Díaz-Canel, el genotipo nórdico y el racismo estructural cubano

“Tenía que ser negro”, reza una de las frases más horribles y vergonzosas del argot popular cubano, que resume en solo cuatro palabras el mayor y más persistente problema que ha confrontado la nación cubana desde su creación: el racismo estructural hacia las poblaciones de origen africano: lo que Gastón Baquero, en su ensayo “El negro en Cuba”, definiría como el “negro problema de Cuba”; un fenómeno por el cual los sujetos negros son temidos, discriminados y marginados en una espiral descendente que ha hecho girar la historia nacional cubana.

Este “negro problema” ha prevalecido sin modificaciones sustanciales desde tiempos coloniales, cuando se importaron alrededor de 800.000 esclavos africanos hacia la Isla.[1] Estos hombres, mujeres y niños, desplazados forzosamente hacia América desde ocho regiones del continente africano, serían el componente primario de una mezcla de culturas africanas, diversas y disímiles entre sí, que conformarían la base primaria de la formación de las identidades de raza y clase en Cuba.[2]

Estos esclavos y sus descendientes sufrirían el peso de una constante discriminación estructural que sería el eje sobre el cual se conformarían las relaciones de poder isleño. El color de la piel marcaría las fronteras entre dos grupos raciales distintos, cuyos estatus estarían bien definidos: el opresor, dominante y superior, de tez blanca; y el oprimido, el inferior, el negro-mulato de tez oscura.[3]

Con la abolición de la esclavitud en 1886, el fin de la colonización española en 1895, la ocupación norteamericana y en el periodo republicano posterior, que finalizaría en 1959, estas fronteras marcadas por temas raciales continuarían determinando los derechos legales y sociales de las personas, así como su estatus económico. Los afrocubanos continuarían siendo discriminados y sistemáticamente excluidos de los puestos más altos en el empleo, el servicio público y la política, y continuaron constituyendo la mayoría de las clases pobres y trabajadoras de la Isla.[4]

El problema racial persistiría con la llegada al poder de Fidel Castro en 1959, pese a toda la retórica antirracista que prevalece en el discurso del régimen totalitario impuesto desde entonces. La cuestión del racismo estructural quedó sumergida en el nuevo régimen bajo una dinámica nacionalista redentora que, con un ropaje marxista, declaró la intención de desarticular las desigualdades estructurales adoptando un enfoque legal y social que prohibía explícitamente cualquier discriminación basada en la raza o el color de la piel.

Este enfoque, simplista y demagógico por naturaleza, consideraba que con la eliminación de la propiedad privada y la explotación de clases, la desigualdad racial y la discriminación eventualmente desaparecerían. El racismo, bajo esta premisa, pasaría a ser a una categoría declarada como enemiga del proceso de construcción de una nueva sociedad socialista, por lo que cualquier manifestación abiertamente racista sería considerada automáticamente contrarrevolucionaria. 

Lo curioso es que el liderazgo blanco que condujo este proceso, pese a esta retórica pública enfocada en resaltar su carácter antidiscriminatorio, cargaba con un significativo bagaje racista en sus esferas privadas, que contaminaría todas las instituciones y los espacios públicos. 

Era la sofisticación del racismo bajo nuevas condiciones: desde lo público, se combatía el racismo; desde lo privado, se mantenía y ampliaba. Esto generaría un doble rasero: se combatía la discriminación racial hacia el negro —y en el ámbito internacional, se apoyaban las causas antirracistas en general—, pero al mismo tiempo se ocultaba el complejo sistema discriminatorio erigido por la dirigencia blanca del país. Un sistema discriminatorio reestructurado y camuflado, desde lo oficial, mediante políticas sociales de integración y cuotas nominales de representación gubernamental a personas negras.[5]

Dentro de este esquema, el tema de la desigualdad racial se intentó barrer por decretos reforzados por declaraciones políticas. En el proceso de desmantelamiento del antiguo régimen, este tema pasaría a un segundo plano: formaba parte de un pasado burgués terminado, resuelto, que no tenía cabida en el presente. Bastaba la voluntad gubernamental —reflejada en políticas públicas— para clausurar el debate sobre el racismo en la Isla. Ahora el debate debía centrarse en lo que importaba a las nuevas élites: la supervivencia del proceso de construcción de una nueva nación, socialista, igualitaria y antiimperialista, donde la lucha de clases tomaba un rol preponderante.[6]

La voluntad de eliminar el tema racial del discurso público se reflejó en declaraciones triunfalistas de la nueva dirigencia. En una fecha tan temprana como 1962, Fidel Castro promulgó el fin de la discriminación racial en el país. Esta declaración marcaría el inicio de una prohibición de hecho al tratamiento público de temas relacionados con el racismo y raza, los cuales se convertirían en temas tabú con una lógica bien definida: si no hay racismo, no se debía hablar de raza.

Las consecuencias fueron inmediatamente evidentes. Mientras en el plano público se favoreció la eliminación de todo vestigio legal discriminatorio, que indudablemente benefició a las poblaciones afro cubanas —disfrutarían una reducción de las desigualdades y la apertura de accesos mas equitativos a servicios sociales básicos, como la salud y la educación—, en el plano privado se mantendrían intactas las estructuras racistas que habían prevalecido en el pasado, y que a su vez condicionaban el actuar real, no simbólico, de los detentores del poder político en la Isla.[7]

Estas estructuras racistas se habían hecho evidentes desde el mismo inicio del proceso revolucionario conducido por Castro, quien a los pocos meses de llegar al poder comenzó a desmantelar el conjunto de organizaciones negras que durante décadas habían sido estandartes de la lucha antidiscriminatoria en Cuba. Fue clausurado el emblemático Directorio Central de las Sociedades de la Raza de Color, fundado en 1887 por Juan Gualberto Gómez, que agrupaba más de quinientas sociedades de negros y mulatos, y se eliminó la posibilidad de que los afrocubanos tuvieran clubes sociales o centros culturales independientes: para los inicios de los años 70, casi la totalidad de los clubes y sociedades de negros en la Isla habían cerrado. 

El proceso continuaría con el cierre y el acallamiento de aquellas instituciones independientes que, a diferencia de las que prevalecían antes de 1959, habían sido creadas por el entusiasmo lógico de una población negra tradicionalmente marginada del proceso de creación y desarrollo de la nación cubana. Una institución como El Puente, por ejemplo, dedicada a la publicación de literatura relacionada con identidades raciales, perdía todo su sentido existencial al aglutinarse y funcionar sobre un tema que había sido considerando resuelto en el país. El Puente sería cerrado por el gobierno en 1965, después de unos pocos años de funcionamiento; varios de sus miembros fueron incluso encarcelados, acusados de mantener contactos con extranjeros, y su director fue enviado a un campo de concentración de las UMAP.

Sería el Estado, controlado por una élite blanca y racista en lo privado, el que monopolizaría las instituciones que dedicadas al tema afrocubano desde una óptica antropológica. El tema racial se trataría como un hecho finiquitado, folclórico, que se debía transformar, con las políticas de la Revolución, en una amalgama modernizada, amorfa: una integración de clase que transpondría las consideraciones raciales. 

La creación de instituciones dedicadas a la investigación sobre temas vinculados con folclor africano, como el Departamento de Folklore adscrito al Teatro Nacional (dirigido por el eminente Argeliers León), el Instituto de Etnología y Folklore, y el Conjunto Folklórico Nacional, todos fundados a principios de los 60, correspondían a esta dinámica de tratar el tema de raza y cultura afrocubana como un asunto pasado, destinado a centros de estudio primariamente etnológicos, que se encargarían de sofisticar y modernizar los temas culturales afrocubanos en aras de su integración a una cultura nacional revolucionaria. 

Esta integración que transponía intereses raciales en una sociedad que supuestamente ya había eliminado el racismo, estaba permeada de un enfoque muy eurocéntrico, centrado en la eliminación de “rezagos sociales”, que no serían otros que aquellos considerados primitivos e incompatibles con la nueva sociedad socialista: “rezagos” de origen africano que aún “subsistían” en la sociedad cubana. El proceso debía concluir con la eliminación de todos esos vestigios raciales que prevalecían como perjuicios arraigados en la sociedad, y que posteriormente solo debían ser tratados como un objeto de estudio del pasado.[8]

La invisibilización del problema racial tendría consecuencias en lo formal: el régimen no creó instituciones dedicadas a pensar y resolver la problemática racial en la Isla, ni siquiera de movilización o de propaganda. Esto condujo a una profundización del eterno problema del racismo estructural, ahora oculto bajo una coraza de silencio, promovida por el Estado. La intelectualidad negra y mestiza cubana, que tan activa había sido en el periodo anterior 1959, fue sumida en un mutismo que duraría varias décadas: aproximadamente entre 1962 y principios de los 90.

La falta de instituciones negras, legales y de carácter crítico; el miedo que se materializaba ante la represión de expresiones de orgullo racial; el oportunismo y la acomodación de muchos ante prebendas en forma de cargos, premios y empleos prestigiosos ofrecidos por la élite gubernamental blanca, serían las características que marcarían este largo periodo vergonzoso en la historia del pensamiento afrocubano.

El tratamiento historiográfico de esta temática del silenciamiento del problema racial, por parte de algunos académicos cubanos residentes en la Isla, ha sido vergonzoso y refleja el temor a abordar el asunto de manera crítica en el contexto de un sistema totalitario. Muchos de estos estudios hacen contorsiones retóricas sofisticadas, e incluso llegan al extremo de plantear conclusiones tan absurdas como la que declaraba que se había generado “una especie de consenso social alrededor de la problemática, que ayudó a silenciar el problema, y favoreció su supervivencia”. Aquí, la culpa de que se hubiese declarado tabú el tema racial y de discriminación, ¡recaía en los afectados por el silencio, y no en los que lo forzaron![9]

La caída del socialismo real en Europa del Este y la posterior desaparición de la Unión Soviética, produjo un cambio importante en la situación de la población negra en Cuba. El fin de los subsidios soviéticos —que habían permitido la movilización social ascendente de los afrocubanos— revirtió el proceso de camuflaje racial, que bajo el manto de una política social incluyente había mantenido a raya el desarrollo de un pensamiento negro crítico hacia el racismo nominal impuesto por Fidel Castro. La brutal situación económica del país afectaría de manera diferenciada a las dos categorías raciales cubanas, ampliando la brecha histórica entre ambas: las poblaciones marcadamente afrocubanas serían las que sufrirían el mayor peso de la crisis.

Esta situación produjo una reactivación de la movilización social entre las comunidades negras y mestizas cubanas, lo cual se reflejó en el surgimiento, a finales de los 90, de un vociferante sector crítico de activistas, artistas e intelectuales negros, quienes comenzaron a demandar, desde un enfoque racial diferenciado, respuestas puntuales a un Estado que hasta ese momento se había negado a reconocer su existencia, sus identidades y sus demandas. El largo e impuesto silencio oficial se había quebrado. 

Tales reclamos estaban en consonancia con la realidad que enfrentaban y aún enfrentan las poblaciones de origen africano en Cuba, en un contexto en el que las desigualdades sociales y raciales aumentaban rápidamente en el país. Dichas desigualdades aún no alcanzaban los niveles de algunos países latinoamericanos, pero la precariedad económica ya no garantizaba el mantenimiento de servicios públicos de calidad, que habían sido un factor importante para mantener cierta cohesión racial en la Isla. La caída drástica de la cantidad y la calidad de la canasta de alimentos subsidiados, el deterioro creciente de los servicios de salud y educativos, más la carencia de viviendas y el agravamiento de la perenne crisis del transporte público, contribuyeron a aumentar el nivel de descontento entre poblaciones afrocubanas que en el pasado habían mostrado una lealtad incondicional hacia el régimen.

La salida del poder de Fidel Castro en 2006, y la posterior sustitución de Raúl Castro —en sus funciones de gobierno en 2018, y en las funciones partidarias en 2021—por otro dirigente blanco: Miguel Díaz-Canel, no modificaría la dinámica oficial de invisibilización del problema de la discriminación racial, que lejos de disminuir continuaría creciendo; mientras el gobierno, increíblemente, sigue empeñado en mostrarlo como inexistente.

Como una muestra de esta tendencia de negar la realidad, se puede citar un estudio de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), que aseguró en 2016 que el Censo de Población y Vivienda de 2012 no mostraba diferencias cuantitativas críticas entre grupos de personas según su color de piel. Este análisis, sin embargo, omitió elementos cruciales de factores raciales que se constituyen en importantes marcadores sociales en la Isla, para detrimento de las poblaciones afrocubanas, presentando además datos tergiversados e incorrectos que sirvieron para apoyar el discurso oficial, según el cual las discrepancias raciales habían sido en gran medida superadas. El informe de la ONEI terminaba con una conclusión alucinante: “Los diferenciales por color de la piel encontrados en este estudio son poco significativos desde el punto de vista estadístico. No aparecen marcados diferenciales”.[10]

Informes independientes, realizados con posterioridad, mostrarían una realidad radicalmente diferente. El primero de estos informes sería presentado en 2019 por el Instituto Alemán de Estudios Globales y de Área (GIGA), que entre enero de 2017 y abril de 2018 realizó una serie de encuestas y entrevistas en profundidad a lo largo del país —tanto en zonas urbanas como rurales—, basadas en variables como edad, género, raza, antecedentes educativos, profesión, ingresos y ubicación territorial / residencial. 

Los resultados de la investigación de GIGA fueron reveladores: el 70 % de los negros y mulatos declararon no tener acceso a internet; mientras que el 50 % de los blancos reportaban tener una cuenta bancaria, solo un 11 % de los negros dijeron tener una; el 78 % de las remesas que los cubanos en el exilio envían a Cuba estuvieron destinadas a los blancos, quienes además controlan el 98 % de las empresas del sector privado. Algo similar se mostró con los viajes al extranjero: el 31 % de los blancos viajaban, contra solo el 3 % de los negros.[11]

Otro estudio más reciente, realizado a inicios de 2021 por la sección cubana de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), llegaría a conclusiones similares, señalando que las personas negras y mestizas siguen poco representadas en la educación superior del país, ocupan trabajos y puestos de menores ingresos, y tienen baja representación en puestos de dirección, en empresas extranjeras o mixtas, y en la emergente economía privada. Al mismo tiempo, la investigación mostró que las poblaciones de origen afrocubanas están sobrerrepresentadas entre la población en situación de pobreza, sufren de mayores índices de violencia y padecen de indicadores negativos en salud.

Mientras se aceleran los niveles de desigualdad racial en un contexto de crisis económica agravada, el gobierno formalmente encabezado por Díaz-Canel como presidente —y con un primer ministro blanco, Manuel Marrero—, ha iniciado una dinámica novedosa, que no se había observado en la anterior cúpula en el poder: reflejar sin tapujos, en la esfera pública, lo que siempre había estado presente en la esfera privada: un racismo arraigado y profundo.

Bajo esta nueva modalidad, funcionarios y exfuncionarios se explayan sin recato en declaraciones abiertamente racistas dirigidas a ciudadanos negros que critican al gobierno. Las críticas repugnantemente racistas, vertidas contra los líderes negros del Movimiento San Isidro (MSI) por parte de funcionarios, intelectuales oficialistas, medios de prensa oficiales y otros seguidores del régimen, constituyen ejemplos de estas dinámicas discriminatorias que antes no se exteriorizaban de manera pública, aun cuando se dirigiesen a opositores.

Esta exteriorización del racismo por parte de la nueva cúpula en el poder, encontraría su máxima representación en la felicitación por el día de las madres que hizo Díaz-Canel en Twitter: en una sola foto de tres mujeres con genotipo europeo, el presidente y recién estrenado primer secretario del Partido Comunista de Cuba expuso la verdadera cara racista de un gobierno que, pese a esgrimir una retórica contraria, desde 1959 ha sido estructurado por blancos y para blancos. 

Postear en una cuenta oficial en redes sociales, por parte de la máxima autoridad del Estado, una foto de tres mujeres blancas para representar a las madres cubanas, más que un despropósito de un líder incapaz, es una reacción natural y lógica de un liderazgo que siempre ha intentado minimizar el pasado africano de un proyecto de nación caracterizado por una política de exclusión ideológica, económica, social y racial. 

La respuesta a las críticas a la foto, fue aún mas racista que el hecho mismo: el texto publicado en Cubadebate, escrito por una joven periodista blanca, resalta las virtudes de las tres campesinas blancas que posaron para la foto, sin hacer mención al tema racial que había generado la polémica. Una vez más, el racismo intrínseco de la nomenclatura les impide ver el meollo del tema. 

El asunto de la foto de Díaz-Canel refleja cuán vivo está el “negro problema” de la nación cubana; un problema ocultado por un liderazgo blanco que, sin un ápice de vergüenza, define de manera gráfica y ofensiva cómo es la Cuba que desean: blanca y uniforme, basada un diseño de nación en el que los sujetos negros se subordinan, pasivos y obedientes, sin voluntad, ocupando roles no esenciales aun cuando cubran cuotas nominales en el poder político. En una nación excluyente, donde las simulaciones han sido superadas por la realidad reflejada en las estadísticas, a las élites ya no les basta con contrastar sus casas de Siboney o Miramar con la pobreza de San Isidro: ahora también contrastan los rostros negros y mestizos de la población cubana con aquellos rostros blancos, de genotipo nórdico, con los que desean reemplazarlos. 

La buena noticia es que la nación cubana es —a pesar de los líderes racistas que controlan el poder político y económico— cada vez más negra, más morena, más mestiza, y no solo en su genotipo sino en su habla, en su cadencia, en su cultura. Es un proceso irreversible, que necesariamente se traducirá en un recambio de liderazgo en una próxima generación. Una generación que será más visiblemente afrocubana, y que reflejará la realidad étnica de la nación real, no la nación imaginada que nos quiere imponer el régimen totalitario. 

Esos líderes negros y mestizos ya existen, ya encabezan movimientos que han surgido como respuesta a una política que los ha invisibilizado por más de 60 años. Grupos como el MSI, el Comité Ciudadanos por la Integración Racial (CIR), la Alianza Unidad Racial (AUR), la Alianza Afro-Cubana (AAC), entre otros, se han constituido en la avanzada de un proceso imparable que tiene el potencial de enfrentar de una manera abierta y efectiva el tema más importante, definitorio y oprobioso de la historia nacional. 

No será una tarea fácil, tomará tiempo, pero es impostergable y necesaria tanto para los afrocubanos contemporáneos como para la memoria de aquellos cientos de miles de africanos que llegaron como esclavos a las costas cubanas, y que constituyen el espinazo trágico de la nación.


© Imagen de portada: Intervención de Fidel Castro durante el Primer Congreso del PCC, diciembre de 1975.




Notas:
[1] La base de datos slavevoyages.org arroja que entre 1501 hasta 1867, un total de 778.540 esclavos africanos fueron introducidos en Cuba, una cifra más baja de lo que previamente a la publicación de la base de datos se había manejado.
[2]Las regiones en el continente africano que fueron preponderantes en la exportación de esclavos hacia América fueron: Senegambia, Sierra Leona, la Costa de los Vientos, la Costa de Oro, la Bahía de Benín, la Bahía de Biafra, África Central Occidental y Sureste de África. Los esclavos llegaban para ser exportados a puntos costeros de estas ocho zonas, provenientes de regiones tanto cercanas a la costa como del interior de estas áreas, y comprendían un sinnúmero de grupos étnicos y lingüísticos. Cuba, que tuvo su mayor nivel de importación de esclavos a partir del siglo XIX, importó entre 1790 y 1865 esclavos principalmente de tres regiones: África Central Occidental (30.1% del total); Bahía de Biafra (26.1% del total); y Bahía de Benín (15.1%). Para ampliar sobre el tema ver: Grandío Moraguez, Oscar (2008), “The African Origins of Slaves Arriving in Cuba, 1789–1865”. David Eltis y David Richardson (eds.), Extending the Frontiers: Essays on the New Transatlantic Slave Trade Database, New Haven & Londres, Yale University Press.
[3] Un trabajo muy interesante de Pablo Tornero, que estudió la estructura demográfica de la sociedad cubana de finales del siglo XIX a partir del censo de 1899, retrata de una manera clara la enorme desigualdad social de la sociedad cubana de fines de la época colonial, donde esta dualidad social de blancos dominantes y negros dominados era consecuencia de la estructura económica de la Isla, que tenía su base en la plantación. Este proceso condicionaría, según Tornero, la integración de la población de color en la sociedad civil cubana, en los primeros años de la república. Ver: Tornero, Pablo (1998), “Desigualdad y racismo. Demografía y sociedad en Cuba a fines de la época colonial”. Revista de Indias, 1998, Vol. LVIII, No. 212.
[4] Para profundizar sobre el tema, ver: Fernández Robaina, Tomás (1990), El Negro en Cuba 1902–1958: apuntes para la historia de la lucha contra la discriminación racial, La Habana: Editorial Ciencias Sociales; Helg, A. (1995), Our Rightful Share:The Afro-Cuban Struggle for Equality, 1886-1912, Chapel Hill: University of North Carolina Press; De la Fuente, Alejandro (2000), Una nación para todos. Raza, desigualdad y política en Cuba. 1900-2000. Madrid, Editorial Colibrí.
[5] Carlos Moore, en su famoso manifiesto de 1964 publicado por Présence Africaine, denunció que el régimen revolucionario cubano era tan racista como el régimen que había derribado; la problemática de la discriminación racial se había abordado por razones tácticas antes de ser enterrada en provecho de una alianza entre el liderazgo y una clase media blanca y racista: “Entonces en Cuba, contrariamente a todas las afirmaciones, no hubo revolución, lo que explica la ausencia total de proletarios y afrocubanos”. Ver: “Le Peuple Noir a-t-Il Sa Place Dans La Révolution Cubaine?”. Présence Africaine, No. 52. 
[6] Este sentimiento voluntarioso de haber eliminado la discriminación racial por decreto, que daba paso a un nuevo modelo socialista donde el tema racial quedaba desterrado, se refleja en este texto de un funcionario blanco que fungió durante años como un alto comisario para la religión y las asociaciones fraternales en Cuba: Carneado, José F. (1962), “La discriminación racial en Cuba no volverá jamás”. Cuba Socialista 2, 5, enero.
[7] El fenómeno del racismo estructural que prevalecía en una sociedad que supuestamente lo había erradicado, es denominado por Roberto Zurbano como “(neo) racismo”. Para Zurbano, este nuevo racismo se manifestaba “por algún tipo de poder o legitimaciones simbólicas del mismo”. Zurbano, Roberto (2012), “Cuba: doce dificultades para enfrentar el (neo) racismo o doce razones para abrir el (otro) debate”. Revista Universidad de La Habana , 273. 
[8] Para Alberto Abreu, en uno de los ensayos mas críticos e imprescindibles sobre este tema, señala que en el silenciamiento de las diferencias raciales y culturales, la matriz cultural blanca eurocéntrica continuó desempeñando un rol hegemónico y excluyente, “que se logró no solo a través de una política cultural que operó como un dispositivo de integración ideológica, sino también mediante una serie de aporías y chantajes culturales que transformaron la cultura popular negra en procesos de degradación cultural”. Ver: Abreu, Alberto (2019), “Cuba: Una encrucijada entre las viejas y las nuevas epistemologías raciales”. Cuban Studies No. 48, Special Issue Dedicated to the Afro-Cuban Movement
[9] Núñez González, N. (coord.), 2011: Las relaciones raciales en Cuba. La Habana: Fundación Fernando Ortiz.
[10] Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), 2016: “El color de la piel según el Censo de Población y Viviendas 2012”. La Habana: ONE.
[11] El origen de muchas de estas desigualdades no sería del dominio exclusivo del Estado, sino que estaría directamente relacionado con el acceso de las poblaciones blancas a propiedades heredadas y a las remesas de una migración históricamente no negra, que funciona como capital inicial. Un tema que las políticas antidiscriminatorias del régimen nunca pudieron erradicar.




El racismo en Cuba no es solo estructural, también es epistémico

El racismo en Cuba no es solo estructural, también es epistémico

Alberto Abreu Arcia

Nuestros patricios modernizadores, fundadores de la nación, articularon un campo discursivo sobre el otrode la negrura, el cual se sustentaba en los imaginarios del terror, la catástrofe, el detritus social y lo excrementicio como el lugar de negras y negros, mulatas y mulatos dentro del proyecto de nación.