Mi Navidad y la de ellos

No vale la pena ni el esfuerzo estar triste. Es un estado del que no se puede huir. Ni siquiera me seduce una botella de vino tinto, la que tomaré sin compañía. Aunque sospecho que este 24 de diciembre será una noche inolvidable ¿Acaso podremos tener la luz bienhechora? Aprehender, sostener, ¿eso representa algo?

El 25 será aún mejor, porque es la suma de dos números. En la Biblia, el 7 representa un mundo colmado, un viaje del día uno al día siete. Eso he leído. Me encanta leer sobre numerología. 

Entonces, me adentraré en ese viaje sin objeciones, como único remedio a lo que no tiene remedio. Quizás, hasta me olvide que estoy en una isla flotante y sin habitantes reales, perdidos aún en el realismo mágico en el que alguna vez habitaron.

Seguiré en lo que me interesa. Me haré una cena ligera, la que prepara el poeta, con un pedazo de pan y el zumo de una fruta que agoniza, sustraída de los brazos del árbol. 

Soy acaso un ladrón justificado, ese que entra en las casas por la noche y se apropia del sueño de los que descansan, con una paz agarrada con alfileres. Aunque al amanecer los acaricie una luz naranja que no durará. Aunque el amanecer no les propicie más que una trivialidad indeseada, la llama que enciende el estómago con esa hambre inmemorial que duerme en cada cuarto miserable. 

A cambio, les dejaré regalos, hojitas secas, almendras que tumbaron los niños en el parque, mensajes cifrados en papelitos, pedazos de cintas, monedas extrañas en desuso.

De veras, me encantaría no padecer de esa enfermedad crónica. Llenar mi plato solo con hojas escritas, ripiadas, aderezadas con especies de la tierra. Con este método, les daría el estómago que merecen. No más hambre. Así resuelvo el problema. No hará falta una oración, estoy consciente que Dios aprobará el recurso. 

Pero los vecinos de enfrente no padecen de nada. Son vigorosos, rollizos como zanahorias, aunque el padre (un funcionario de alto rango) cogió hace poco el virus y estuvo bastante derrengado. Apenas podía sostener su corpachón de seis pies. 

A pesar de todo, ellos siempre tienen un saco lleno de promesas. Son, al mismo tiempo, amables y ridículos. Las paredes de su apartamento están cubiertas de fotografías, recuerdos de estancias en hoteles, en cayos, en safaris. Se parecen a los personajes de esas insulsas comedias románticas, pero sin el perro labrador. 

A la madre, me la encontré por la mañana en la escalera. Me habló de un pavo relleno y me invitó, sabiendo que no voy a ir. Nunca he ido a sus cenas y esta no será la primera vez. No voy a romper mi regla por una cena con una familia perfecta. 

A mitad de cuadra, Felicia, la vecina dueña del perro mestizo, la que alimenta al gato negro, pasará la Navidad con sus animales. Ella no necesita más. 

La señora X, mi amiga, me escribe desde Panamá. Hace exactamente siete días agarró su pasaporte y una maleta ligera: pasará las festividades con sus hijos y nietos. Le dije antes que cerrara bien las puertas y ventanas para que no se cuele la indigencia. Hay que asegurar la morada, porque los okupas ganan cada día un poco más de espacio en el barrio. 

Quizás, para un futuro próximo, este será un barrio de okupas y se le nombre La Puntilla de los okupas. 

Miramar ya no es un barrio de lujo. El lustre se ha desteñido. Las mansiones se volvieron embajadas, oficinas estatales, establecimientos grises, sin alma. 

Esta tarde, cuando recorría la Quinta Avenida de La Habana, escuché los chillidos de un cerdo. Venía de una mansión-ciudadela, otra edificación transformada en un cuerpo vivo, el diverso y alegre complejo familiar. Ahí viven y puede que mueran en el mismo sitio.

Las fuerzas externas no han podido mover a esa gente, enraizada a la antigua propiedad. Sus auténticos dueños se asombrarían de ver sus ventanales, sus escaleras improvisadas, los disímiles colores de sus paredes. Es increíble lo que puede hacerse cuando el ensueño se parece a la enajenación. 

Curiosamente, muy cerca hay una mansión inmaculada, blanquísima a más no poder, imponente y bella, que abarca casi media manzana. En su pared frontal porta una tela roja y negra como distintivo. Es el Memorial de la Denuncia. Se denuncia todo. Hasta lo que está por venir. 

Vuelvo a mi noche del 24, ella siempre será toda mía. Hay movimiento en mi casa, se susurran palabras. Los gestos son de calma también. La ropa de todos es sencilla, olorosa, adornada con la pulcritud que da el amor. Mis padres sonríen, son jóvenes aún. Abren, con miradas misteriosas, las tarjetas navideñas, hechas con dibujos y versos que mi hermana y yo les regalamos. 

Estamos juntos otra vez. Es la unión de los seres en apretado tejido. Todo es fugaz, pero de alguna manera permanece. Nadie dice que esa sea la verdadera Navidad. Solo se siente.