Otro viaje a La Habana

Viernes

La última vez que estuve en Cuba también fue un viaje de emergencia. 

Estaba en un baby shower y me llamó mi hermana para decirme que a mi mamá le había dado un infarto. Nunca había percibido, ni creo que volveré a percibir, con tanta nitidez la distancia entre La Habana y Nueva Jersey, Cuba y su exilio, la Isla y ese grupo diaspórico diverso que la prensa oficialista llama “gusanera”, “comunidad” o “excubanos”, según el contexto.

Ahora estoy en un avión de American Airlines rumbo a Miami para tomar mañana temprano un vuelo de la misma aerolínea hacia La Habana. 



Han entrado a robar por dos noches seguidas a la casa de mi mamá, que está ahora conmigo en Nueva Jersey, y han dejado la puerta de la calle abierta. 

Viajo al Vedado a cerrar la puerta y a tomar precauciones para evitar que puedan volver a entrar.


Sábado

Cuba se ve muy linda desde arriba y muy fea desde adentro. 

Cuando entro a la terminal aérea, mal iluminada, lo primero que percibo es un fuerte olor a sudor. Un anuncio de Cohíba invita a quienes llegan a “challenge the status quo”. Pienso en la ironía que encierra el texto y tomo una foto rápida, casi sin detenerme, con mi celular. 



Mientras espero mi turno ante la ventanilla de aduanas, pienso en quienes cumplen largas condenas de prisión por haber salido a protestar el 11 de julio de 2021.



El taxi que me lleva a la casa de mi mamá pasa por delante del edificio de la revista Bohemia. Hay dos nombres en la fachada: el de la veterana revista, descolorido, y el de Verde Olivo, una publicación fundada en 1959 por las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Ese sí conserva su color, el mismo verde olivo símbolo del status quo.

No veo el timbre de la puerta de la casa y me asomo por la ventana. D está al fondo y camina hacia el teléfono del comedor. Vino a quedarse conmigo. Lo veo hablar por teléfono y, después, dirigirse hacia la puerta. 

Una vecina de mi mamá ha llamado para dejar saber que la hija de María Antonia estaba en la puerta de la calle. No se pasa desapercibido en la cuadra de mi mamá.



Domingo

Dormí mal. No podía quitar la vista de las ventanas, buscando al ladrón. Confundía el sonido de las motos eléctricas, que parquean en el pasillo del edificio de al lado, con la alarma que compré en Home Depot antes de salir.

D ha perdido 50 libras y tiene anemia. Sus ojos se ven grandes y, a veces, asustados. Su piel está opaca y arrugada. Enfermó de cáncer y le extirparon la vejiga. Todavía no han podido extraerle el catéter que conecta uno de sus riñones con la vejiga que le construyeron con tejido intestinal. 

Fuma. Un poco por ansiedad, un poco por vicio. Vivió por 12 años en Valencia, pero desde hace unos seis años vive en Cuba.

Se robaron la vajilla y el juego de té de porcelana que habían sido de mi abuela. También se llevaron los vasos de high ball de los años cincuenta. Y los checoslovacos de cristal tallado, comprados dos décadas después. 

Faltan también las copas búlgaras tornasoladas que quería para la colección Cuba Material. Las dos vitrinas del comedor están vacías, pero mi mamá ya se había llevado las copas de bacará que, igual, llegaron rotas a casa de mi hermana. 

No queda un solo plato, fuente o vaso. Algunos eran de la antigua RDA. También había vajillas de la República Popular China. Falta también la vieja batidora National que mi abuela había comprado después de la Revolución.

No parece faltar nada en la vitrina de la sala, pero no había nada de valor allí. Los adornos son de plástico o losa barata. Dejaron también el microondas, los reproductores de vídeo, el televisor, y creo que toda la ropa, los perfumes, los zapatos y las carteras de mi mamá. 

Tengo la impresión de que el ladrón no llevaba prisa. Después de todo, era una casa vacía.


Lunes

Fui a una oficina de ETECSA a indagar cómo conectarme a internet desde mi teléfono. No se puede. Le puse mil pesos de saldo al teléfono de D. Lo usaré durante los días que me quedan en Cuba.

El Vedado tiene la misma apariencia del anuncio de Bohemia en la fachada de su sede. Estropeado y deslucido. 

Camino por aceras empolvadas y rotas, con canteros de tierra seca que se derrama sobre el asfalto por entre las grietas de los contenes. Sorteo como puedo las aguas verdes malolientes que cubren la intersección de 21 y B, y bajan hasta el agro de 19. Ya no existe la sombra de los viejos laureles.



D no puede caminar mucho y vamos al restaurante más cercano. Se especializa en la cocina iraní —el gobierno de ese país es amigo del cubano—, pero está decorado con electrodomésticos empolvados, fabricados en cualquier lugar del mundo menos en el Medio Oriente, y pinturas de Vladimir I. Lenin, Marilyn Monroe y otros personajes famosos del siglo XX.






La camarera no sabe decirme de qué es la salsa que viene con las empanadas. Se disculpa por haber olvidado el nombre del ingrediente principal. 

Cuando regresa, dice que es una salsa de “yogurt con mermelada de guayaba” y vuelve a pedir disculpas por no acordarse del yogurt. ¿Cuándo se volvió el yogurt un alimento exótico?


Martes

No se ve mucha gente en El Vedado, pero en la cuadra de mi mamá siempre hay trasiego. 

Están quienes vienen a comprar a la MIPYME que abrieron en el garaje del edificio de enfrente. El dueño es un hombre de mi edad que también cambia dólares de contrabando y emplea como dependientes a dos sobrinas jóvenes y hermosas que se visten con ropa muy apretada. 

Algunos de sus clientes se sientan en los contenes rotos de la acera de casa de mi mamá a tomarse la cerveza que compran en la MIPYME. Por la mañana, siempre encuentro muchas latas vacías regadas sobre la tierra roja y seca de los canteros.



Hay también personas que no parecen consumir y que se pasan la mayor parte del día paradas en distintos lugares de la acera. Se quedan así gran parte del día. A veces entablan conversación con las personas que pasan. 

Una señora mayor afrodescendiente se ha pasado gran parte del día sentada en el contén, al lado del tanque de la basura, rodeada de bolsas negras. 

Me siguen con la vista cuando salgo a botar la basura. En viajes anteriores me han pedido las bolsas, antes de que las eche al tanque que hay en la esquina. Ahora sólo me miran, aunque sé que después van a por las bolsas que boto, porque cuando regreso con más basura ya no están las que he tirado antes. 

Cuando lanzo la basura, me alejo del tanque tanto como puedo, para evitar la densa nube de moscas que se levanta. Pero no puedo eludir el olor a putrefacción.


Miércoles

D tiene fiebre. Vengo a una cafetería a comprar sándwiches. 

Hace más de media hora que espero. Había pedido un mojito para entretenerme, pero llega casi junto con los sándwiches. 

El borde del vaso está adornado con algo que parece azúcar teñida de azul, pero no sabe muy dulce. Cuando las paredes del vaso comienzan a sudar, el azul se disuelve con el agua y cae sobre mi ropa y mi cartera. También me mancha los dedos.

Hay varias moscas alrededor de mi mesa. Supongo que vienen de los tanques de basura que hay al otro lado de la calle. Se posan sobre la mesa improvisada donde reposa mi vaso que suda azul y sobre el sofá de mimbre pintado de color blanco y cubierto de churre, desde donde observo el diálogo mudo entre quienes me rodean y las pantallas de sus teléfonos.


Jueves

Vienen a verme P, que antes vivía en Miami, y F, que vivió en Londres y Madrid. Por un rato, coinciden en la sala de la casa de mi mamá tres personas que regresaron a vivir a Cuba después de haber vivido por años en el extranjero. 

Hay muchas formas de irse y otras tantas de regresar a cuidar, a triunfar, a sobrevivir.

Es mi última noche en Cuba y voy con D a Grados, el restaurante de Raulito Bazuk, que descubro está a solo dos cuadras de la casa de mi mamá. 

Somos los únicos clientes. La carta tiene los precios en dólares. 

Ceno pulpo con arroz frito con jengibre. De postre, la camarera, una muchacha encantadora que nos trata igual que nos trataría cualquier camarera en Nueva York, me sugiere helado de plátano maduro frito. 

Todo sabe muy bien. Me gusta, además, que la decoración no es pretenciosa.

De regreso, a las 11 de la noche, la calle 23 está desierta.



Viernes

Dejé encargada una reja para la puerta de entrada a la casa de mi mamá. También compré dos cerraduras. Una para la reja nueva y otra para la reja del fondo de la casa. 

Dice el herrero que la cadena que traje no sirve como protección. Dice que en Cuba sólo venden herramientas para ladrones.

Cuando entré a la terminal aérea del aeropuerto de La Habana no sentí olor a sudor.