Opuscero

Aunque solo publicó dos o tres textos en revistas olvidables, durante varios años Gofredo se consideró escritor e intentó abrirse camino. Muchos pensábamos que alguna vez sería reconocido su talento. No obstante, llegó un día en que, rendido, abandonó la literatura.

Desde muy joven, Gofredo escribía mucho y sobre cualquier asunto, sobreviviendo al azar, con frecuencia lejos de su casa, en una existencia casi nómada. Se relacionaba con pocos artistas y escritores, prefiriendo gente más impredecible. Como Kris y sus adeptos, que mezclaban el yoga con creencias mayas y con teosofía, experimentando con toda sustancia y toda secta que apareciera en su horizonte.

Kris le sugirió que se cambiara el nombre, porque Gofredo Andurín sonaba a personaje de novela picaresca vikinga y no a escritor underground de mano dura. Él, Francisco Peña, se hacía llamar Krishna. O Kris, en fin. 

Gofredo no le hizo caso. El nombre era irrelevante y él no creía en la salvación por la religión o por estados alterados de conciencia, ni por la virtud o la pureza, sino solo en la justificación de la vida por la escritura. En la salvación por el arte.

El otro se reía de él, pero también le contaba historias sugestivas y comentaba hechos que espoleaban la imaginación de Gofredo. Kris nadaba en un submundo habitado por personas que se creían místicas. Como a la Seguridad del Estado también le despertaba interés aquel tumulto metafísico, a cada rato citaba a Kris para interrogarlo y, según él, para atemorizarlo y chantajearlo.

Una tarde, su amigo le contó que conocía a una muchacha que estaba resuelta a asesinar a Fidel Castro y solo precisaba de un colaborador. Quería inmolarse haciendo estallar una bomba cerca del “sátrapa verde”, como lo llamaba. O dispararle con un arma. Cualquier cosa. Después no volvieron a hablar del tema, pero Gofredo imaginó, a partir de aquella anécdota improbable, la historia de Marta, que así la llamó, quien sería, sin mencionarlo, una parodia de Fanny Kaplán, la revolucionaria que intentó matar a Lenin por traidor.

A la semana, Gofredo había compuesto y enviado el relato a un concurso.

A los quince días estaba en un calabozo de Villa Marista, aterrado, confuso y arrepentido, y hundido a mil millas del mundo habitual. Lo interrogaba el oficial Féliks —“no con x, sino con ks”, aclaraba—, tenaz, taladrante, minucioso, que revisó todos los libros de la mínima biblioteca del “supuesto escritor”, que así lo denominó, y cada manuscrito y cada objeto del cuartucho. La madre de Gofredo no pudo evitar que, tras el registro, los agentes se llevaran todo aquello, además de la máquina de escribir.

Féliks lo estuvo interrogando durante dos meses. Desde el primer día, Gofredo le confesó todo lo que el oficial quería saber, excepto que Krishna fue quien le contó la anécdota de la muchacha que quería matar a Fidel Castro por traidor. Pero Féliks resultó saber más de sus relaciones personales que él mismo. Aunque Gofredo reconoció su trato con Kris y los demás, insistió en que la historia se la oyó decir por casualidad a alguien desconocido.

Si quieres ser escritor, escribe sopas de letras.

Le sorprendía que Féliks se interesara tanto por aquella muchacha fantasmagórica. O sea, por lo que el “supuesto escritor” pensara sobre ella. ¿Cómo le dijeron que era? ¿Qué aspecto físico, qué edad le suponía él? ¿Vivía sola? ¿Tenía problemas amorosos? ¿El magnicidio se le ocurrió a ella o a otra persona?

Las mismas preguntas durante horas, días y semanas, aunque el “supuesto escritor” no pudiera añadir una palabra a su primera declaración.

También Féliks le preguntaba sobre sus escritos, algunos que ni él mismo recordaba. En cambio, el otro agente, Alejandro, solo ladraba de marxismo, celdas tapiadas e imperialismo yanqui.

Una mañana, aunque Gofredo calculaba que era medianoche, lo liberaron sin más explicaciones. Le devolvieron la máquina de escribir y alguna papelería.

—Y no hables más de Marta. Marta nunca existió —le advirtió severamente Féliks.

—Si quieres ser escritor, escribe sopas de letras —le recomendó Alejandro.

Gofredo echó la máquina de escribir y los papeles en un contenedor de basura mientras regresaba a su casa. No habló con nadie de lo que le había ocurrido. Expulsado del puesto de sereno que tenía en una fábrica cerca de su casa, pasó unos meses sin salir, como si le hubiera cogido gusto al encierro, sin leer ni escribir nada, pensando en otro mundo, escuchando la radio día y noche, hasta que un pariente sin prejuicios le consiguió un trabajo como técnico de computación. 

Era a mediados de los 90 y el sueldo no le servía de mucho, pero tenía almuerzo y merienda garantizados. Como había muy poco que hacer, tecleaba letras de canciones que le gustaban y hasta los pequeños textos “poéticos y abstractos”, como decía él, que había comenzado a garabatear y que almacenaba en el ordenador, en una carpeta protegida con contraseña, pues otros empleados usaban la máquina igualmente. Por casualidad, en esa carpeta guardaba también la programación de Radio Martí.

Conservaba una copia de la carpeta en dos disquetes de 5,25 pulgadas que le habían regalado y que siempre llevaba en la mochila cuando iba al trabajo o regresaba, pedaleando sudoroso en su bicicleta china. 

Tienes que demostrarme que no eres agente de la CIA.

Una mañana, lo detuvo un carro patrullero en Infanta y, en la estación policial más cercana, unos individuos de civil lo acusaron de lanzar volantes, pero al poco rato fue capturado el verdadero culpable, muy parecido a él. Y, ya a punto de que lo soltaran, surgió el asunto de los disquetes, lo único sospechoso en su mochila. 

Los agentes no podían entrar en el archivo MINE porque estaba protegido con una contraseña y, para colmo, a él se le ocurrió no revelarla en defensa de sus derechos. Cuando vio que el asunto se ennegrecía, complació a los disgustados oficiales. El documento con la programación de Radio Martí lo llevó de nuevo, en unos minutos, a un calabozo de Villa Marista.

Cuando el oficial Féliks apareció, quizás al segundo día, Gofredo tuvo cierta esperanza, que pronto perdió. De nada sirvió que explicara el significado de las letras de las canciones de Black Sabbath y el de sus nuevos textos, porque aquel cuento de Marta la magnicida, la programación de Radio Martí y la conjetura de que hubiera lanzado octavillas eran indicios muy candentes. 

El “supuesto escritor” confesó que sintonizaba la maldita emisora para oír música. Más tarde admitió que escuchaba las noticias también, porque eso no era un delito.

—Tienes que demostrarme que no eres agente de la CIA —replicó, inexpresivo y resignado, el agente Féliks al décimo día de continuos interrogatorios—. En el registro de tu casa no apareció ninguna evidencia, pero eso no dice nada a favor tuyo, sino que te complica más.

Gofredo pasó un tiempo incalculable, que en el mundo exterior fueron otros seis días, intentando hallar en su mente una manera de demostrar que no estaba cumpliendo ninguna misión del enemigo, pero se daba cuenta de que siempre quedaba alguna fisura en sus coartadas y de que, fuese como fuese, aun demostrando cualquier otra cosa, lo único que no podía probar era que jamás y de ningún modo había sido agente de la CIA.

—Demuéstreme usted que lo soy, porque yo no tengo ninguna prueba de que no soy agente de la CIA —le dijo Gofredo al oficial, vencido, esperando un agravamiento de su situación, pero Féliks se echó a reír y lo llamó ingenuo.

Claro que él siempre supo que no lo era, pues “resultaba imposible que lo fuese”. Era solo un tipo conflictivo y desagradecido, como todo “supuesto escritor”, empeñado ahora en perpetrar textos de apariencia poética y fantasiosa que indicaban cuánto despreciaba la realidad socialista. Féliks, respirando paciencia, le pidió que recapacitara y no siguiera “atrincherado en su resentimiento”.

Después de algunas advertencias más, no obstante, el oficial lo dejó ir, sin devolverle los disquetes, y Gofredo corrió a encerrarse en su casa. No salió ni comió casi nada en varios días, no quiso dar ninguna explicación y ni se molestó en volver al trabajo. 

Féliks lo invitó a un bar para conversar un rato. Seguro de que ahora sí lo arrestaría, Gofredo se fue con él.

A los dos meses, empezó como ayudante en una carpintería clandestina. Luego estuvo de albañil y de vendedor en un agromercado. A los cuatro años del último arresto, reparó una vieja Underwood que encontró en un basurero y, como si así dejara atrás definitivamente el pasado, se puso a escribir cuentos de ciencia-ficción. Hasta empezó a frecuentar a escritores con más experiencia en ese tipo de literatura, que siempre le había atraído, pero que también le había resultado un poco remota, lo cual ahora le parecía su mayor atractivo. 

Descubrió que, aunque casi no aparecían en los medios y se publicaban escasos libros de ellos, los escritores habaneros de ciencia-ficción formaban un pequeño planeta con vida inteligente bastante activa, donde incluso se realizaban algunos eventos y encuentros provinciales y nacionales. En una de esas citas, Gofredo se encontró con el agente Féliks.

Se miraron desde cierta distancia. Aunque había algo raro en la expresión del oficial, que no se le acercó de inmediato, Gofredo no pudo evitar que le viniera a la mente la imagen de un calabozo. No quería quedarse allí, pero tampoco se atrevía a marcharse, pues seguramente en la calle lo esperaba un auto con aquellos tipos de civil, que lo arrestarían. Pero el encuentro terminó. Todos salieron y, cuando Gofredo llegó a la acera de último, nadie aguardaba por él.

Hizo una caminata de hora y media hasta su casa, con la constante sensación de que en cualquier momento un auto o una patrulla policial frenaría a su lado chillando las gomas y tres grandulones lo agarrarían, lo meterían de cabeza en el asiento trasero y lo llevarían ante Féliks. Pero no ocurrió nada aquel día ni al siguiente. Recordaba la paranoia de su nuevo ídolo literario, Philip K. Dick. 

Varios meses más tarde volvió a asistir a otro evento de escritores aficionados. Y nada. Tal vez había confundido al oficial con uno que se le parecía. Olvidó el incidente. Pero en un concurso provincial de talleres literarios, en Santiago de las Vegas, no solo se encontró de nuevo con Féliks, sino que el otro se le acercó, lo saludó y le preguntó cómo estaba. 

Gofredo fue incapaz de contestarle.Su mente paralizada no halló una sola palabra que decir. Féliks sonrió, comprensivo, y fue él quien habló. Llevaba varios años retirado y ahora trabajaba en una empresa de turismo. Y su nombre verdadero era Julio Pablo. Féliks había sido solo su “nombre de guerra”.

En un año volvieron a encontrarse un par de veces. Gofredo, incapaz de articular una palabra más allá de monosílabos como “sí”, “no” o “bien”, seguía nombrándolo igual en su pensamiento, donde Féliks se mantenía siempre, repitiendo una martirizante noria de preguntas, aun cuando no lo viera durante meses. 

En la última ocasión en que coincidieron, Féliks lo invitó a un bar para conversar un rato. Seguro de que ahora sí lo arrestaría, Gofredo se fue con él. Y de veras entraron en un bar. Desde la segunda cerveza, ya Féliks hablaba como si fueran viejos amigos. 

Hipnotizado, Gofredo miraba esa chispa demente en el fondo helado de sus ojos. Sin que él le preguntara, el otro le contó, con la mayor naturalidad del mundo, que había tenido serios problemas en la CI —así llamaba a la contrainteligencia— desde aquella operación que se le ocurrió con una ficticia muchacha-bomba para atraer a posibles CR —contrarrevolucionarios— extremistas. Gofredo resultó ser el único que respondió al simulacro, literalmente de modo literario, recordaba Féliks sonriendo.

Aquel relato sobre Marta la magnicida, resultó su primer acercamiento real a la literatura.

Pero aquella experiencia le reportó al oficial una ganancia inesperada, que nunca le agradecería a Gofredo lo suficiente: aquel relato sobre Marta la magnicida, resultó su primer acercamiento real a la literatura. Más tarde, los textos “poéticos y fantasiosos” no le parecieron tan atractivos, pero le sirvieron para comprender mejor el arte de la escritura. En ese mundo, a semejanza del mundo de la CI, uno puede fingir que es otras personas, puede inventar cualquier historia. Además, puede prescindir de cualquier vulgaridad moral y de todo pudor pequeñoburgués. 

Y puedes usar el seudónimo que te dé la gana. Y utilizar a las personas de carne y hueso como si fueran personajes ficticios. Te pasas toda una noche pensando, calculando, fantaseando sobre lo que puedes hacer con el personaje Fulano relacionándolo con Mengano. Puedes sacar a Zutano de la historia cuando quieras. Lo que te piden es que entregues “historias” que alimenten una historia más grande.

Eres una especie de escritor por encargo. Pones título a tus “historias” u operaciones. Si eres un agente aburrido, que no produce nada interesante, fracasas, igual que un escritor. Así que no puedes tener muchos escrúpulos a la hora de moverte en las vidas ajenas para armar tu “relato”. Al final, personas y personajes no son tan diferentes como parecen.  Como un escritor, cuando te reúnes con tu familia, ellos ni se imaginan en qué trama andas metido. Y te buscas tantos o más enemigos. 

Pero estás obligado a vivir en secreto. Es un oficio más solitario que el de un escritor. Y con muy malas compañías. Y no puedes ni soñar con ser famoso. Tus éxitos los conocen solo unos pocos. Y no hablemos de los ídolos.

—El mío era Féliks Dzerzhinski. ¿Te imaginas? Un verdugo. La verdad es que yo no servía mucho para eso. ¿Y la salvación? ¿Quién se salva en las tripas de la política? Me di cuenta de que en la literatura existía la salvación. Me dijeron que estaba “mal de los nervios”. Y yo les pregunté: ¿Qué nervios? Ja.

Al principio de aquella grotesca revelación, Gofredo creyó que se trataba de una trampa barroca, delirante. Luego, durante el monólogo, se preguntaba si Féliks le mentía o le decía la verdad, si estaba loco o si estaba cuerdo. ¿Y se burlaba de él cuando le pedía que leyera la novela que estaba escribiendo?

Gofredo no recordaba, después, si se levantó y se fue, si se despidió de Féliks o no. Iba caminando solo, borroso, como disolviéndose en la luz de la tarde. 

Las palabras de Féliks no tenían que ser verdad o mentira. El propio Féliks no tenía que estar lúcido o demente. A veces las cosas no son tan sencillas. O son horrorosamente más sencillas de lo que parecen. 

“Solo los muertos se liberan”, recordó el verso de una canción. Pero quizás ni así.

Por si acaso, lo mejor era no volver a escribir ni una palabra más en el resto de su vida, se prometió Gofredo. Y hasta ahora lo ha cumplido al pie de la letra, valga la paradoja.

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© Este texto forma parte del libro El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017).