, hace variar las formas de interacción con esos desnudos que adquieren significados muy distintos. Lo sabe —y me lo enseñó— ese profe de Historia del Arte que reaccionó a mi foto con unos emoticonos de fuego, rayo y corazón.
Luego está la cuestión del anclaje del mensaje con determinado texto: “Y pensando en abrirme un Onlyfans”, es un texto que para algunos puede no ser gracioso, sino grotesco. Prosaico. Naíf (hacía tiempo que quería usar esta palabra por puro esnobismo).
Al grano: Onlyfans es una red de pago donde los creadores pueden vender contenidos a suscriptores mensuales. Sirve para posicionar diversos tipos de contenido, pero según algunos creadores cubanos, lo que vende ahí es el porno. Solo que, en esa categoría, caben muchas dimensiones. Alguien me contó que tiene un fetiche con las mujeres descalzas y que pagaría por verlas, otros buscan disfraces porque, dicen, en Onlyfans nadie quiere verte la cara.
Y pregunta la jauría atraída por Onlyfans: “¿Qué es? ¿Cómo funciona? ¿Cómo puedo meterme desde Cuba?”; entre otras preguntas que se vuelven cada vez más indiscretas, como eso de por qué me estoy pensando abrir una cuenta en Onlyfans, si me iría bien “con esas nalgas”. “¿Qué hay que normalizar en mi cuerpo?”, preguntan.
Con ello viene también el reproche: “¿Por qué publicas fotos así teniendo ‘tanto talento como periodista’?”. “¿No se pone celoso tu novio?”. Pero eso no viene al caso. Eso es materia de otro experimento.
A continuación de la foto que acapara miradas y reacciones, decido subir una historia de texto a modo de aclaración: “Hay amigos que me preguntan por Onlyfans (debido a esa foto y al chiste). Les he pasado este link, espero les sirva… Ahora tengo que ponerme a escribir a partir de sus reacciones”.
Se trata de tres cubanos que, desde La Habana, Miami y Cienfuegos, crean contenido para Onlyfans. Y en ese texto que escribí dan “las mieles” sobre una forma de ganar dinero que no deja de ser polémica por el uso del cuerpo, pero en un espacio sobre el que el Estado cubano no parece tener jurisdicción. Por eso tengo que tener cuidado. ¿Te imaginas que me digan que estoy incitando a la prostitución online cuando solo me dedico a escribir?
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¿De verdad te abrirías un Onlyfans? —pregunta que se repite. Y respondo que si fuera hombre, tal vez ya lo habría hecho. Porque probablemente no me sentiría tan expuesta a las miradas y a los juzgamientos. Es posible que, de ser hombre, fuera ahora un Toy Boy de los que se juntaron en el canal de Telegram del mismo nombre. Y a los que llegué por azar. Les cuento. Para empezar, yo casi no uso Telegram, salvo en puntuales excepciones: para hablar con un amigo que me pasa música, poemas y memes por ahí; revisar los últimos textos que han publicado un par de medios independientes cubanos; estar al tanto de un grupo de ruedas de la fortuna (que por alguna razón se mudaron de WhatsApp y sigue igual de inmóvil la ruleta con el dinero mío y el de mi pareja adentro); y un último grupo llamado Miami al que entré sin querer y no sé por qué no he salido.
Justo como partícipe del chat de ese grupo en el que a veces comparten oportunidades de trabajo, fotografías de lugares y apartamentos de la ciudad, mascotas e información sobre la Covid-19, me encuentro con que alguien me empezó a enviar un enlace a otro grupo llamado Toy Boys Cubanos. El sujeto sugirió que yo estaba hornie y deseosa de machos cubanos. Aquello me dio un poco de risa, la verdad, pero ya había tocado el link y me hallaba yo, en pleno, dentro de aquella página en la que varios hombres hacían gala de sus enormes penes. Algunos ni siquiera eran tan grandes, pero otros eran pregnantes, de un gran impacto visual para el voyeur que llega de repente.
Me recordó aquella vez en que un árabe me envió por Messenger un primer plano de un pene que decía ser el suyo. Al abrir en un descuido la laptop, mientras estaba en mi oficina de entonces (en un periódico comunista), se abrió la imagen y no hubo manera de que mis dedos pudieran atinar a cerrarla de inmediato. Respiré, tragué en seco y seguí como si nada. Nadie iba a creer la historia real de que un árabe que no conocía de nada me había enviado su pene por Messenger, así que no me esforcé en explicarlo.
Poco tiempo después me llegó un mail en el que el destinatario decía ser mi admirador. El mensaje traía un adjunto que todavía me sorprende. Una foto de mi primer libro de poesía con su pene encima. No era grande, sino ancho, cubierto de pelos. La imagen era la definición literal de prosaico. Pero esas “sorpresas” no las puedes evitar. Surgen preguntas como de dónde sacó ese man tu correo electrónico, si compró de verdad tu libro. Y lo googleas y encuentras a alguien con ese nombre en redes sociales, pero no sirve de nada porque lo mejor es no responderle.
En cambio, llegar a una página como Toy Boys Cubanos va más allá de un dedo mal metido, de un clic rápido. Porque cuando ves la primera “sorpresa”, vas a querer ver qué hay con esa página que a primera vista parece porno masculino gratis y sin filtros. Pechos y culos desnudos. Ahí los tipos se masturban, exhiben su falocentrismo mirando a cámara con una taza de baño como fondo, una pared repellada, pero sin pintar, un cubo de agua con el jarrito listo. Un calzoncillo anaranjado en el que se lee “Men” en mayúsculas, una sábana floreada, un piso de losas rojas, una azotea, un gimnasio rústico con matas de plátano y un ranchón detrás. Un ventilador-ciclón, una camiseta blanca raída, cortinas, tatuajes, un abanico azul y un cuadro de Jesucristo.
Todos los objetos que componen la intimidad de estos hombres, son asequibles a la vista mediante un clic. Por las fotos se puede notar que, en muchos casos, los Toy Boys son chicos de barrio o de zonas no urbanas, chicos musculosos con modestas habitaciones, jovencitos de pinga grande y entorno pobrísimo. Hay, entre ellos, artistas, fisicoculturistas, panaderos, estudiantes de los Camilitos, policías. Sí, policías. Que, según las descripciones de las fotos y los videos, también presumían de sus “pistolas”, donde yo podía verlas antes de que me censuraran ese contenido pornográfico. Y, al parecer, si nadie está lucrando con sus contenidos, lo hacen porque quieren, porque los cuerpos son suyos. Porque no deben explicaciones a nadie sobre cómo se ven o qué exhiben. Tampoco yo. Y da igual si ellos venden y yo “reivindico”. Si ellos cambian el relato de su cuerpo por saldo y yo me apropio del mío porque sí.
Básicamente, por eso publiqué una foto en la que, a pesar del escándalo que supone para algunos ojos, no muestro nada más que una silueta en pose natural, interpelando a la cámara, sin exaltación ni “mirada provocativa”. La pose es favorecedora, debo decir, porque perfila mis nalgas, bastante redondas y simétricas. Así son, aunque algún man me pregunte si las edité en Photoshop, si la foto es para una exposición… Si no le molesta a mi novio, y luego, con la lengua entre las piernas, termine diciéndome que soy una “mujer valiente”.
Solo espero que, después de todo, no venga alguien a apropiarse de mi relato: la misma persona que me celebra la valentía, me muestra como han usado, en WhatsApp, el nombre de una influencer para vender contenido porno. Ya bastante tenemos con que haya “ciberclarias” que se apropien de nuestros rostros para tuitear a lo loco. Que usen a las cuerpas disidentes (esto tiene un evidente doble sentido) también para lucrar, sería el colmo. Que la inversión de un Estado vaya por ese camino, en vez de perseguir a los machos que en las cuatro esquinas o tras el buró despachan sobre muchachitas, antes o después de ponerlas de cabeza, bocabajo, y pedirles que giman de placer cuando si acaso pueden gemir de dolor. Me pregunto si a la larga podrán abrir la boca para, en vez de tragar, hablar.
Yo, puta (ve a hacerte tu paja en otra parte)
Todavía hay quienes emplean los mismos trucos para hacerse pajas mentales. Cuando le conté esto a mi amigo, me reprochó que no hubiera “leche” en toda la historia. Quería detalles de mis relaciones y de mi vida privada. Ahora, varios años después, puedo reconocer sin tapujos la violencia que ejercí y la que ejercieron sobre mí.