Un día antes de salir de Cuba una vecina me despidió alborotada: “Cristinita, mañana ya estarás en la Calle 8”.
Yo, que no había hecho bien mis tareas ―tampoco tenía acceso a internet entonces, vamos a ser justos― me imaginé deambulando gustosa por una calle tan atractiva como La Rampa, palideciendo ante el fulgor de los lumínicos y las gráciles edificaciones. O extasiada ante la belleza apolínea de una avenida de Playa o Miramar, con fuentes de mármol y ficus paridores.
¡Qué decepción la mía, y probablemente de mi vecina si supiera, cuando nos llevaron pocos días después a hacernos los análisis de rigor nada menos que a una clínica de la Calle 8! ¿Pero esta es la Calle 8?, pregunté. Debe haber un error. Tal vez la calle 8, como la vida, esté en otra parte.
En el mismo “shopping” de la clínica había una librería. Eso fue lo segundo que compramos en este país: un libro para nuestros hijos, tan pequeños que no sabían ni leer. (Lo primero fue una mochila para cargar con papeles y meriendas).
La viejita a la que pagamos ese ejemplar de cuentos ilustrados nos deseó que encontráramos toda la suerte posible en este país. No dijo “libertad” ni “prosperidad”, sino “suerte”.
Tiempo después volví a ese lugar y ya no había librería sino una de esas tristísimas escuelas Lincoln Martí, que más bien parecen cárceles. En su momento, me fui enterando de que casi todas las librerías de la Calle 8 habían cerrado por misteriosos incendios. Y las que no ardieron, se rindieron. Ese debe haber sido el caso de mi primera auspiciadora de deseos en La Yuma. Se llamaba, por cierto, Librería Alpha.
Desaparecidas las expendedoras de libros, incluyendo la veterana Ediciones Universal con sus universales erratas, ¿qué otro encanto podía depararme la Calle 8?
A los carnavales solo fui una vez, el mismo año de la llegada, y a pesar de que sonaron Oscar de León y Arturo Sandoval, sentí un sobrecogimiento ante todo lo cutre que vi alrededor y el gentío que bebía a lo cosaco.
Descubrir esa calle en el tramo que pertenece a lo que se ha dado en llamar la Pequeña Havana, ha sido encontrarme con lo más rancio y empalagoso posible, y no hablo solo de la Cruz de Celia, adorada en más de una esquina. Tampoco de esos murales que espantan al mismo espanto, los indios con penacho de las tienditas de tabaco, algún cursi-grandilocuente emporio del arte, cuchitriles de artesanías repetitivas hasta el bostezo.
No es solo esa mulata de amarillo que baila en las afueras de un antro comercial, ni los gallos que si cantaran como lucen… Y que fueron emplazados acá para emular con los hoy ausentes flamencos de Coral Gables. (Pobres gallos que fueron hasta víctimas de vandalismo, cuando algunos maleantes asustados creyeron que detrás de esos ojos desorbitados se escondían cámaras de vigilancia.)
No falta el bakery que te cuenta en su muro del sacrificio de una familia inmigrante para hacer realidad este momento en que pruebas su pastelito y bebes su cortadito. También la Calle 8 tiene su oasis en ese patio criollo de Los Pinareños, con su puesto de frutas y jugos que es un pequeño museo de cachivaches. Guillermina, anciana fundadora, vivió a los pies del Guajaibón. Escucharla contar de esa niñez pinareña es de lo más auténtico que he podido encontrar por acá. Sus aves de corral corretean a los pies de ese balance donde bebes un zumo natural.
Muy cerca tenemos la Casa de los Trucos, y en la noche, travestis. Azúcar, tabaco, sexo, baratijas. Y casi olvidaba el mayor reservorio museable que tiene la Patria: el patriotismo.
Para ello debemos girar en la esquina de la Calle 8 y la 13 Avenida, ese encuentro del muerto chiquito con el chulo, acorde a la charada. Ahí empieza el Cuban Memorial Boulevard, con sus varios monumentos y una ceiba desbordada que contiene toda la belleza que ellos juntos no logran opacar.
Te recibirá la antorcha eterna, encendida en memoria de quienes pelearon en Bahía de Cochinos. Pasarás ante la mismísima Virgen María. Y podrás espantarte ante el busto al general Maceo, sobre todo al contemplar su nada agraciado pedestal.
Recuerdo las palabras de su escultor, Toni López, cuando contaba que en Miami nunca se sintió a gusto haciendo esos encargos pues, a diferencia de aquella presuntuosa burguesía cubana, los de acá le pedían que se midiera con los materiales, que usara lo más barato posible. Hablo del mismo escultor a quien debemos la monumental cabeza de Mella de la Escalinata Universitaria, en La Habana.
En el camino, no te desvanezcas cuando choques con ese homenaje al combatiente anticastrista que fue financiado por la Casa del Preso y que parece intervenido por Saavedra y su aplanadora. A cualquiera se le escaparía esta cubana frase, pero más bien como un contrasentido: “Aquí se acabó el dinero”.
“La Patria es agonía y deber”, sentencia Martí en una frase del mural de Cuba. Caramba, pero un poco de buen gusto, cierto respeto por los cánones del arte, una dosis de estética, no vendrían mal mientras agonizamos.
Tal vez esté pidiendo mucho de una calle que puede llegar a hacernos pensar sobre la capacidad emprendedora y los logros de los cubanos en estos lares. O seamos humildes y digamos: esto es lo que tenemos. Una caricatura pueblerina y kitsch de lo que fue un mundo que ya no es.
A esto se une ahora un elemento que fue empeorando en medio de la cuarentena y que nos recuerda que no somos un barrio privilegiado de Miami. Cuando la Federación de Aviación Americana decidió implementar sus cambios en el corredor aéreo, Surfside, Indian Creek y otras ciudades millonarias cercanas al mar iban a ser las más perjudicadas por la llamada noise pollution. Allí tienen residencias propietarios tan importantes como Ivanka Trump, por ejemplo, quienes contrataron servicios legales que lograron revocar este acuerdo.
La nueva y reducida ruta aérea fue rediseñada entonces para pasar por encima de las cabezas de quienes no pueden pleitear para quitarse ese ruido de encima. Probablemente sería una batalla tan perdida como la invasión de 1961. Convivimos ahora con el sonido de las maracas, las fichas de dominó, los cláxones de los automóviles y el rugir de los aviones. Un coctel nada despreciable para nuestros oídos.
Seamos humildes, no somos los únicos productores por excelencia de ruido ambiente. Por encima de nuestras cabezas, atronadoras estelas en movimiento están logrando que comencemos a añorar los relegados espacios donde pasta el silencio.
© Imagen de portada: ‘Collage’, de Ramón Williams.
No estás obligado a decir de qué color es tu sexo
Disidencia que se ha tornado carnaval, agenda política, una nueva forma de homogeneidad a la que es más fácil controlar.