¡Y los hombres de gobierno irrumpieron en el debate!

La historia enseña que en procesos convulsos y complejos como son las revoluciones, las pugnas entre intelectuales, tendencias artísticas, credos estéticos y ambiciones políticas, terminan por elevar un reclamo al nuevo Poder constituido para que medie en el asunto. Esto fue precisamente lo que pasó en el lapso 1959-1961, la primera etapa de querellas ideológicas, disfrazadas de contradicciones estéticas, al interior del campo artístico e intelectual cubano.

En la primera década de la Revolución rusa, pongamos por caso, como bien ha revelado Borís Groys en su agudo análisis de aquel contexto: “Los artistas, poetas, escritores y publicistas de la vanguardia combinaban cada vez más insistentemente las acusaciones estéticas con las políticas, llamando sin rodeos al poder estatal a pasar a las represiones contra sus adversarios”.[1]

La vanguardia más radical, para poder llevar a cabo su proyecto estético, que en el fondo era también político, necesitaba monopolizar para sí la alianza con el Partido. Pero a medida que avanzó la década del veinte, los bolcheviques fueron estabilizando el poder y agenciándose el apoyo de sectores más amplios de la intelectualidad, entre los que estaban los artistas considerados por los vanguardistas como “tradicionales”, y por ello tildados como adversarios que había que eliminar. Las luchas se incrementaron, los ataques entre todos los bandos se hicieron cada vez más violentos, y los reclamos al Partido para que interviniera directamente en las disputas se hicieron también más explícitos y sistemáticos.

En 1932 el Partido actuó de manera enérgica, aprobando una resolución que dictaminaba la disolución de todas las agrupaciones artísticas. A partir de ese momento la actividad de grupos independientes sería considerada ilegal, y en su lugar, los creadores soviéticos serían organizados en “uniones creadoras únicas con arreglo al género de su actividad” (de escritores, artistas, arquitectos, y así sucesivamente). Con tal decreto se ponía fin a la lucha entre las diversas fracciones, y de paso se sometía toda la práctica cultural a la dirección del Partido. En opinión de Borís Groys, a partir de estos acontecimientos comienza formalmente la era estalinista en el campo del arte y la cultura soviética. Con cierto asombro añade Groys: 

“Resulta significativo que esa prolongada estrategia de neutralidad relativa condujo a que la mayor parte de la intelectualidad creadora recibiera con alegría la resolución de 1932. Esa resolución, ante todo, privaba de poder a la dirección de influyentes organizaciones, tales como la RAPP o la AJTT, que crearon para sí hacia finales de los años 20 y principio de los 30 prácticamente una situación de monopolio en la cultura y perseguían a todos los indeseables con los recursos del acoso político”.[2]

Miren que sintomático: desde 1938 el partido de los comunistas cubanos había tenido la intención de fundar una Unión de Escritores y Artistas; proyecto que solo se pudo concretar en 1961 con la creación de la UNEAC. Precisamente, esa fue una de las consecuencias institucionales del Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, ocurrido dos meses después de las reuniones en la Biblioteca Nacional de junio de 1961, como consecuencia a su vez de dichas reuniones. 

En una carta dirigida a José Antonio Portuondo (que se encontraba de embajador en México), firmada el 28 de junio de 1960, exactamente un año antes de Palabras a los intelectuales, Alfredo Guevara le comentaba al experimentado militante comunista:

“El sábado y en el Programa del Sindicato de Trabajadores de C.M.Q., por C.M.Q. TV y algunas emisoras del FIEL dije una charla sobre ‘La Revolución y la Cultura’. Tanto el tema como la orientación han molestado a las capillas que dominan en Lunes… y pretextando una alusión directa, cierta, pero también respetuosa, se han dado por ofendidos. Carlos Franqui llevó el asunto a Fidel, y primero con Fidel y después con Dorticós he sostenido interesantes conversaciones. Espero que se produzca un análisis a fondo sobre los problemas de la Cultura y la Revolución, y que este sea el producto de estudio y discusiones de los que no creo puedas estar ausente”.[3]

Es sabido que por sus trayectorias políticas y de lucha contra la dictadura de Batista tanto Carlos Franqui como Alfredo Guevara, miembros del Movimiento 26 de Julio, eran muy cercanos a Fidel, y formaban parte de su círculo más estrecho de colaboradores, de ahí las correspondientes responsabilidades a cada uno designadas por el líder de la Revolución. Pero eso no implica que se deba pasar por alto el hecho de que ambos hayan elevado el asunto de la polémica a las más altas instancias del poder político: al primer ministro y al presidente del Gobierno Revolucionario, respectivamente. 

El 1 de julio Guevara le enviaba una carta a Dorticós y a Fidel, en la cual reproducía un documento elaborado y firmado por “algunos” del grupo de Lunes de Revolución, y que ya circulaba en el medio intelectual. Los firmantes se dirigían a la opinión pública y al primer ministro, Dr. Fidel Castro, para denunciar el “carácter divisionista” de las “alarmantes declaraciones” del Sr. Alfredo Guevara, orientadas a “fomentar escisiones en el frente intelectual de la Revolución”. Los autores del documento resumían su postura en cuatro puntos:

“1. Rechazamos por falsas las imputaciones del señor Alfredo Guevara.

2. Advertimos que en la insistencia en este tipo de inculpación divide a los intelectuales cuando la Revolución necesita absolutamente del apoyo de todas las clases sociales.

3. Los abajo firmantes solicitamos del dirigente máximo de la Revolución, Dr. Fidel Castro, una entrevista para dilucidar estos extremos.

4. Ante la situación de agresión que cerca al país, reiteramos nuestro apoyo absoluto a la Revolución y nuestra repulsa a los métodos sangrientos del imperialismo y nuestra disposición de defender a la Revolución con todas las armas y en todos los frentes”.[4]

En el resto de la carta el director del ICAIC se ocupa de relatar ante los ojos del primer ministro y del presidente los desmanes, ataques, insultos, sarcasmos y revanchismos —esos sí, “verdaderamente divisionistas”—, llevados a cabo desde las páginas de Lunes de Revolución durante año y medio, contra la Dirección Cultural del Ministerio de Educación,[5] Vicentina Antuña, Alejo Carpentier y José Ardévol. Contra Nicolás Guillén, Ramiro Guerra, Alicia Alonso, los escritores nucleados en la revista Orígenes, y contra el propio director del ICAIC. “¿Qué unidad pueden defender quienes invierten fondos del periódico en cámaras y equipos cinematográficos de 35 mm, y se preparan a interferir las funciones del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos?”.[6]

Pero Carlos Franqui no solo había estado comprando cámaras de 35 mm, el movimiento intelectual que generó el magazín de arte y literatura también organizó la creación de un sello editorial, Ediciones R, enfocado en la publicación de lo más vanguardista de la creación nacional del momento en géneros como reportaje, novela, cuento, poesía, ensayo, teatro, cine, dibujo y crónica. También dirigían un programa de televisión en el Canal 2, que salía al aire los lunes en la noche, Lunes de Revolución en Televisión, con contenidos de teatro, música, arte y literatura, en el que fue estrenado el célebre documental P.M. en 1961. Además, estaban en proceso de consolidación de una casa discográfica, Sonido Erre, un proyecto que al parecer no se llegó a concretar.

Si le aplicamos una categoría contemporánea, la gestión cultural de Carlos Franqui y el grupo de intelectuales que trabajaron y colaboraron en cada uno de esos proyectos, se puede definir como una gran empresa multimedial: un gran proyecto multimedia. Virgilio Piñera escribiría en las páginas del suplemento en enero de 1960: “Si no fuera por los jóvenes agrupados en torno a LUNES, se pensaría que el soplo de la Revolución no ha penetrado en la cultura”.[7]

Treinta años después, Alfredo Guevara diría en una entrevista: “P.M. no es P.MP.M. es Lunes de Revolución, es Carlos Franqui, es una época convulsa y de extremas contradicciones en que participaban múltiples fuerzas”.[8] Como resultado de las complejas circunstancias del momento, aquel análisis a fondo sobre los problemas de la “cultura” y la “revolución” que en junio de 1960 Guevara le sugería a la máxima dirección de la Revolución que debía producirse, se fue postergando en el tiempo. Hasta que acontece la censura de P.M., y el Gobierno finalmente actuó de manera enérgica para zanjar las disputas entre los principales frentes intelectuales que forcejeaban por la hegemonía.

Es curioso que en su discurso de cierre de las reuniones sostenidas con el gremio de intelectuales durante la segunda mitad de junio de ese año clave de 1961, el primer ministro Fidel Castro intentara despejar el aire de cualquier tipo de temor a que se reeditaran en Cuba procedimientos ejecutados por otras revoluciones:

“¿Vamos a suponer que nosotros tenemos el temor de que se nos marchite nuestro espíritu creador, ‘estrujado por las manos despóticas de la revolución staliniana’? (RISAS.)

Señores, ¿no vale la pena pensar en el futuro? ¿Que nuestras flores se marchiten cuando estamos sembrando flores por todas partes, cuando estamos forjando esos espíritus creadores del futuro? ¿Y quién no cambiaría el presente —¡quién no cambiaría incluso su propio presente!— por ese futuro? (APLAUSOS)”.[9]

Fidel comienza su intervención reconociendo con modestia que en ese tipo de discusión sobre problemas del arte y la cultura no eran ellos, hombres de gobierno, los más aventajados para opinar sobre cuestiones en las cuales aquellos, los artistas e intelectuales, estaban especializados. “Por lo menos… este es mi caso” —expresó—. Sin embargo, era voluntad del Gobierno emprender ese diálogo, que desde hacía meses había quedado postergado debido a problemas más urgentes que atender, y que los acontecimientos ocurridos (la censura de P.M.) contribuyeron a materializar de una vez.

Las célebres Palabras a los intelectuales se pueden dividir en dos partes claramente diferenciadas. En la primera Fidel analiza los principales problemas discutidos, las más relevantes preocupaciones y temores que fueron planteados con sinceridad por los creadores; e intenta despejar esos temores definiendo la postura que el Gobierno iría a adoptar frente a tan sensibles y complejas problemáticas. En la segunda parte hace un resumen de todas las acciones concretas que ya se habían desplegado en el campo de la cultura, hechos que constituían la mejor evidencia de que la revolución económica y social que acontecía en el país también tendría que ir aparejada de una gran Revolución Cultural. 

Sobre el asunto que a todos inquietaba, Fidel fue claro. La Revolución no atentaría contra la libertad de creación artística, que cada cual escribiera y pintara como quisiera. Sobre la libertad formal todos estaban de acuerdo. En ese punto había total consenso. El problema estaba en el fenómeno más complejo y sutil del contenido. Y era el más sutil porque, en palabras del propio Fidel, era el que estaba “expuesto a las más diversas interpretaciones”. No obstante, sobre este aspecto el primer ministro también fue claro, no había que tener temor ni de “prohibiciones”, “regulaciones”, “limitaciones”, “reglas”, ni de “autoridades” que decidieran sobre tal “cuestión”.

“Permítanme decirles en primer lugar que la Revolución defiende la libertad, que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades, que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, que esa preocupación es innecesaria, que esa preocupación no tiene razón de ser”.[10]

El problema era más bien el origen de aquella preocupación, ¿de dónde?, ¿o en quiénes?, surgía aquella zozobra. Para los escritores y artistas verdaderamente revolucionarios semejante inquietud no tenía razón de ser. La duda quedaba entonces en el terreno de aquellos que sin ser contrarrevolucionarios, tampoco se sentían revolucionarios. Para el revolucionario no podría existir semejante preocupación porque para él la Revolución es lo primero: “[…] el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución (APLAUSOS)”.[11] Con respecto al intelectual “contrarrevolucionario”, el “mercenario”, el “deshonesto”, para ese la Revolución no representaba ningún problema, ni él representaba un problema para la Revolución. Ese se excluía solo, sabía lo que “le interesaba”, lo que “tenía que hacer”, “hacia dónde tenía que marcharse…”.

Si se analiza desde el punto de vista de quién tiene que comandar una revolución en medio de las “mayores complejidades” y los “mayores peligros”, la estrategia planteada por Fidel puede calificarse de la mayor eficacia política. Ni siquiera había necesidad de imponer por decreto un canon estético oficial. Era suficiente con plantear una oposición binaria que gravitara como espada de Damocles sobre los creadores, y dejarla desarrollarse en el tiempo. Al ámbito generado por la Revolución solo podrían pertenecer los “auténticamente revolucionarios”, porque ellos eran precisamente los constructores de la nueva sociedad; pero también aquellos que, ya sea por su credo filosófico, religioso o ideológico, no podían sentirse plenamente revolucionarios. La Revolución tenía que definir una política para ese sector de artistas e intelectuales, no podía renunciar a ellos, antes bien tenía que tratar de ganarlos para sus ideas, para que también pudieran trabajar y crear dentro de ella. En el afuera solo quedaban los incorregiblemente contrarrevolucionarios.

“Los contrarrevolucionarios, es decir, los enemigos de la Revolución, no tienen ningún derecho contra la Revolución, porque la Revolución tiene un derecho: el derecho de existir, el derecho a desarrollarse y el derecho a vencer. ¿Quién pudiera poner en duda ese derecho de un pueblo que ha dicho ‘¡Patria o Muerte!’, es decir, la Revolución o la muerte, la existencia de la Revolución o nada, de una Revolución que ha dicho ‘¡Venceremos!’?”.[12]

Pero lo más significativo de este fragmento del discurso ni siquiera es la abyección radical de los disidentes del proceso político, sino la manera en que Fidel iguala Patria a Revolución, dos entidades que operan en planos simbólicos diferentes. La patria es un sentimiento, una construcción imaginaria, que se expresa tanto a nivel individual y subjetivo, como a escala social e intersubjetiva; mientras que la revolución es siempre un fenómeno y un proceso en devenir, con una materialización histórica concreta, y su expresión en la conciencia individual y colectiva depende del impacto que dicha materialización ha dejado en la experiencia, tanto subjetiva como intersubjetiva.

Ahora bien, precisamente porque el fenómeno revolución existe como proceso en devenir, el problema fundamental no es que la estructura topológica sobre la cual se plantea el adentro y el afuera, sea al fin y al cabo una estructura binaria, una oposición de mundos contrapuestos; el problema radica en que el desplazamiento histórico también incide en lo que se enmarca en el adentro y en lo que se desplaza hacia el afuera. Ambas topologías son igualmente móviles, y los arquetipos de sujetos destinados a ser colocados en esos dos ámbitos deben ser cada vez vueltos a definir sobre la base de lo que ha llegado a ser la Revolución en su devenir histórico.[13]

Cuando Fidel dice que la primera preocupación de todo ciudadano tenía que ser la Revolución misma, el consenso alrededor de esa idea convierte a la Revolución (entendida como principio de necesidad histórica y de justeza social) en la esencia, el origen, el significado trascendental y el thelos que funda la nueva estructura social. Ahora bien, en el plano estrictamente conceptual, ese principio fundacional, ese valor fundamento en que se constituye la Revolución, mantiene su legitimidad histórica en la medida en que los objetivos que se proyectan en la realidad estén en función de la transformación positiva de la vida, de la redención del hombre entendido este en un sentido antropológico profundo, y no medido sobre el fondo de escalas de valores verticales y excluyentes. 

Desde esta perspectiva, todos los fenómenos y procesos de la realidad social y cultural que contribuyan a la transformación positiva de la vida y a la redención del hombre deben formar parte de la Revolución, porque la Revolución debe ser la transformación misma. Por tanto, en un sentido dialéctico y no metafísico, el proceso se transforma a sí mismo; es devenir histórico y no presencia abstracta y trascendental. El problema sobreviene cuando la Revolución, objetivada por el Poder como un ente abstracto, se convierte en el principio dogmático desde el cual se intenta normar y organizar la estructura social. En calidad de centro o constructo rector, de su existencia depende el sistema todo, pero con respecto a su dimensión teleológica el sistema debe funcionar para preservar su existencia. Por este camino, la Revolución como ente abstracto comienza a encontrar su fundamento fuera del sistema que se genera a partir de sí, eso es, su fundamento empieza a descansar más allá de la realidad que su existencia debe producir. Se infiltra de esta forma un singular idealismo metafísico que convierte a la Revolución en un juego fundado[14] de la burocracia.

Para el caso específico del arte y el pensamiento, la Revolución, erigida como valor fundamento de la nueva sociedad,introduce un principio de jerarquización heterónoma en el campo de producción artística e intelectual. El mejor artista será el mejor revolucionario, “aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución”. Pero al mismo tiempo, también podría ser aquel cuya obra y pensamiento contribuya en mayor medida a la transformación de la realidad y a la redención del hombre, pues se supone que estos constituyen los fines supremos del proyecto revolucionario. Por tanto, en el plano ideal del pensamiento, puede congeniarse un equilibrio, una convergencia histórica, entre ese principio de jerarquización heterónoma que hace irrumpir la Revolución en el campo artístico e intelectual y criterios de jerarquización estético-cognoscitivos que son intrínsecos a la lógica inmanente de desarrollo de dicho campo. Esa posibilidad, inexistente en la sociedad tradicional, está en la base de la alianza histórica que sellaron buena parte de la intelectualidad cubana y diversos sectores de la izquierda internacional, con el poder revolucionario durante casi toda la década de 1960.[15]

Ahora bien, cuando el arte y la producción intelectual comienzan a desplegar su naturaleza analítica, y en el centro de esos análisis comienzan a estar “los males sociales que sobreviven del pasado prerrevolucionario o los que nacen de las decisiones políticas erróneas y los problemas no resueltos del presente y el pasado revolucionarios” —como señalaría Desiderio—, “revelando”, “criticando” y “combatiendo” esos males y errores, entonces el trabajo de los intelectuales y artistas se vuelve controversial ante el entendimiento de aquellos que piensan la Revolución de manera no dialéctica, ya sean ideólogos del Partido, funcionarios públicos y demás dirigentes que ostentan responsabilidades políticas. Y, también, ante los que piensan el arte de manera ideológica, porque no poseen un conocimiento profundo de su naturaleza.

En su discurso, al referirse a la censura de P.M., Fidel expresó:

“¿Y en realidad pudiera discutirse en medio de la Revolución el derecho que tiene el gobierno a regular, revisar y fiscalizar las películas que se exhiban al pueblo? ¿Es acaso eso lo que se está discutiendo? ¿Y se puede considerar eso una limitación o una fórmula prohibitiva, el derecho del Gobierno Revolucionario a fiscalizar esos medios de divulgación que tanta influencia tienen en el pueblo? Si nosotros impugnamos ese derecho del Gobierno Revolucionario estaríamos incurriendo en un problema de principios, porque negar esa facultad al Gobierno Revolucionario sería negarle al gobierno su función y su responsabilidad, sobre todo en medio de una lucha revolucionaria, de dirigir al pueblo y de dirigir a la Revolución”.[16]

De esta manera Fidel dejaba claro lo que consideraba una prerrogativa incuestionable del Gobierno Revolucionario, que como todo poder, como toda institución de poder, se reservaba la soberanía de ejercer un control y una fiscalización de lo que se produce, se introduce y fluye en la esfera pública. El Gobierno no le impondría normas autoritarias a la creación, no cometería el “error estalinista” de imponer un canon estético oficial, pero apreciaría siempre los productos artísticos a través del “prisma del cristal revolucionario”: “ese también es un derecho del Gobierno Revolucionario, tan respetable como el derecho de cada cual a expresar lo que desee expresar”.[17]

Por tanto, la Revolución necesitaba gestar su canon, ese “prisma” y ese “cristal” a través del cual se miraría, y se fiscalizaría, la producción artística e intelectual. El principal ingrediente de ese canon, hasta hoy, ha sido ideológico, antes que cualquier otra consideración más intrínseca al arte, pues se trata de un canon cuya principal prioridad consiste en asegurar la reproducción de un poder instituido. En el campo de la cultura la nueva institucionalidad estatal-socialista que reemplazó paulatinamente a la republicana, tuvo que estructurar ese sistema axiológico —siempre pautado de manera vertical por preocupaciones ideológicas y urgencias políticas— desde el cual potenciar, filtrar, interpretar y valorar la creación, no solo la nacional, sino también la regional y la internacional. 

Ese nuevo entramado institucional, aunque nunca fue un bloque monolítico,[18] a la altura de 1968 ya era un monopolio estatal que controlaba de manera extensiva toda la producción y consumo simbólico del país. La “ofensiva revolucionaria” de 1968 puso fin a las sociedades tradicionales, privadas o autogestionadas, que habían desempeñado un rol importante en la vida cultural del país, como el Lyceum Lawn Tennis Club, el Círculo de Bellas Artes, el Club Fotográfico y la Asociación de Grabadores de Cuba. Aunque estas sociedades se vieron opacadas desde inicios de los sesenta, con muy poco margen de maniobra, es a partir de este momento que en términos de generalidad el sistema de la cultura, como el resto de la esfera de los servicios, pasa a ser propiedad exclusiva del Gobierno. 

A finales de 1968, cuando en el mes de noviembre asoma en la revista Verde Olivo el verbo lapidario de Leopoldo Ávila, se hizo evidente que las fuerzas conservadoras de línea dura del antiguo Partido Socialista Popular (PSP) se las estaban   agenciando para imponer su canon mediante el respaldo militar. Este canon prosoviético, que no podía más que derivar en una política cultural excluyente, de un didactismo populista y kitsch, antidialéctico y antidemocrático, fue el que se impuso finalmente sobre todo el campo cultural después de su ratificación al más alto nivel en el Congreso de Educación y Cultura de 1971. Si esto ocurrió así es porque, al fin y al cabo, fue aquella tendencia la que logró catalizar un pacto de mutua conveniencia con el Poder. Hoy se sabe que los viejos comunistas cubanos pueden haber sido reciclados por Fidel para facilitar la recuperación de las relaciones políticas y económicas con la Unión Soviética, sin el apoyo de la cual la supervivencia de la Revolución era prácticamente imposible.[19]

Con la consolidación de la etapa monopólica absoluta quedó descartada como posibilidad histórica la existencia de proyectos alternativos de gestión cultural (y económica) independiente dentro del socialismo cubano; un empeño que persiste hasta hoy como política de Estado. Esto ha significado casi nula democratización de las formas posibles de actuación en la esfera de la creación artística, académica, comunicativa, cultural en el sentido más amplio; lo cual significa en esencia nula democratización política. La “cultura dirigida” por el monopolio del mecenazgo estatal, la intromisión del Partido como instancia superior orientadora y fiscalizadora, así como la soterrada pero sistemática intimidación (y en momentos de crisis represión explícita) del “aparato” de Seguridad del Estado gravitando sobre el campo artístico e intelectual: esos son los tres grandes paradigmas de la política cultural socialista cubana.

La ambigüedad intrínseca e interesada de la fórmula fidelista en el plano ideológico (lo que se considera o no revolucionario), tuvo desde el inicio mismo del proceso un correlato muy objetivo en el plano de la organización institucional de la cultura. A partir de 1961, “dentro de la Revolución” comenzó a significar también “dentro de las instituciones del Estado”; mientras que toda iniciativa autogestionada al margen del tutelaje institucional (como Ediciones El Puente, por ejemplo) se comenzó a codificar a priori como potencialmente contrario a la Revolución, y en consecuencia susceptible de ser abyectado hacia el afuera, la nada absoluta. Lo verdaderamente sorprendente es que, aun así, se haya podido desarrollar en Cuba una contracultura, un arte y una discursividad crítica fraguada en tensión constante con la voluntad totalizadora del Gobierno.

La Constitución de 1976 le otorgó base jurídica a la oposición binaria de Palabras a los intelectuales en el inciso d, Capítulo IV, Artículo 38: “es libre la creación artística siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución. Las formas de expresión en el arte son libres”. A su vez, el Anteproyecto constitucional de 2018 intentó camuflajear el mismo principio “fundacional” de la política cultural con la siguiente fórmula: “la creación artística es libre y en su contenido respeta los valores de la sociedad socialista cubana. Las formas de expresión en el arte son libres” (inciso h del Artículo 95). Finalmente, en la Constitución que se aprobó en referéndum nacional a comienzos del año 2019 desaparece la histórica dicotomía que excluía a priori un probable “contenido artístico” contrario a la “Revolución” o a los “valores de la sociedad socialista cubana”: “se promueve la libertad de creación artística en todas sus formas de expresión, conforme a los principios humanistas en que se sustenta la política cultural del Estado y los valores de la sociedad socialista” (inciso h, Artículo 32). [20]

Si invertimos la sintaxis tendríamos que: conforme a los principios humanistas en que se sustenta la política cultural del Estado y los valores de la sociedad socialista, se promueve la libertad de creación artística en todas sus formas de expresión. De esta manera se entiende más claro. Lo que parece querer expresar el inciso es que existe una equivalencia entre “los principios humanistas en que se sustenta la política cultural del Estado”, y el principio de “libertad de creación artística en todas sus formas de expresión”. Si ha quedado consignado así en la Carta Magna de la República, ahora es responsabilidad de la ciudadanía exigir que esta máxima se cumpla en la aplicación de la ley en cada caso concreto: principios humanistas de la política cultural del Estado = principio de libertad de creación artística en todas sus formas de expresión. 

Sin embargo, en el último semestre del año 2018 se firmaron buena cantidad de Decretos-Ley y Resoluciones Ministeriales; algunos de ellos incluso antes de comenzar el proceso de consulta popular del Anteproyecto de Constitución, como es el caso del Decreto-Ley No. 349/2018. La lógica y la buena práctica legislativa indican que el cuerpo de leyes complementares encargado de concretizar los principios rectores plasmados en la Constitución, debe ser escrito a posteriori, para no incurrir en contradicciones que resulten inconstitucionales. Esto último es lo que ha pasado con el Decreto No. 349/2018.

El 349 se aventura en “regulaciones en materia de política cultural”, llevando a un nuevo nivel las dos dimensiones, la ambigua y la objetiva, de la fórmula fidelista: codifica como contravenciones las iniciativas de gestión cultural que pretenden ser independientes, existir y funcionar fuera del control de las instituciones estatales; y establece una serie de contravenciones en lo concerniente a determinados tipos de “contenidos”, como por ejemplo, cualquiera “que infrinja las disposiciones legales que regulan el normal desarrollo de nuestra sociedad en materia cultural”.[21]

Al cambiar la formulación del inciso h del Articulo 32 en el texto de la Constitución refrendada, esta pretensión del Decreto 349 se vuelve inconstitucional, por el hecho de que establece contravenciones en el plano del “contenido” de manera englobante, y por ende difusa, de una manera tan difusa como lo es el plano metafísico de “los valores de la sociedad socialista” al que se aludía en el Anteproyecto de Constitución.

Como se puede apreciar, los esfuerzos del Gobierno en materia de política cultural siguen entrampados en la asfixiante oposición binaria heredada de Palabras a los intelectuales y del modelo de monopolio estatal sobre absolutamente todo, que se importó del socialismo soviético. 

Obstinarse en mantener TODA la producción artística e intelectual en los marcos de la institucionalidad estatal, que es la zona de confort en la que el Partido y el “aparato” de Seguridad del Estado filtran “el contenido” a sus anchas, además de ser hoy potencialmente inconstitucional, y también por ello, significa obstinarse en mantener una dinámica de crisis perenne entre el Gobierno y la sociedad civil que ya imagina un país diferente. Un país en el que las fórmulas de 60 años de edad puedan finalmente ser desechadas por modelos no binarios, eso es, verdaderamente inclusivos y democráticos.




Notas:
[1] Borís Groys: Obra de arte total Stalin, sel. y trad. Desiderio Navarro, Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2008, p. 38.
[2] Borís Groys: Ibídem, p. 55.
[3] Alfredo Guevara: “A José Antonio Portuondo, La Habana, 28 de junio de 1960”, ¿Y si fuera una huella?, Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano, La Habana, 2009, pp. 77-78.
[4] Apud. Alfredo Guevara: “A Osvaldo Dorticós y Fidel Castro, La Habana, 1 de julio de 1960”, ¿Y si fuera una huella?, ob. cit., pp. 79-80.
[5] A partir de 1961 Consejo Nacional de Cultura.
[6] Alfredo Guevara: “A Osvaldo Dorticós y Fidel Castro, La Habana, 1 de julio de 1960”, ¿Y si fuera una huella?, ob. cit., p. 82.
[7] Virgilio Piñera. «Pasado y presente de nuestra cultura», en Lunes de Revolución, no. 43, 18 de enero de 1960, p. 12.
[8] Alfredo Guevara: “Las revoluciones no son paseos de Riviera”, Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, La Habana, 1998, p. 89.
[9] Fidel Castro: Palabras a los intelectuales, Departamento de versiones taquigráficas del Gobierno Revolucionario, disponible en:http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f300661e.html
[10] Ibídem.
[11] Ibídem.
[12] Ibídem.
[13] Ese aspecto no pensado de la problemática es al que apuntó Desiderio Navarro en su ensayo “In medias res publica”: “La vida cultural y social del país pondría una y otra vez sobre el tapete muchas preguntas más concretas que quedaron sin una respuesta amplia, clara y categórica: ¿Qué fenómenos y procesos de la realidad cultural y social cubana forman parte de la Revolución y cuáles no? ¿Cómo distinguir qué obra o comportamiento cultural actúa contra la Revolución, qué a favor y qué simplemente no la afecta? ¿Qué crítica social es revolucionaria y cuál es contrarrevolucionaria? ¿Quién, cómo y según qué criterios decide cuál es la respuesta correcta a esas preguntas? ¿No ir contra la Revolución implica silenciar los males sociales que sobreviven del pasado prerrevolucionario o los que nacen de las decisiones políticas erróneas y los problemas no resueltos del presente y el pasado revolucionarios? ¿Ir a favor de la Revolución no implica revelar, criticar y combatir públicamente esos males y errores? Y así sucesivamente”. Desiderio Navarro: “In medias res publica”, en La Gaceta de Cuba, La Habana, no. 3, La Habana, mayo-junio 2001, pp. 40-44.
[14] Con esta categoría me remito al tipo de sistema o lógica de pensamiento que Derrida denomina “estructura centrada”: “El concepto de estructura centrada es, efectivamente, el concepto de un juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora, que por su parte se sustrae al juego. A partir de esa certidumbre se puede dominar la angustia, que surge siempre de una determinada manera de estar implicado en el juego, de estar cogido en el juego, de existir como estando desde el principio dentro del juego”. Jacques Derrida: “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 384.
[15] La intelectual italiana Rossana Rossanda, que asistió al legendario Salón de Mayo francés que se inauguró en La Habana el 29 de julio de 1967 (por primera vez en el continente Americano), expresó así la experiencia vivida en Cuba por aquellos días: “Ayer noche, deseé que muchos de los artistas de los años 20 en Europa hubieran querido vivir una experiencia semejante, tan libre y conmovedora, plena de confianza en el presente y en el futuro de la cultura y de la Revolución, que no siempre en el pasado han sabido encontrar entre ellos un equilibrio y una dialéctica verdadera”.Rossana Rossanda: Salón de MayoPrograma, Comité del Salón de Mayo, Pabellón Cuba, La Habana, 30 de julio de 1967, p. 6. 
A juzgar por los dos magnos eventos culturales de carácter internacional ocurridos en Cuba a mediados de 1967 (Salón de Mayo) y comienzos de 1968 (Congreso Cultural de La Habana), respectivamente, se podía pensar, tanto desde dentro como desde fuera, amén de las múltiples querellas, polémicas y tensiones vividas hasta el momento por el campo artístico, que en la isla, finalmente, se consolidaba la perspectiva de una cultura socialista cosmopolita y heterodoxa, que daba espacio a la más plena diversidad. Esa suposición se desvanecería súbitamente a partir de agosto de 1968, solo ocho meses después de que se reuniera en La Habana la más diversa y heterodoxa izquierda internacional.  
[16] Fidel Castro: Palabras a los intelectuales, ob. cit.
[17] Ibídem.
[18] Desde muy temprano sobreviene el enfrentamiento de Alfredo Guevara con las “capillas” que “reinaban” en Lunes de Revolución; del ICAIC contra una realización cinematográfica producida fuera de su ámbito de influencia; de las autoridades del CNC contra el manifiesto de los cineastas del ICAIC, del periódico Hoy contra la política de exhibición del ICAIC, y así sucesivamente.
[19] “La Isla, a falta del ‘comunismo policéntrico’ del que hablara Palmiro Toggliatti, no podía intentar la tercera vía que China ya no podía ofrecerle a los cubanos, y decidió a partir de mayo de 1968 comenzar a ‘normalizar’ sus relaciones con la URSS, para 1969 dejó de criticar públicamente a ese país, y tras el fracaso de la zafra de 1970, ya le fue imposible mantener una posición suficientemente autónoma en el orden económico internacional y debió canalizar sus relaciones políticas y económicas con el campo socialista”. Julio César Guanche: “El camino de las definiciones. Los intelectuales y la política en Cuba 1959-1971”, El continente de lo posible. Un examen sobre la condición revolucionaria, Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, Ruth Casa Editorial, Panamá, 2008, p. 44.
[20] Constitución de la República de Cuba. Gaceta Oficial de la República, 2019, p. 4.
[21] Decreto No. 349/2018. Gaceta Oficial de la República, 10 de julio de 2018, p. 525. 




Cuba

Oportunidades políticas en Cuba: cambio de paradigma

Oscar Grandío Moráguez

El manifiesto lanzado por el 27N se constituye en un importante hito en la lucha contra el totalitarismo, al definir un modelo organizativo de corte horizontal sin inclinaciones ideológicas, marcando de una manera clara y concisa el camino estratégico hacia la construcción de un sistema democrático en Cuba.