Según Wikipedia, “el futuro del cine cubano es incierto, pero dada la tradición histórica de este género en el país es probable que la producción continúe”. ¿Qué significa “dada su tradición histórica”?
Está claro que el ICAIC no representa ya una autoridad central en el horizonte cinematográfico cubano. Y aunque recientes producciones “institucionales” han probado opciones estéticas que difieren del tono dominante desde los años ochenta en lo adelante, es cierto que este cine continúa siendo desafortunado desde el punto de vista estético. Poco inspirado y redundante como una mala película porno.
No me refiero a que la insistencia en la comedia o el repaso sociológico de la realidad nacional sea un problema, aunque esa recurrencia conduzca a un preocupante simplismo y a una puerilidad extrema, sino a que las soluciones específicamente cinematográficas se mueven en un registro imposible de transitar a estas alturas: guiones donde se entrecruzan historias faltas de creatividad y personajes epidérmicos con una realización imprecisa —véase Los malos demonios (Gerardo Chijona, 2017), Sergio y Serguéi (Ernesto Daranas, 2017) o ¿Por qué lloran mis amigas? (Magda González Grau, 2017); y estos no son más que los últimos ejemplos.
La producción cubana actual, hija pródiga de la supuesta tradición histórica de la que nos habla Wikipedia, padece de una preocupante monotonía. Incluso muchos de los autores “independientes” heredan, por carambola, el sino de lo que ha devenido nuestra industria: un escenario plagado de conceptos viciados, dominado por coordenadas políticas y por una reductora inmediatez referencial. El cine cubano, a excepción de las acciones aisladas de algunos realizadores independientes, continúa en crisis.
Justo cuando la ruptura con lo que ha significado el ICAIC da vida hoy al mejor audiovisual en Cuba, confunde la ambigüedad de Wikipedia al decir “dada la tradición histórica” del cine en el país.
Si por tradición entendemos el rol desempeñado por el cine al menos en las dos primeras décadas después del triunfo revolucionario, está claro que es muy diferente del papel actual del audiovisual hecho al margen del ICAIC.
Si por tradición entendemos la práctica de alguna esencia visual o narrativa —quizás, por ejemplo, el esfuerzo por entender a la isla y a los cubanos—, es evidente que quienes ofrecen el perfil más renovador lo hacen precisamente al distanciarse de esa esencia atribuida. Acaso por mirar hacia las tantas producciones disidentes del canon que rige la historia del cine nacional, y que desde luego no constituyen esa tradición —Nicolás Guillén Landrián, Sara Gómez, o las nuevas lecturas de Tomás Gutiérrez Alea, desembarazadas al fin de una perspectiva atestada por la retórica revolucionaria.
¿Dónde localizo alguna diferencia? Películas como El proyecto (Alejandro Alonso, 2017) o Los lobos del Este (Carlos M. Quintela, 2017) —por solo referir entregas inmediatas— conforman un cuerpo no mediado por la ideología estatal, la misma que incide en que toda muestra de crítica social se torne, involuntariamente, un evasivo “chiste criollo”. Proponen una retórica diferente, una imagen/representación que aboga por la inventiva cinematográfica y la experimentación, donde el diálogo con su realidad y el desmontaje que de cualquier modo hacen de esa realidad, no entorpece la competencia formal, la creatividad ni la autoría.
Unos individuos sin formación académica en cine, de un barrio periférico de Marianao, tienen la genial desfachatez de estar “haciendo” otro cine cubano.
En estas y otras contadas obras —también del 2017: La sed humana (Danilo C. París), Sangre (Giselle Lominchar) o Gloria eterna (Yimit Ramírez)— se percibe una gramática audiovisual que comienza a ensayar una red de referencias más heterogénica, sin el énfasis en el realismo social estandarizado en los noventa, lo que se traduce en ejecuciones transgenéricas y estilos de narración descentrados, además de una favorable independencia de pensamiento.
Quienes estén interesados en el curso actual del cine cubano, tienen ante sí dos problemas significativos: por una parte, constatar si la supuesta renovación de que se está hablando por todas partes es un hecho real o es pura fantasía; y por la otra, comprobar si, con independencia a cualquier renovación, el cine que se realiza en el país en estos momentos vale la pena en términos estéticos.
Todo esto es preámbulo. Urge hablar sobre las verdaderas producciones independientes cubanas, donde localizo una auténtica emancipación de esa dramaturgia política que abraza al audiovisual del establishment, y una originalidad, un ingenio, una aptitud notable para conectar con la realidad nacional.
Cuando Cuba apenas se entera de que los seriales televisivos han virado al revés el panorama audiovisual —sin el lugar común y el kitsch de las telenovelas, con estructuras narrativas abiertamente experimentales (paradójico tratándose de la televisión), con guiones de una libertad dramática capaz de desplegar con mayor rango de espacio y tiempo problemáticas hasta hace poco impensables en el medio, el alcance lingüístico de “las series” es de vanguardia—, unos individuos sin formación académica en cine, de un barrio periférico de Marianao, tienen la genial desfachatez de estar “haciendo” otro cine cubano. Un accidente estético y cultural más sugestivo que el de muchos de los “nuevos realizadores”; ejemplo auténtico de la real democratización de la creación cinematográfica luego de la embestida de la tecnología digital en el país.
Me explico.
Los largometrajes de ficción Sangre cubana (2018), Los demonios del corazón (2013) y Tacón (2016), dirigidos los dos primeros por Edgardo Pérez y el último por Alex Aldey, el serial televisivo Malas intenciones (2014), también bajo la dirección de Edgardo Pérez, y el teleplay Qué + puedo querer (2015), de ambos realizadores, analizados con todo el rigor impuesto por la sacrosanta academia, ni siquiera clasifican como eso que ambiguamente denominamos trash cinema o cine Z. Son solo el resultado de unos aficionados entusiastas.
Sin embargo, a la manera de Juan Orol y Ed Wood, a Edgardo Pérez o Alex Aldey les importa un comino las convenciones cinematográficas. Han orquestado un producto que, siendo el reverso de lo que se tendría por “calidad mínima” en cualquier circuito de exhibición, parodia todos los acuerdos normalizados por la industria y se echa a los consumidores en un bolsillo.
Se escucha en un documental que recoge las opiniones de los vecinos del barrio Los Ángeles, Mariano, sobre Malas intenciones:
No hay necesidad de definir la cubanidad cada dos minutos.
“Oye, yo quería participar de esa serie, porque esos chamacos son mejor que los de la ENA, que se guían por un panfleto, y esto es la vida real…”.
“Ah, esa serie deberían ponerla por televisión pa que vean de verdad cómo es la cosa…”.
“A pesar de que no tienen recursos esa serie quedó buena, están escapaos…”.
“No me pierdo un capítulo, la gente del Paquete ya están esperando la tercera temporada…”.
Hasta una delegada de la circunscripción, según reza un intertítulo en pantalla, comenta que “esos muchachos dan a conocer buenos mensajes a la juventud sobre la droga y la violencia”.
(El propio Edgardo y algunos de los intérpretes explican en cámara que además de divertirse, y de que “eso no tiene né pa criticarlo, está bueno”, tenían como objetivo “brindarle un buen entretenimiento al público” y “transmitir mensajes positivos”).
Las expresiones de la “gente del barrio” vienen a confirmar la efectividad comunicativa de un producto que consigue una presuposición excelente entre un formato genérico y una topografía argumental típica, manipulada a conciencia —de ahí los constantes guiños a series y películas clase B—, y el entendimiento de una realidad límite. Esto último, sin necesidad de definir la cubanidad cada dos minutos.
Imágenes que conectan con el público no solo por la funcionalidad del código empleado —violencia urbana, droga, prostitución y demás arquetipos y lugares recurrentes—, sino por la radicalización con que el creador observa sus circunstancias y el desenfado con que se aventura en las señas de una juventud que vive al borde del invento cotidiano, unos seres para los cuales la ética y la civilidad resultan sumamente ambiguas. Malas intenciones describe la vida convulsa de un grupo de individuos en una localidad cualquiera de la periferia cubana; localidad a la que corresponde el protagonismo real de la historia, expresado por medio de diversos personajes retratados en múltiples dimensiones.
Uno de los personajes se llama Vin Diesel y paga por videos porno de las jevitas del barrio para colgarlos en internet.
En esta serie, como en las películas, a efectos de lo que entendemos por cine, insisto, la calidad es ínfima, las actuaciones son un desastre, el guion está colmado de fallas técnicas, los realizadores no se detienen a caracterizar la psicología de sus personajes, no se cumple ningún patrón de verosimilitud y los efectos especiales son pésimos, pero ahí radica todo su atractivo.
Si establecemos un mínimo de pacto ficcional con lo que estamos viendo, no solo tenemos un par de historias divertidas y la plasmación de un corrosivo imaginario, sino una formidable creatividad. El diseño dramático de Malas intenciones —porque lo hay, y explora las posibilidades del multiplot— trenza clandestinidad social, contrabando de droga, transgresión de la ley, asesinato y prisión, con los modos de ser y sobrevivir de los protagonistas, liados en un clímax enrarecido. Unos individuos que no sobrepasan los treinta años se ven metidos en un laberinto marcado por la marginalidad y el peligro, todo a consecuencia de la ambición económica, que los acorrala y los conduce a repartir sangre por todas partes.
Los detalles son extraordinarios:
Uno de los personajes, extranjero por demás, se llama Vin Diesel y paga por videos porno de las jevitas del barrio para colgarlos en internet; el individuo que organiza una increíble fuga de prisión, un atrancamiento o asechanzas entre policías y delincuentes, con solo contaminar el agua del comedor (cualquier lugar puede ser la cárcel, un letrero anuncia donde estamos y punto); las pistolas, por supuesto, son de juguete, y la cámara nos las muestra como tal; el sonido de los disparos es fruto de la posproducción, como las explosiones; y hay que escuchar la jerga de los intérpretes, quienes se conocen en la trama como El chulo, Pescuezo, Cabezas, El chiqui, etcétera.
Hacia el final de la tercera temporada hay una magnífica escena: todos los socios que por sexo, droga o dinero se vieron envueltos en esa red de muertes, chantaje y presidio, fugados de la cárcel, deciden reunirse para un suicidio colectivo —con la máxima dosis de testosterona y bravuconería, la gestualidad y el comportamiento que ese medio social exige a todo buen macho. Según va pasando el arma de mano en mano, una retrospectiva nos muestra momentos de sus vidas, incluida la niñez: momentos que pasan como credenciales de una lateralidad sociocultural que el cine cubano no alcanza a dibujar con tal grado de rugosidad y desnudez.
Mucho más ingenuo en su planteamiento anecdótico, Los demonios del corazón es un mediometraje que, al menos, tiene la virtud de asumir con frontalidad una comunidad de personajes que arriban a su vida adulta en medio de un andamiaje cívico que los confina inevitablemente a la delincuencia y la brutalidad extremas. Sin el carácter de la serie, tenemos ahí un retrato de la miseria humana de ciertos entornos, proyectados a través de un grupo de amigos que se debaten entre amores adolescentes, violencia, muerte, traición por dinero y espejismos morales: un mundo donde engañar y robar son estrategias casi necesarias para subsistir.
Qué + puedo querer, por otra parte, es una comedia de situaciones con todo el rigor que el término implica, risas enlatadas incluidas. También aquí se observa la convivencia y la cotidianidad de un grupo de amigos. Si algo significativo tiene esta propuesta es la naturalidad de su expresión humorística; no se ampara en el típico choteo cubano: hace uso de la broma verbal, del gag y de situaciones hilarantes sin que el paisaje nacional pese sobre el desarrollo de los acontecimientos, porque está latiendo por detrás.
Tacón se enuncia a sí misma como una película de terror; no obstante, solo utiliza algunas convenciones genéricas —al estilo de las cintas de los años ochenta, irrumpe un asesino salido de no se sabe dónde en el entorno social de determinados individuos— en un engranaje paródico que echa mano al humor como estrategia para extender el arco de opciones creativas.
Sin prejuicio alguno, fijo el argumento al cosmos de la cotidianidad cubana, esta cinta se favorece de los esquemas ideológicos de un género delineado e instituido por la industria, la modalidad del serial killer, y se posiciona, con todas sus limitaciones de producción, como un ejemplo de cuanto pudiera crecer el cine cubano estilísticamente sin necesidad de puntualizar tanto en el horizonte de la cubanidad y el realismo costumbrista.
Pero si Malas intenciones e incluso Tacón transpiran agudeza y creatividad, con Sangre cubana ya es inevitable aplaudir.
¿Qué tenemos aquí? Una historia de vampiros cubanos. Pero no al estilo de la patética Juan de los muertos, que sé que tanto gustó a muchos solo por ver unos cuantos zombis caminando por La Habana.
Tenemos un guion sin pretensiones de chistes baratos y crítica social epidérmica por los cuatro costados, que admite en su escritura una organicidad dramática, una inteligencia y una movilidad referencial increíble —cine comercial, mundo pop, imaginario y cultura popular cubanas, kitsch, los múltiples mitos en torno al vampiro, etcétera—, con un núcleo argumental rodeado de varias subtramas.
Es franco talento que “el prú” sea un sustituto de “la sangré”; que el polivit resuelva el problema de la luz solar y que los cazadores de vampiros asesinen con linternas modificadas que disparan rayos ultravioletas amplificados.
Podría decir que hay un perfecto montaje entre estética del remix, pastiche y parodia, pero esos no son los términos con los que trabajan estos creadores.
Con un mínimo de recursos y una evidente ignorancia de la técnica fílmica, moldearon, en mi criterio, una de las mejores y más descabelladas propuestas audiovisuales del país en este minuto.
Sangre cubana repasa cuanto arquetipo y estereotipo asisten al personaje del vampiro, sobre todo aquellos tics masificados por la industria hollywoodense, e improvisa otros tantos; sin embargo, aparecen insertados con suma coherencia en una historia cien por ciento cubana (según el cartel que acompaña a la película, es un homenaje a Vampiros en La Habana).
También emerge en este caso la coyuntura sociológica de la Cuba contemporánea, se dejan ver las huellas que los actuales conflictos económicos han plasmado en el mundo emocional de las generaciones recientes, pero no estamos hablando aquí, como sucedía en la serie, del mundo de supervivencia a que se ven expuestos los jóvenes en determinada cotidianidad social, sino de una típica historia de vampiros.
La concepción narrativa y la puesta en escena enfocan las incontables variaciones del mito que ha llevado a cabo la tradición cinematográfica. Otra vez, se cuenta el enfrentamiento entre vampiros buenos y malos, con los cazadores de por medio. Asimismo, podemos gozar con el cruce interfílmico de referentes, y la audacia de la historia sobrepasa la complacencia con lo vampírico.
No hay nada que menospreciar aquí, más bien celebrar el vuelo de la escritura. Una trama plena de ingenio, eficaz a la hora de facturar los motivos que hacen avanzar el conflicto y, sobre todo, de un humor inteligentísimo que emerge de los perfiles mismos del “mundo posible” propuesto.
Es franco talento eso de que en La Habana del 2016 se produzca una “noche roja”, momento que los vampiros aprovechan para incrementar sus comunidades; una noche roja que se desata a propósito del tema “Satisfaction” interpretado por The Rolling Stones, motivo por el cual, en algún momento, se secuestra a Mick Jagger. Es franco talento que “el prú” sea un sustituto de “la sangré”; que el polivit resuelva el problema de la luz solar y que los cazadores de vampiros asesinen con linternas modificadas que disparan rayos ultravioletas amplificados.
El colmo de la genialidad: una retrospectiva que ilustra los recuerdos de Elizabeth cuando le explica a William que lo ha transformado porque ellos fueron amantes durante la Colonia, y que él murió al lado de Máximo Gómez y Antonio Maceo luchando por la independencia de Cuba.
Aunque no se alcance el nivel mínimo de corrección fílmica, la inspiración de esta película es alucinante.
Ahora estoy convencido de que, frente a películas como Sangre cubana, poco o nada son las últimas producciones del ICAIC. Dicho esto, no me preocupa en lo absoluto el futuro del cine cubano.