¿Por qué las crisis nos ponen de frente a lo dado? ¿Qué es el tiempo? ¿Dinero? ¿Salud? ¿Un tubo de picadillo?
En un bodegón, digamos tal vez el de 5ta y 16 en Miramar, una mínima cola de siete personas espera a la apertura de la instalación, a las 9:30 a.m., para comprar picadillo. Pasados dos minutos de dicha hora, una mujer, lugar dos de la cola, se asoma como niña columpiante desde la puerta y grita con mal disimulada euforia: “¡Se acabó el picadillo, caballero!”.
Por suerte, quien esto escribe solo quería lentejas. El número seis de la cola —hombre en sus cincuenta, calva espejuelada y abultado abdomen que aplastaba una riñonera mugrienta— no lo tomó tan bien:
“¡Si Fidel estuviera vivo estas cosas no pasarían!”.
Ahí mismo llegó mi primera tesis cuarentenal: Fidel es un progenitor de estoicos.
Perdónenme la catacresis, pero en estos días de shock mundial, aunque para mí ya sea habitual, habrá que echar mano de alguna confusión lingüística. Hagamos entonces la operación de destrucción heideggeriana, ya que los humanos no vemos el mundo directamente, sino siempre a través de una tradición heredada. La apatía es el defecto que quiero “destruir” hoy.
Permítanme, además, justificar tamaño atrevimiento aportando algunas elucidaciones terminológicas para quien crea que esto es un proceder de la justicia o, al límite, del pensamiento. Por supuesto, tendría que obrar con tacto y fineza, como Derrida con su famosa deconstrucción, también modelada en el concepto de destrucción de Heidegger (aunque, dicho sea de paso, prefiero el de destrucción heideggeriano).
Y veo que he escrito destrucción cuatro veces en solo unas líneas: ¿qué dirá esto de mi estado mental?
Destruktion, que no Zerstörung, decía Heidegger. Entiéndase en tanto virtud intelectual y no en sus manifestaciones naturales, atómicas o virales; así como también alejada de la ascética virtuosa, pues vamos por el carácter donde êthos se escribe con circunflejo. Hay que añadir, incluso, que uno puede errar de muchas maneras, pues el mal, como se lo representan los pitagóricos, pertenece a lo infinito, y el bien a lo finito, y el acierto es de una sola manera. Por lo cual, lo uno es fácil, lo otro difícil: fácil el fallar la mira, difícil dar en ella.
No toda acción, empero, ni toda pasión, admiten una posición intermedia. Algunas se nombran precisamente por su perversión, como la alegría del mal ajeno: la mujer número dos de la cola, mensajera sonriente, diabólica. Y entre las acciones, el robo y el homicidio: por perpetración, el que mata; por asentimiento, el que aguanta la pata o firma una carta.
Todas estas cosas son objeto de censura por ser ruines en sí mismas, y no por sus excesos o por sus defectos (¿qué justicia le corresponde al asesino de miles?), y con respecto a ellas no hay manera de conducirse rectamente: siempre se yerra. Llámenme pacifista incumplidora del pago de las Milicias de Tropas Territoriales (MTT) o multas injustas. No hay, en estos asuntos, un hacer bien o un no hacer bien, sino que hacer cualquiera de estas cosas es errar.
De(con)struyamos, con estas claves griegas antiguas, la tesis: Fidel es un progenitor de estoicos.
Primero: no he sido yo la primera que ha evocado el nombre del mortal muerto hipostasiado vivo y justo, que constituye en esta afirmación uno de los miembros de la identidad.
Segundo: ¿estamos de acuerdo con que el verbo “es” establece una relación de identidad inmortal como el Partido? Zanjado el clásico problema de la historicidad con la mutilación ontológica de la temporalidad al Dasein, con el invariable y eterno congelamiento monádico.
Tercero: la parte de la paternidad es aquella catacrética, acostumbrados —no habituados, porque el hábito requiere sentimiento y no asentimiento— a politizar todo lo familiar o a familiarizar todo lo politizado.
Cuarto: intentemos entender la apatía sin que esto se convierta en una tentativa de amenazar a una aguja con un pajar.
Me detendré más en los hijos correlativos al déspota, o sea, los apáticos estoicos. La apatía es el ideal ético de los estoicos. El estoicismo es una variedad de alienación del mundo antiguo, junto al epicureísmo, el hedonismo y el cinismo.
Este evento que atestigüé y les narro, me parece fundado en una reacción estoica: la profunda desconfianza al ser humano como tal; la retirada de la molestia y el dolor hacia una esfera de seguridad: la invocación al gran líder/progenitor/proveedor que en su falta de respuesta te afronta al abandono, normalmente gestionado con la perreta. Dicha reacción infantilizada no es comunista ni cubana en su origen o contenido, aunque se interprete comúnmente en términos de dictadura castrocomunista.
Resulta difícil decir si la evocación del ser divino es más nociva y repulsiva cuando se expresa a través del exceso llamado irascibilidad o del defecto nombrado apatía. Y es que siempre parece que, en cuanto a la ira, los cubanos no sabemos definir con quién, cómo, cuándo o con qué intensidad darle el curso justo.
Algunos confían en la imaginación de las represalias de las que se librarán; otros, en la memoria de pasados logros colectivos mientras se rodean de sus ruinas corrompidas. Los más allá contarán méritos y transgresiones para llegar a cierta ilusoria certeza de trascendencia; los más acá admitirán que los vicios de toda la vida hoy se nombran virtudes de elegidos, y consolarán esta confusión con la disciplina autoimpuesta y la NOBLEZA del sacrificio como trabajo expropiado. Infinita variedad de fútiles miserias.
Esta independencia estoica del mundo, y su muy poco interesante sacro-espacio de agobio, sería enteramente coherente si condujera al suicidio; pero, en su lugar, se revela como una vulgar y poco crítica filosofía de la vida. En su philopsychia,“amor a la vida” y cobardía se identifican con la sumisión, con el tout va bien metafísico de los eyes wide shut.
Tal pretendida mansedumbre, que en realidad es apatía, casi sugiere una incapacidad, una indignidad para ser ciudadanos. Así obraría la antigüedad, porque en condiciones de ciudadanía universal del homo faber moderno, hacedor, instrumentalizado(r) y fabricante, huelgan cuerpos y muertes no gloriosos. Sin embargo, la tosquedad gremial estoica es muy afín con aquello que llamamos materialismo (marxista), nudismo del materialismo real: la precariedad como antesala del fin del mundo.
Porque cualquier problema puede resolverse, y si no, ¿para qué ponerle mientes? Según los estoicos, en el hombre no hay inteligencia. Todo es simple medio, todo se experimenta secundario y derivado. Todo proviene de la misma fuente: gracias por todo, Fidel. Todo, todo, todo…
Esto declara el estoicismo: el principio no lo es porque sea evidente en algún sentido; no lo es por lo que dice, sino porque lo dicen todos, porque se dice. Fórmula de verdad igualada a sufragio universal, un sentido grosero del “sentir o sentido común” no como inteligencia, sino como demasiada confianza en la presunción, en la sugestión colectiva, en la opinión reinante, en el lugar común, en la hipnosis colectiva o catalepsia (un término estoico de rigor).
Repetir mantras y gestos para llegar a la catalepsia y asentir, pues rehusar costaría tremendo esfuerzo. Firmado un referéndum que hace constitucional la catalepsia cubana, la apatía suma de no tener que volver a decidir a qué partido acogernos o, simplemente, poder sancionar al poder como representativo en lugar de saturado de determinaciones: “convincente” e impositivo, eso que el Alexander Otaola llama acertadamente: “poner a dedo”. Aquellos que se entregan a la perpetua catalepsia como efecto sociológico, resultan esclavos psíquicos del lugar común y víctimas del lugar-comunismo.
El estoicismo paga un precio muy caro por su libertad, interior y no política: el precio de cambiar el mundo real por un mundo imaginario donde los otros dejarían sencillamente de existir. Solo se admiten las plegarias al resuelvetodo San Fidel, el mismo que nos convenció de que soberanía y libertad no era semejantes, sino idénticas. Error básico, que aspira a ser exacto, pero no lo logra.
Si fuera verdad que soberanía y libertad son lo mismo, ningún hombre sería libre, ya que la soberanía, el ideal de intransigente autosuficiencia y superioridad, es contradictoria a la limitada fuerza humana: condición manifestada hace milenios por Platón, desafiada hace siglos por la Revolución Industrial y sus máquinas, actualizada hace décadas por los mantras “Hasta la victoria siempre” y “Sí se pudo, se puede, se podrá”; y ahora mismo reformateada por aquel gradualismo filético entre lo biológico y lo molecular que se ha dado en llamar virus, y que nos obliga a necropolitizarnos.
Toda la muerte del mundo cabe en una secuencia de ADN. En ninguna de sus vertientes —económicas, políticas, biológicas— la soberanía ha podido mostrar nunca su primacía sobre la libertad; es más bien la relación adecuada lo que nos ha hecho libres, ganando grados desde las plantas hasta los humanos.
El virus llega a jodernos lo binario, a problematizar el aire y el contacto, a confinarnos la movilidad. El virus no solo pone en crisis la mundanidad/cotidianidad, ni el espectacular teatro de poder; ni siquiera revela el distanciamiento social que ya existía entre los que mandan y los que obedecen, los que tienen y los que aspiran, los que sancionan y los que padecen, los que saben y los que ignoran; sino que dicta el distanciamiento físico para patentizar el pleonasmo.
No somos parte de un mundo estable para cuyos problemas hay respuestas claras: somos partes de procesos de intercambio de materia e inteligencia. Navegamos. Somos solo partes, no conductores o administradores.
El poshumanismo se da banquete con la versión sapiencial del Antiguo Testamento. Fenomenología del alien que somos, o “lo que es ser una cosa incómoda”. Me pregunto si las mascarillas se convertirán en accesorio obligatorio del futuro.
Sin embargo, la deficiencia de los sentidos humanos para captar la realidad y de la razón humana para absorber la verdad, pudieran convencernos de la necesidad de una relativa apertura, no ya hacia los otros, sino también a las cosas como son: Fidel está muerto y ni tú ni yo somos Fidel, asúmelo.
La escasez en Cuba no es la causa, sino el efecto del injusto intercambio entre lo poco que te pagan y lo mucho que te cobran. El régimen es lobo que se disfraza de cordero, y no importa cuánto trabajes o produzcas: siempre te pagarán lo mismo por las vías formales. Y olvídate de promover algún cambio desde la base: ya se ha puesto en blanco y negro la inmortalidad de un proceso (no exactamente conducido por inmortales o por visionarios). ¡Qué poco nos importan las generaciones futuras!
Estas cosas no son accidentales para el estoico, dado que su doctrina —torpe, pero de gran escala, grandiosa— consiste en asentir a cualquier gran hipnosis colectiva.
Dicen que los estoicos preferían la palabra hegemonikón: lo dirigente.
Finalmente, concluyamos que un culpable no es un humano, sino un humano proceder: lo dicho y lo repetido sin sentido y sin pretensión. El repetir se conforma con el “estar dicho” como tal, independientemente de que aquello sobre lo que se habla haya sufrido modificaciones.
Esto llena el mundo de presencias no dialécticas, o sea, alternativas idealistas (o no realistas) a lo que existe, fantasmas: el presidente puesto a dedo; el comandante que convoca a comer avestruz; el presidente del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) que toca el pito para que todos aplaudan a los médicos; el vecino que aplaude agradeciendo sus gotas homeopáticas anticoronavirus; el que no mira la etiqueta que informa que el picadillo viene de los EE. UU. y luego repite que no hay comida en el Yuma; el que no tiene qué comer y se lleva la Plaza hasta su casa.
Catalépticos todos.
Y para que suceda esto, ni siquiera es necesario que exista intención de engañar o someter, sino, simplemente, que el ser humano se aleje de cualquier interpretación y confrontación originaria: que repita, que repita no más, que repita apáticamente.
El repetir sin fundamento es un efecto comunicativo. Se apela a la publicidad y a la clonación de sentires, vestires y decires para persuadir, tanto al hablante como al escucha, de que se posee la verdad universalmente reconocida y, por consiguiente, auténtica. Así, queda cada vez menos disponible aquel conocer primario que es el interpretar, resultando en la alienación que genera una danza narcisista de espejos, la danza que hacen los disidentes y sus dobles antagonistas.
“Por eso mismo”, dice un amigo, “no culpo a nadie que no se meta o que se salga”.
Apatía.
Y me permito la cursilería de recordar que el elemento sufijal de origen griego, —patía, significa enfermedad, dolencia, sentimiento, afección. Solución de absortos.
Ahí seguiremos, rodando sin tener, poder o querer recurrir a la crítica acompañada de una buena idea y voluntad para emprenderla, pues al Dasein cubano le incomoda apropiarse las posibilidades para una adecuada experiencia originaria: percibir en su manera más simple y dejar de mirar hacia atrás o hacia los lados.
Parece ser que lo habitual del Dasein cubano es vivir prestado, en suspensión vital, aunque la actividad psíquica necesaria para el criterio autónomo no suponga, como quieren los pedantes, dotes y conocimientos especiales. Mejor ser apáticos y repetir(nos). Mejor agradecer a Fidel todo lo bueno e imputar a Trump todo lo malo.
Entonces, ¿cómo explicamos el picadillo de etiqueta estadounidense o la soberanía alimentaria que genera pasta colombiana, chocolates italianos, caramelos turcos, frijoles mexicanos y arroz uruguayo? ¿Qué novedad nos regalará la propaganda para secuenciar el ciclo producción-distribución-consumo, si lo único que nunca falta es el ron cubano, el periódico y el noticiero?
Quizá el número seis de la cola tenga razón y si Fidel estuviera vivo estas cosas no pasarían. Pero Fidel está muerto y me preocupa que el sentido común solo tenga esta única respuesta.
Circunloquio sobre la hija del carpintero
Alguien podría decir: he aquí una más de los que quieren hacerse un nombre a costa de nombrar a los que ya se han ganado el suyo. Pero se equivocan. Nosotros no queremos un nombre: los queremos todos y al mismo tiempo. Queremos ver arder el Kempinskicomo vimos arder Notre Dame. Somos las hijas putas que parió la mujer del carpintero.