País de basura



No, no se asusten por el título; todavía no quiero ir preso por contrarrevolución.

Así que lo que van a leer ahora no es el equivalente literario y sofisticado de DPEPDPE… Ese apenas críptico lamento, por lo mala que se ha puesto la cosa. Y que, por lo menos una vez por semana, acude a la boca de todo ciudadano de la Mayor de las Antillas, enfrentado a la deteriorada realidad insular, en sus variantes de colas interminables, escaseces de productos de primera necesidad y otros flagelos por el estilo.

No; voy a hablar de la otra basura. La concreta. La que apesta y trae bichos. Ratones, moscas y gusanos; sus larvas. Más cucarachas y otros asquitos vivientes. Excrementos humanos incluidos.

Antes, permítanme un poco de historia, para ir entrando en materia. Y demostrar que uno le sabe algo al asunto.

Durante muchos milenios, la gestión de desechos de nuestra especie fue bastante rudimentaria. Por llamarla de algún modo. Los pastores nómadas y los algo más sedentarios campesinos del Paleo y el Neolítico, con todo el campo abierto a su disposición, defecaban y orinaban tranquilamente en cualquier matorral. O a la vera de cualquier roca. Y no usaban papel higiénico… ¡Suerte que tenían, con lo caro que está!

Los pescadores, lo hacían en el río o el mar. Y todos dejaban que la intemperie, los carroñeros y los insectos coprófagos se encargaran de los restos de sus fogatas y festines. Sin preocuparse demasiado por la contaminación: aun todo era orgánico, a fin de cuentas…

Las hordas que tenían la suerte de vivir en grandes, cómodas y profundas cuevas a veces destinaban galerías enteras a la función de basureros. Allí podían acabar depositándose los desechos de varias generaciones, para regocijo de los arqueólogos que vinieron después, y que así conocieron el modo de vida de nuestros antepasados con bastante detalle.

Especulo: no sería imposible que alguna aldea con habitantes especialmente pulcros se preocupara por alejar lo más posible su basura de las zonas de comer y dormir. Destinando espacios yermos para fungir como vertederos fuera de la empalizada del asentamiento o cosa así. Y estableciendo también algo semejante a un sistema de turnos rotativos, para que no siempre fueran los mismos quienes se encargaban de ese tan poco apetecible traslado.

Pero lo más probable es que, como oficio, el de basurero profesional surgiera sólo con las ciudades. Los forasteros o los más pobres debieron encargarse de aquella ingrata tarea, antes que los residentes en la urbe. Todavía hoy, en algunas sociedades, como la nipona o la hindú, se consideran impuros e intocables quienes se ocupan de los muertos y los desechos.

Clasistas que somos los humanos: siempre empeñados en ser superiores a alguien. O, al menos, sentirnos como tales.

Los pragmáticos romanos, que tuvieron hasta baños públicos con agua caliente, construían urinarios y letrinas igual de abiertos y colectivos, sin mucho respeto por la privacidad. ¡No había mal momento para socializar!

Pero, por otro lado, ya disponían de carretas basureras que acopiaban los desperdicios para llevarlos fuera de la Ciudad Eterna. Y lo hacían de noche, para así minimizar el riesgo de que los sensibles olfatos de los patricios se vieran ofendidos por los repugnantes efluvios de la descomposición orgánica. Aunque despertaran a algún que otro ciudadano de sueño ligero.

En el Medioevo, la gestión de desechos, como tantas otras ramas de la actividad humana, sufrió un notable retroceso. Adiós letrinas y baños. El grito de “¡agua va!” precedía al vaciado matutino del orinal… directamente por la ventana. ¡Y pobre del transeúnte que no se apartara a tiempo!

Tampoco había alcantarillado y la sangre y vísceras de los animales de corral, amén de otros pútridos desperdicios de la cocina, se echaban en zanjas infectas que vertían sus aguas negras, tranquilamente, en el río más cercano. En cuyas orillas hozaban los cerdos, con todo placer, junto a los niños de la villa. Que a menudo estaban más sucios que los gorrinos.

No es extraño que epidemias como la Peste Negra diezmaran, con triste periodicidad, al descuidado Occidente cristiano.

Los perros defecaban tranquilamente en la vía pública, como siguen haciendo hasta hoy. Al menos, en Cuba. Y nadie multaba a sus dueños por eso, si los tenían. Más aún: en aquellos no muy higiénicos tiempos, sus deyecciones eran rápidamente recogidas por personal especializado y vendidas a buen precio: resultaban muy útiles para curtir el cuero.

Y de bañarse periódicamente, como esos locos romanos (¡todos pederastas, además!), mejor ni hablar: ¡era un tremendo riesgo para la salud!, según la docta opinión de la mayoría de los sucesores de Hipócrates y Galeno. Hubo monarcas que se ufanaban de haber “jugado agua” sólo dos veces en su vida: al nacer y antes de casarse.

Pobres de quienes los preparaban para su entierro, supongo.

Tampoco existían los desodorantes, ni la ropa interior o el papel sanitario. Los perfumes eran el único remedio contra el hedor corporal, pero su eficacia para tal función debe ser seriamente puesta en duda.

Los muy ricos podían darse el lujo de cambiarse de traje de vez en cuando. Los pobres sólo cuando el que llevaban puesto se les caía a pedazos encima. Tampoco se había inventado el detergente. Y el jabón, incluso hecho de ceniza, grasa y lejía, era tan caro que la mayoría de las lavanderas a sueldo preferían sudar la gota gorda, golpeando la ropa con paletas de madera o contra piedras lisas, para librarla de la mugre.

Como muchas otras cosas, el Viejo Mundo tuvo que reaprender todo lo que había olvidado de limpieza desde la Antigüedad… ¡de los musulmanes! Estos introdujeron en nuestro vocabulario el término muladar, por ejemplo, para designar a los basureros: lugar donde se tiene a las mulas, que no dejan de depositar sus olorosos “regalitos” por todos lados.

El concepto de la higiene como condición potenciadora de la salud se volvió popular en Europa apenas en la no muy distante Era Victoriana: el siglo XIX. Hasta entonces, los médicos ni siquiera se lavaban las manos antes de operar: consideraban que bastaba con vestir elegantemente. De ahí que males como la fiebre puerperal, que azotaba a las recién paridas, estuvieran tan extendidos.

Por otro lado, las fábricas que protagonizaban la Revolución Industrial en Inglaterra eran locales oscuros y fríos, y el carbón que se quemaba para generar vapor cubría los cielos de humo negruzco y las caras de los obreros de hollín, haciéndolos toser continuamente y volviendo a la tuberculosis un mal cotidiano.

En las afueras de toda gran urbe fueron surgiendo sendos vertederos: sitios antes desiertos en los que los carros que recogían los desperdicios sólo descargaban su contenido, sin el menor remordimiento. A los más pobres solía permitírseles hurgar en tales montañas de basura, en busca de cualquier resto aún comestible o aprovechable que tragarse o vender. Fueron los primeros recicladores… ¿o los primeros “buzos”?

Y así, tras este largo, erudito y espero que no demasiado pedante preámbulo, llegamos a donde queríamos ir desde el principio: al siglo XX y a Cuba.

Lo mismo que de podar las ramas de los árboles para evitar cortocircuitos con el tendido eléctrico aéreo, de la gestión de la basura se encarga Comunales: esa entidad en la que nadie quiere trabajar, por los generalmente bajos salarios que ofrece, pero sin la cual toda ciudad cubana se paralizaría en cuestión de horas.

Porque, aunque les gritemos, sarcásticamente, “¡leones!”, por culpa del dulciamargo y penetrante aroma a putrefacción que se les impregna en la ropa, el cabello y la piel tras largas horas trabajando con la basura, lo cierto es que los necesitamos.



Digresión-chiste que viene muy al caso, aunque al principio parezca que no. Y, alerta de spoiler, es un poquito escatológico:

Los órganos del cuerpo humano se reúnen para determinar quién debe dar las órdenes. Varias vísceras se autoproponen, y con argumentos de peso: el cerebro invoca su capacidad de pensar; los pulmones, que sin ellos el organismo se asfixiaría; el hígado, que de él depende el equilibrio metabólico; el corazón alega que, sin su trabajo, la sangre sería un fluido inútil. Hasta que el ano presenta su propia candidatura, que recibe carcajadas generales de las demás vísceras: ¿el culo mandando? ¿dónde se ha visto, semejante absurdo?
Así que, rencorosa, la salida trasera deja de funcionar. Con lo que, en pocos días, ni el corazón, ni el hígado ni los pulmones ni el cerebro pueden seguir siendo tan eficientes como antes. De modo que todos acaban rindiéndose a lo inevitable… y el culo comienza a mandar: ¡a mandar mierda a granel!

La moraleja de esta minihistoria, para un marxista, podría ser que todos somos importantes. Y nadie mejor que otro, porque una invisible red de interdependencias nos envuelve, sin excepción.

Por otro lado, algún historiador y/o antropólogo podría ver aquí un ejemplo metafórico del llamado “despotismo hidráulico”, situación en la que el papel rector, en una sociedad dada, corresponde a aquellos que pueden controlar un recurso escaso. Como el agua en el desierto… o el petróleo en la era actual. Mientras que Frank Herbert, el autor de la saga literaria de ciencia ficción Dune, quizás lo interpretaría como que quien realmente controla un recurso es aquel con la capacidad de destruirlo.

La pregunta clave es: ¿hasta qué punto depende una sociedad de sus servicios básicos, como los recogedores de desechos, concretamente?

Pues muuucho, parece.

Por décadas, el epítome del basurero, en La Habana y en Cuba, fue Cayo Cruz. Y cada tarde podía verse al lanchón o patana de la basura salir por la boca de la bahía, cargado de desechos orgánicos o no. Hasta que, hace pocos años, el cayo muladar fue limpiado. Y aquel grito de 1980, de cuando el éxodo de la escoria por el Mariel (“¡La Embajada del Perú se parece a Cayo Cruz!”) perdió todo sentido para las más jóvenes generaciones, si es que alguna vez lo tuvo. Lo mismo que el de “Pin Pon Fuera, abajo la gusanera”.

Ah, el sempiterno surrealismo de las consignas…

Pertenezco a esa generación de nacidos en los 1960 (¿boomers?) que recordamos, no sin cierta nostalgia, cómo, en 1979, los históricos latones habaneros, aquellos viejos, simples y oxidados tanques metálicos de 55 galones, antes usados para contener aceite o petróleo, se vieron masivamente sustituidos por unos brillantes artefactos de fabricación húngara, con tapas articuladas.

Y sí, como eran algo más pequeños, había que ordenarlos en pulcras filitas. Lo que, como a nadie se le escapó el oportunismo histórico de la sustitución, enseguida les granjeó el irónico apodo de “Los No-Alineados” en clara alusión a la Cumbre de tal grupo que tenía, ese mismo año, a La Habana, como orgulloso escenario.

Entonces, el futuro parecía pertenecer por entero al socialismo. Mientras que, ahora, ni del pasado estamos seguros. Por no hablar del triste presente.

Los fornidos y rudos basureros de los años 70 y 80 no usaban otro uniforme que sus infaltables guantes y sus ropas, mugrientas y empercudidas, de levantar a puro músculo tantos repletos bidones cada jornada. Si acaso, fajas lumbares, para evitar las hernias.

Y, tras vaciarlos con hábil tirón en la ávida boca posterior del camión, siempre avisaban al chofer golpeando el metal, lo que hizo quejarse a generaciones de vecinos por ser despertados en medio de la madrugada. Sin el menor efecto sobre la programación nocturna de Comunales, por supuesto.

Cuando, los alguna vez brillantes No Alineados empezaron a oxidarse y picarse, ¡la maldita circunstancia de la humedad tropical por todas partes!, llegaron otros latones, siempre de manufactura húngara, a sustituirlos.

Eran igual de metálicos, pero mucho más grandes. Cuadradones; auténticos contenedores de desechos, instalados sobre rueditas, para no dañar las columnas vertebrales de los esforzados “leones” que debían desplazarlos hasta la horqueta hidráulica con la que el camión los levantaba, y con curvas tapas basculantes para mantener encerrados los malos olores. Muy buen diseño, sí.

Y duraron durante casi todos los 1990, hasta que fueron relevados por las versiones plásticas que todavía hoy fracasan heroicamente, cada noche, en su denodado intento por mantener dentro una basura que parece autorreproducirse. Son más baratos, menos pesados, y en tanto que elásticos, más duraderos.  

Eso, en teoría… Hasta que a algún cubano avispado, fiel a ese precepto depredador de “lo que es de todos no es de nadie, y lo que no es de nadie es mío”, no le da por canibalizarlos, para aprovechar el plástico del que están hechos como materia prima para hacer espaditas, soldaditos y otros juguetes artesanales, que luego venderá a precios de escándalo. Porque la cosa está dura y hay que vivir, bro.

La basura de un hombre es el tesoro de otro. Así, en las últimas décadas, el mundo pasó de considerar los desechos como un problema del que deshacerse a toda costa, aunque fuera metiéndolos bajo la alfombra, a asumirlos como valiosa fuente de materia prima. La que, como en el caso de los plásticos, permite ahorrar el cada vez más escaso petróleo.

Cierto que todavía hay crisis sin solución a la vista, como la de la Gran Mancha de Basura del Pacífico, o la de los desperdicios radiactivos de las centrales nucleares, por los que algunas naciones del Primer Mundo pagan a otras del Tercer Mundo millones, para que los mantengan a buen recaudo durante los próximos siglos, en cuevas y búnkeres.

¿Tal vez sea la solución enviarlos a la órbita, para que vayan a consumirse en el Sol? ¿Podrían ayudar Elon Musk y su SpaceX? Y disculpen si se me sale lo de autor de ciencia ficción…

El concepto de la recogida diferenciada, con depósitos de distintos colores, según acogieran desechos orgánicos, papel, metales, vidrio, etc, apenas si comenzaba a implementarse en la capital cuando nos golpearon la pandemia y la crisis económica actual.

De todas formas, ese tiempo bastó para que se establecieran como flamantes personajes urbanos los esforzados recicladores de envases metálicos de refresco y cerveza, esos pacientes viejitos a los que en muchas esquinas se ve todavía, aplastando las laticas usadas con toda la meticulosidad de galeotes, para ganar apenas centavos por cada una que entregan.

Ahora, dicho todo esto, llegó la inevitable hora de la queja. O sea, el momento ingrato de hablar de la actual crisis de gestión de desechos que vive Cuba. Y que nadie puede negar, ni aunque trabaje en el oficialista y por obligación optimista (¡e involuntariamente humorístico, a veces!) programa televisivo Con Filo.

No estoy inventando nada, ni calumniando a nadie. Es una lamentable realidad. Basta con pasear por cualquier calle habanera para notar las hediondas montañas de basura que desbordan los latones, cada vez más deteriorados y escasos, aunque se intente evitar su apropiación indebida inventariándolos con números precisos. Lo que viene a ser como tratar de parar una inundación con toallas…

Es como si ya no bastara con los numerosos salideros de aguas, muchas de ellas albañales, para convertir la urbe casi en una pocilga gigante y a cielo abierto. ¿Qué pasa con la recogida de basura, en Cuba, hoy? ¿A qué se debe esta crisis, que sólo parece agravarse de día en día?

Pues a las mismas dos razones que explican el mal funcionamiento de otras tantas esferas de la vida cotidiana: faltan recursos y faltan deseos.

No importa que el generoso pueblo japonés nos donara, hace apenas unos años, varios camiones de basura de lo más modernos: no son suficientes. Tampoco bastan los trabajadores, cada vez más desmotivados por los salarios de miseria que aún se ofrecen como remuneración por una labor agotadora, sin el menor glamour y por épocas hasta epidemiológicamente riesgosa.

Si no alcanza el combustible para mantener funcionando a las termoeléctricas y evitar los apagones, tampoco basta para mantener circulando a todo el maltrecho y envejecido parque automotriz de Comunales. Esta empresa, en consecuencia, ha tenido que reducir drásticamente la frecuencia de recogida de desperdicios por zonas. A veces, a una vez al día; a menudo, cada dos, o incluso tres días. O muchos más.

Las drásticas soluciones paliativas, como usar excavadoras para llenar camiones de volteo, con las colinas de escombros que proliferan en tantas esquinas de la capital, sobre todo después de los cada vez más frecuentes derrumbes de inmuebles en pésimo estado de mantenimiento, tampoco son suficientes. La de la basura no es una carrera de velocidad, de una vez y ya, todos contentos, sino una prueba de resistencia, de día tras día y mes tras mes. Una gestión sostenida en el tiempo.

Estamos perdiendo la batalla con la basura. Para evitar que la mierda y los desechos nos traguen, habría que empezar por ofrecer mejores salarios a los basureros. Además de proveerlos de los necesarios guantes, botas y monos de trabajo, para reducir el peligro de lesiones e infecciones consecuentes. Hoy, en su mayoría, ellos carecen por completo de los mismos, más allá de su gestión personal.

O sea, haría falta dinero. Bastante. ¿Y de dónde va a salir? Es la pregunta de los 64 000 pesos: ¿quién le pone el cascabel al gato?

¿Podría ser una solución, aunque fuera a corto plazo, convertir a Comunales en una Mypime? ¿O aceptar inversiones extranjeras? ¿Tal vez alguna trasnacional del reciclaje, interesada en las materias primas que no podemos aprovechar en Cuba por falta de tecnología?

No sé. No es mi especialidad. No soy ni basurero, ni economista. Ni dirigente. Menos mal…

Recordando aquella irónica frase que definía a la civilización como “la distancia que ponemos entre nosotros y nuestros propios excrementos”, no puedo menos que pensar que los cubanos vamos, ahora mismo, derechos y a toda vela hacia la barbarie y la comunidad primitiva. Si es que ya no estamos ahí hace rato, por supuesto…

Porque, en tal caso, quizás deberíamos dejar al culo…, digo, a los basureros, que nos gobiernen. Peor que la actual dirigencia del país no lo van a hacer, ¡eso es seguro! Y, ¿quién sabe?, va y hasta les sale mejor.

No debe haber mucha diferencia entre gestionar la basura de un país y gestionar un país de basura. Digo yo. Aunque, claro, puede que sólo esté hablando basura.







Cuba no es una pelota de ping-pong, señor Biden

Por Jack DeVry Riordan

Una movida hueca, que sólo refuerza el trágico ciclo de las relaciones EUA-Cuba.