No estás obligado a decir de qué color es tu sexo

Tendría unos cuatro años de edad cuando provoqué un pequeño escándalo doméstico al aparecer en la sala de mi casa con un par de calzoncillos puestos. Los había dejado algún primo que estuvo de visita y, luego de lavados, fueron a parar a una gaveta. Recuerdo cuánto me gustó el diseño, más elaborado que mis simples blúmers. Tenía hasta una ventanita por donde meter la mano, botoncitos. En fin, no entendí mucho el aspaviento por algo que yo lucía gustosa. 

Las reglas de conducta en torno a la definición sexual, sus estándares de comportamiento, me eran entonces de una ajenidad natural, pero eso no me eximía de la infracción. Con el tiempo he tenido que transar en afeitarme las axilas de vez en cuando y las piernas ahora indefinidamente. Pero no por acceder a cumplir con ciertos consensos dejo de hacerme preguntas en torno a eso que llaman filiación sexual, que, mientras más se diversifica, parece llevarnos más y más a un atolladero. 

En el mes de junio se suponía que hiciera algún display en homenaje al Pride Month, pero en lugar de ello preparé algo en relación con el mes de la herencia judío-americana, la cual no es promovida en los boletines recurrentes de la biblioteca. Me di gusto colocando libros de Susan Sontag, Isaac Asimov, Carl Sagan, Isaac Bashevis Singer, Cynthia Ozick y otros grandes cabezones de ascendencia hebrea. 

Siento orgullo por la gente que es capaz de pensar, crear, razonar, descubrir, pero no por quien precisamente exalta que es un disidente sexual. Disidencia que se ha tornado carnaval, agenda política, una nueva forma de homogeneidad a la que es más fácil controlar. Piénsese en el CENESEX y me ahorrarán palabras.

Con el tiempo he tenido que transar en afeitarme las axilas de vez en cuando y las piernas ahora indefinidamente.

A través de uno de esos sitios que publican literatura, en los que uno no se apunta pero los algoritmos hacen su parte, me entró un poema de Erica Jong. Se llama “Envidia del pene” y supongo que en su momento fue un texto atrevido, escrito con toda conciencia. La misma que me faltara cuando me puse unos impropios calzoncillos.

Erica Jong es una escritora estadounidense de origen ruso-judío —no la puse en el display pues entonces no la conocía—, que ha venido oportunamente a matizar mis disquisiciones de rumiante obstinado frente a temas en boga como el aborto o la llevada y traída identidad sexual. 

Sospechamos cuánto pesarán ciertas decisiones legislativas en el rumbo político de un país, lo cual me confirma que, más que un tema de raigambre humana, nos enfrentamos al oportunismo de tratar ciertos conflictos como agendas a las que agarrarse para ganar o perder adeptos. ¿Interesamos las mujeres, los negros, los gays per se, o nos usan interesadamente? ¿Es nuestro entusiasmo o nuestro enojo el combustible que usa el poder para completarse y, mientras más nos exaltemos o nos hagan rabiar, más colaborativos seremos con sus sinuosas intenciones?  

Cuando veo a hordas enfurecidas atacando clínicas donde hacen abortos, o a las hordas silenciosas que hacen círculos sin levantar la voz en torno a las manifestaciones en favor de la elección, creo que estamos viendo a la última generación que siente nostalgia por los imperativos ctónicos de la vida humana. ¿Por qué quieren liquidar a tiros a los médicos en nombre de la “vida”? Quieren matar la misma idea de elección. Quieren matarla primero dentro de sí mismas, luego dentro de nosotras. El que abracemos la libertad de elección en cierto modo niega su vida. 

Entender mejor por qué vivimos en una de las culturas más infestadas de sexo y exhibicionismo.

Esta es una cita de Fear of Fifty, un libro de Jong publicado en 1994; libro que mis contemporáneas debieran saber que existe y, si no es mucho pedir, leerlo. Nos ayudaría a entender mejor por qué vivimos en una de las culturas más infestadas de sexo y exhibicionismo —piénsese en sus películas, el culto al cuerpo conformado entre el gimnasio y la cirugía reconstructiva, el fenómeno de la música y el baile popular— pero nuestros hijos son educados en escuelas donde son casi prohibitivos el beso, el abrazo, gestos en los que los latinos nos excedemos, pero que acá, en los Estados Unidos, se salen rigurosamente del manual de conducta. 

Sé que en este contexto sería impensable que una fila de hembras enlazara sus manos con una fila de varones para ir, digamos, a una excursión. Yo, por ejemplo, no recuerdo qué flor pusieron en mi mano para tirarle a Camilo, si era gladiolo o azucena, pero sí recuerdo cuánto sudaba la mano del niño con el que me parearon en la caminata.

Aborrezco cómo se entiende el sexo en Norteamérica. Una década hacemos como si folláramos con todos, la década siguiente hacemos como que somos célibes. Nunca equilibramos el sexo y el celibato. Nunca aceptamos juntas la búsqueda de Pan y la búsqueda de la soledad… Las feministas pueden ser las peores puritanas de todas. Dado que la masculinidad es una fuerza para el desorden, librémonos de la masculinidad para siempre, dirían algunas… Los malos chicos nos atraen, pero los malos chicos son políticamente incorrectos. ¿Significa eso que ser atraída es políticamente incorrecto? Para algunas, desde luego.

Hace un par de días un usuario asiático, menudo y vestido como si fuera a un safari, entró a recoger unos libros. Lo reconocí. Casi siempre se lleva unos títulos sobre diseño de moda o de interiores, pero esta vez tenía reservados unos hermosos ejemplares sobre el arte del origami. 

No recuerdo qué flor pusieron en mi mano para tirarle a Camilo, pero sí recuerdo cuánto sudaba la mano del niño con el que me parearon en la caminata.

En un momento se apartó para revisar los estantes de libros que están para la venta. Cuando estuvo listo, se acercó a chequear unos y a pagar otros. Traía dos ejemplares de tapa blanda para comprar. El que colocó intencionalmente arriba, The Power of Yoga, encubría al de abajo, que enseguida reconocí pues yo misma lo había puesto en el anaquel de venta. Se trataba de Machos, Maricones and Gays: Cuba and Homosexuality, de Ian Lumsden. 

Como no quería hacerle sentir incómodo, le comenté que tenía una amiga a quien le fascinaban los origamis. Pero de haber mediado el desenfado —que según se dice es condición de lo gay— le hubiese recomendado el documental Conducta impropia (1984), de Orlando Jímenez Leal y Néstor Almendros, con lo cual hubiese sido más gay que él, es decir, más ligera, más desenfadada. 

Sin embargo, le agradezco al chino de sombrero de safari que me hiciera volver a Erica Jong con ojos nuevos. Lo desatinado de los estereotipos a la hora de entender la conducta humana: en eso he estado pensando luego de leerla. El eros tampoco escapa a nuestra afición de etiquetar lo diverso para simplificarlo —o para ser simplificados por el poder y sus propósitos. 

Encontrar ese estado donde ser simplemente, ese espacio vital donde ninguna conducta será llamada impropia.

Vivimos en un mundo dividido en gays y hetero. Hemos balcanizado nuestra cultura sexual. Pero, ¿por qué? ¿Es todo una cuestión de política? ¿Y está la política en conflicto con nuestra humanidad? Ciertamente, las personas gay no pueden exigir sus derechos, a menos que se organicen en grupo. Ciertamente, necesitan los mismos derechos con respecto a la herencia, el matrimonio, la salud y la custodia de los hijos que todos los demás. Pero esta división en mundos gay y hetero va contra lo que sabemos de la naturaleza humana. Puede haber amor homosexual pero, ¿significa eso que hay personas homosexuales? ¿Tiene necesariamente sexo el amor? Los más grandes amores son por turnos “macho” y “hembra”. ¿Y qué significa “macho” y “hembra”? ¿No son más bien cualidades que personas?

El libro de Jong es grueso y me llevará varios días. Mientras lo leo a tramos, me desplazo del trabajo a la cocina, de la gasolinera al correo, de la lavadora al mercado, de la cama a la vida. Entre la ropa ya limpia y lista para doblar, hay una pieza muy graciosa de cuadritos y minúsculos botones sobre la bragueta que mi hija usa como shorts, pero ella y yo sabemos que fueron ideados para fines más íntimos. 

Me gusta su textura de algodón suavísimo y su ambigüedad. Sin afiliación política, sin sexo y sin agenda, nuestro cuerpo o la tela que lo cubre pueden llegar a ser los mejores aliados para encontrar ese estado donde ser simplemente, ese espacio vital donde ninguna conducta será llamada impropia. Y sobre todo, donde no les sea tan fácil a los que mueven los hilos, usar nuestra energía vital para inflamar las hogueras de sus campañas.


© Imagen de portada: Ramón Williams.


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Francisco Morán

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