“Un paciente con VIH/Sida por espacio de 25 años comprende la gravedad de la pandemia y aconseja el aislamiento familiar”, se lee en el titular de una crónica publicada en Juventud Rebelde (11 de abril de 2020) que lleva por título “Sería egoísta si pidiera mi cura del Sida”.
El periodista parece desconocer, después de más de 30 años de la pandemia del sida, que la persona que entrevista, como otras tantas cuyas pruebas serológicas han resultado positivas al VIH, no es automáticamente un “paciente con sida” —síndrome complejo que abarca una serie de sintomatologías, padecimientos y enfermedades oportunistas que ponen en riesgo la salud y la vida de la persona seropositiva—, sino alguien que vive con una determinada carga viral en sangre y que, probablemente, gracias a los medicamentos y cuidados de salud, pueda llevar una vida relativamente saludable.
Esto no es en lo absoluto una exquisitez retórica, aunque lo parezca. Es un ejemplo de cómo pensamos, producimos y reducimos la identidad de las personas, medicalizándolas o subsumiéndolas en etiquetas de precarización o abyección, e incluso de criminalización, como sucedió con los portadores del virus de inmunodeficiencia humana en los años más álgidos de la epidemia.
No es casual que, en el contexto de la COVID-19, se recuerde la pandemia anterior y las medidas que el gobierno cubano tomó ante los primeros casos de VIH/Sida en el país: la pesquisa masiva de la población y el confinamiento obligatorio de los portadores en centros preparados para ello, cuyas condiciones, al inicio, fueron deplorables.
Aquellas medidas, que violentaban derechos civiles básicos, acarrearon una nefasta política de segregación, criminalización y muerte social de los portadores del virus, que fueron, además, reducidos a la condición de lacra social o de sujetos que había que esconder (como sucedió con los internacionalistas cubanos que regresaron de Angola que resultaron positivos al virus), pues su enfermedad terminó siendo investida por el gobierno con términos morales, en el marco de una ética colectivista que llegó a identificar enfermedad con contrarrevolución —uno de los pilares propagandísticos del sistema político cubano ha sido la calidad de la atención médica primaria y la efectividad en la prevención de enfermedades.
El internamiento forzado de los seropositivos y el mantenimiento de los Sanatorios provinciales y el Sanatorio Correccional “El Nazareno”, como se sabe, resultaron insostenibles en términos económicos ante el crecimiento imparable de las cifras de pacientes y la debacle económica que el Período Especial representó. En lugar de favorecer la desestigmatización de la enfermedad y de los portadores del virus, estas medidas contribuyeron a forjar una falsa sensación de protección frente al contagio, que a vistas de la opinión pública estaba bajo control.
Esto limitó la responsabilidad personal con respecto al cuidado de sí y de los otros, la cual solamente recayó en los seropositivos, a quienes se culpabilizó por la enfermedad y se imputó, sin siquiera tener pruebas efectivas para ello, la propagación de la epidemia.
Como se estudia en el artículo “Conocimientos y creencias de una población cubana sobre el VIH/Sida desde un enfoque bioético”, a la altura del año 2002 el 24% de la población cubana encuestada consideraba que los pacientes con VIH/Sida debían ser excluidos de los lugares públicos, centros de trabajos y escuelas; el 20% afirmaba que las personas infestadas no tenían derecho a tomar sus propias decisiones, y el 80% refería que el anonimato en las personas viviendo con VIH/Sida resulta peligroso para la sociedad.
Asimismo, el 82% de los pacientes del Sanatorio de Santiago de las Vegas encuestados afirmaba haber vivido experiencias de discriminación por parte del personal del sistema de atención a la salud y, en general, por la comunidad. La ineficacia de las campañas de prevención en la población (y el coste de las políticas de segregación de los enfermos) llevó a un 40% de los encuestados a afirmar que las relaciones sexuales heterosexuales no constituían un riesgo de infección.
Al igual que ocurrió con la epidemia del VIH/Sida, la actual pandemia de SARS-CoV-2/COVID-19 ha generado en el mundo un lógico temor al contagio: miedo al otro, al vecino, amigo o familiar que se transfigura en ángel de la muerte; episodios de crueldad y maltrato tanto a las personas enfermas como al personal de la salud. Pero también ha sido fuente de una enorme circulación de afectos, duelo colectivo, catarsis, además de narrativas conspiratorias sobre el origen del virus o de corte apocalíptico.
En el caso de Cuba, tengo la sensación de que, como ocurrió con el sida, este virus se percibe ajeno, infiltrado en el territorio nacional por un grupo de extranjeros imprudentes, otro producto del “imperio” contaminante, literal y metafóricamente. ¿Cómo si no entender la nota que el 7 de febrero de 2020 publicó el periódico oficial Granma,“Coronavirus, ¿otra acción de terrorismo biológico?”, implicando a la administración del presidente Donald Trump en la creación del virus como arma biológica contra China?
En un tuit del 20 de marzo, Abel Prieto, presidente de Casa de las Américas, comentó: “Es indudable que el imperialismo causó la propagación del COVID-19, y es responsable del pánico creado. Buscan un Nuevo Orden Mundial, pero Cuba los detendrá. No será la primera vez, tampoco la última”.
Estos discursos sugieren que las experiencias de la pandemia anterior han sido olvidadas, y pocas de sus lecciones, aprendidas. La primera que habría que resaltar es la falsa confianza que publicaciones y discursos de corte triunfalista han generado en la población cubana en torno a la efectividad de medicamentos nacionales para prevenir o tratar el virus, y a las condiciones del sistema de salud nacional para afrontar la epidemia. Incluso cuando las autoridades insisten en la importancia del aislamiento social con discursos que cada vez más traslucen la alarma de la infección, las falsas expectativas de seguridad y control divulgadas por la prensa desde el mes de febrero resultan difícilmente contrarrestables.
Como se sabe, las respuestas a la epidemia, tanto de los actores políticos como de la ciudadanía, a nivel de la gestión biopolítica de las poblaciones y de la gestión individual de los cuerpos, ponen en evidencia las fantasías inmunitarias y políticas de cada sociedad, las ficciones de control, superioridad e invulnerabilidad, en unos casos, y de minusvalía o precariedad, en otros.
En palabras de Paul B. Preciado: “[D]ime cómo tu comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas tomarán tus epidemias y cómo las afrontarás”.
La forma irresponsable con que el Ministerio del Turismo, a mediados de marzo, lanzó la campaña “Cuba, un destino seguro”, basada en la supuesta capacidad del clima insular para detener el coronavirus, da cuenta de una respuesta sistémica del gobierno cubano durante sesenta años, que ha sabido, por demás, “inocular” en la ciudadanía un chovinismo obstinado y bravucón, una actitud negacionista que se aferra a la ficción de inmunidad o salvación mística por medio de la ideología, pero que en realidad transparenta prioridades políticas que han girado, sobre todo, en torno a la preservación del poder, la propaganda política o el beneficio económico.Cuando el 1 de abril se suspenden los vuelos comerciales a la Isla y se pide la retirada de las embarcaciones extranjeras de las aguas territoriales, ya el virus estaba dentro de casa, con seis muertos y 186 casos diagnosticados. Desde entonces, mucha tinta ha corrido en los periódicos nacionales para hacer entender a los cubanos que la COVID-19 no es cosa de juego.
(Caricatura publicada en periódico ¡Ahora!, Holguín, 19 de marzo de 2020).
Los cubanos tienen experiencia, sin embargo, en la movilización apremiante. La implementación del extenso pesquisaje epidemiológico a través de médicos de la familia y estudiantes de medicina ha movilizado de manera expedita un capital humano fundamental para detectar y frenar la propagación del virus.
Asimismo, la aplicación de test rápidos y PCR para detectar la presencia del virus en determinados grupos de la población (en los centros de aislamiento, en asilos de ancianos, en cárceles), ha favorecido el crecimiento lineal de la curva epidemiológica, según se informa en los partes oficiales.
Sin embargo, que la población continúe en las calles exponiéndose al contagio es el síntoma visible del triunfalismo que los discursos públicos han sabido transmitir por largos años y que se ve refrendado ahora en campañas como “Cuba salva”, con la que se ha dado cobertura al envío de brigadas médicas a países afectados por la COVID-19, en la publicidad a las medicinas disponibles para prevenir o tratar el virus y en general, en la cobertura mediática de la COVID-19 en los medios nacionales.
A la intensa propaganda sobre la supuesta efectividad del Interferón Alfa 2B usado en la terapia de otras enfermedades virales y aclamado en las redes como un medicamento que habría sido eficaz en el tratamiento de la COVID-19 en China, se le suman las gotas sublinguales Prevengho-Vir para fortalecer el sistema inmunológico, ignorando más de dos siglos de debate en torno a la homeopatía como práctica pseudocientífica.
Otros titulares de prensa dan cuenta de noticias triunfalistas en el campo de la terapéutica y la prevención. El 14 de abril, el periódico Granma publicó la noticia titulada “Biomodulina T, uno de los 22 medicamentos contra la COVID-19 en Cuba”, en cuyo titular ampliado se alude de forma ambigua a una cierta “seguridad” del fármaco, sin que se especifique si esta se refiere a su efectividad o, sencillamente, a que no es una sustancia letal: “Es un fármaco seguro en el tratamiento a pacientes infectados y en la protección preventiva de grupos de riesgo”.
En otro artículo anterior, también publicado en Granma, se enlistan algunos de los 21 fármacos, además de la Biomodulina T, “contra la COVID-19 en Cuba”, entre los que se encuentran “la azitromicina en tabletas y en suspensión, la vancomicina inyectable, atenolol, metilprednisolona, diazepam, midazolam, paracetamol, ibuprofeno, dipirona, anestésicos generales, además de las soluciones parenterales, que se necesitan para cuidados intensivos como volúmenes de dextrosa, de ringer y de albúmina, entre otros”.
Por otra parte, no se ha publicado ningún informe sobre las condiciones de los 150 hospitales del país y, en especial, de sus salas de emergencia y cuidados intensivos, ni sobre el número de camas disponibles o el número y estado de los ventiladores mecánicos o respiradores con que cuenta el país. Las menciones a los respiradores han sido vagas en contextos, por ejemplo, donde priman cifras y datos pormenorizados, como es el caso de las intervenciones diarias del doctor Francisco Durán García, director de Epidemiología del Ministerio de Salud, quien fuera director del Sanatorio para pacientes VIH/Sida en Santiago de Cuba durante tres años y, posteriormente, vicedirector primero del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí.
Durán García dijo recientemente que “En Cuba tenemos disponibilidad [de respiradores] para la situación actual y cuando se incremente incluso todavía más, con equipos que tenemos, con el arreglo de algunos que tuvieran desperfectos… pero seguimos incrementando”.
La confianza con relación a que en Cuba se está controlando de manera efectiva la epidemia ha sido propiciada por los partes epidemiológicos diarios, las mesas redondas y, en general, los medios oficiales de prensa, que han enviado mensajes tranquilizadores y triunfalistas. Esta confianza y baja percepción del riesgo ha estado amparada por eslóganes ideológicos carentes de todo tipo de lógica, no solo desde el punto de vista científico o epidemiológico.
Ante la pregunta que le hace la periodista Arleen Rodríguez Derivet al presidente cubano Miguel Díaz-Canel, “¿Qué milagro hace posible que estemos mejor que el resto de las Américas en el enfrentamiento a la COVID-19…?”, este responde: “No es milagro. Es socialismo”.
¿Habrá que explicar que el virus no sigue los caminos de la ideología para su dispersión global, sobre todo cuando sabemos que los primeros casos surgieron en China, país socialista?
Mientras el número de contagios y decesos en países golpeados por la epidemia, como Estados Unidos, son divulgados en Cuba de forma alarmista (sin insistir en la tasa de mortalidad en relación con la población o con el número de infectados), se da menos cobertura a otros datos que pondrían en justo balance la cifra cubana.
Por ejemplo, en los partes epidemiológicos se tabulan las cifras globales y las “de la región de las Américas”, sin desglose por países. Ante las cifras de Estados Unidos, Canadá y Brasil, el número de contagiados en Cuba parece irrisorio. Sin embargo, un desglose por regiones dentro de las Américas revelaría que Cuba, según los datos oficiales ofrecidos hasta el 21 de abril de 2020, tiene más casos que Costa Rica, Bolivia, Belice, Uruguay, Honduras, Guatemala, Venezuela, Nicaragua, El Salvador, Paraguay, Jamaica, Haití, Guyana, Martinica, Santa Lucía, Barbados, Aruba, Bahamas, y el resto de las islas caribeñas (a excepción de República Dominicana y Puerto Rico).
La otra enseñanza que pudiéramos extraer de la gestión de la epidemia de VIH/Sida es, por una parte, el corto alcance en términos de eficacia de los aislamientos obligatorios en centros habilitados temporalmente para ello. Si ello no logró detener el curso de un virus de transmisión predominantemente sexual como el VIH, mucho menos podrá controlar un virus altamente contagioso, de transmisión aérea como el SARS-CoV-2.
Por otra parte, estas medidas infunden una falsa confianza en la población, que podrá creer, erróneamente, que los casos “en vigilancia”, los “sospechosos” de contagio y los “confirmados” (terminología judicial usada en los partes epidemiológicos) están separados del resto de la población “no sospechosa”.
No menos importante es advertir que el aislamiento forzado y las encuestas epidemiológicas han vulnerado libertades individuales y, en algunos casos, violado la privacidad de las personas. Además, la existencia de estos lugares para la cuarentena obligatoria asientan en el imaginario la idea de punibilidad de los posibles infectados por el virus y su incapacidad para asumir un aislamiento responsable.
Quienes se han negado a cumplir con el confinamiento o han transgredido las órdenes de permanecer en los centros de reclusión han sido “instruidos de cargos por delito de propagación de la epidemia”, como se lee en una nota de prensa a propósito de la fuga de seis personas de la escuela Alberto Delgado, en Sancti Spiritus, el 28 de marzo. Los fugitivos “en menos de 24 horas fueron capturados”.
Según la nota, la Fiscalía General de la República advirtió que “caerá el peso de la ley sobre los infractores de la norma”. El artículo 187 del Código Penal establece sanciones por el delito de propagación de epidemia desde tres meses a un año de privación de libertad. “En igual sanción incurre el que se niegue a colaborar con las autoridades sanitarias”, reza el artículo 187. El 1 de abril de 2020, el Granma se hizo eco de estas sanciones en un texto titulado “Cuidarnos la vida, al amparo de la ley”.
Algunos pacientes del primer sanatorio para VIH positivos recuerdan con dolor cuando fueron comparados, por el General Senén Casas Regueiro, con una “bomba de neutrones”, lo que habría justificado su confinamiento (véanse los testimonios recogidos por Miguel Ángel Fraga en En un rincón cerca del cielo). La metáfora bélica define no solo la visión que se tenía del enfermo, sino también el campo de operaciones militares que se fraguó para resistir la epidemia. Hoy es reactivada para sensibilizar a la población sobre los secretos daños que albergan en su cuerpo las personas asintomáticas de la COVID-19, cual terroristas, o bioterristas encubiertos.
Años de paternalismo y control autoritario poco han servido para ejercitar a la población en la toma de decisiones responsables que prioricen, como valor, el respeto y cuidado del otro, la disciplina social y una solidaridad real, espontánea, voluntaria, o la capacidad para asumir, motu proprio, iniciativas de apoyo a las personas más vulnerables dentro de las comunidades, desligadas del Estado. Como serpiente que se muerde la cola, a falta de responsabilidad individual, se sigue demandando el endurecimiento de la penalización gubernamental para obtener, en su lugar, obediencia.
Sospecho que se está creando un estado de opinión que justifique una mayor intervención policial en la vida ciudadana. En su artículo “Justo por pecadores”, publicado en Tribuna de La Habana (21 de abril de 2020) y citado ese día en el parte televisivo del Dr. Durán sobre la COVID-19, el abogado José Antonio Pillo afirma: “Es tiempo de cambiar el libreto científico y en vez de emplear el término tan académico y pacífico de ‘falta de percepción de riesgo’ usar los de ‘falta de respeto a la vida del ser humano’, ‘Desobediencia’ y ‘Homicida en potencia’”, y concluye: “Creo que es hora de aplicar otras medidas, por muy severas que sean, pues ya nos probaron y muchos aún no han reaccionado a lo que se llama respeto por la vida”.
El problema aquí es que, más que haber probado (puesto a prueba) a la población o demostrado la necesidad interventora del Estado, ha sido este, el Estado, el responsable de la emergencia de esa ciudadanía “irresponsable” e “incorregible”, que necesita tecnologías de corrección y que, por pura “insensatez”, decide desoír riesgos que amenazan la vida a largo plazo ante la urgencia inmediata de paliar necesidades más apremiantes (como se ha visto en el caso de las largas colas para procurar alimentos o medicinas). Aun si se ha ventilado la posibilidad de extremar las medidas punitivas para obligar a la cuarentena, con el cierre de los comercios o tiendas en pesos convertibles, de momento no ha sido posible. El desabastecimiento de productos básicos ha sido crítico en los últimos meses dentro de la llamada “crisis coyuntural” del país, que ha venido a recrudecerse con el cierre del turismo por COVID-19. La satisfacción de la demanda alimentaria y de productos de aseo esenciales para garantizar la estancia prolongada en las casas es una responsabilidad del Estado, que no ha sido y, probablemente, no pueda ser solventada.
(Caricatura de Osvaldo Gutiérrez, publicada el 22 de abril de 2020.
Tomada de http://www.tvavila.icrt.cu/elijamos-la-cordura/).
Las medidas se extienden, entonces, al control de los daños. Se ha visto un recrudecimento de la censura a los periodistas independientes o a personas que expresen sus opiniones de manera espontánea, como la doctora del Calixto García, identificada como “Laura”, cuyo video tomado con el teléfono circuló por las redes sociales. El 8 de abril el periódico Granma publicó un artículo titulado “Inmunizarse, pero no solo contra el virus”, en el que se arremete, entre otros, contra esta doctora acusándola de “provocar pánico e histeria entre sus ‘oyentes’ online”.
En el texto, el periodista recuerda el artículo 103 del Código Penal: “Nuestro Código Penal establece sanción de uno a cuatro años de privación de libertad al que ‘difunda noticias falsas o predicciones maliciosas tendentes a causar alarma o descontento en la población, o desorden público’”.
Recientemente, el Granma ha vuelto a publicar un incendiario artículo, “Cuba ante la COVID-19: los que curan y los que envenenan”, en el que pondera la labor del gobierno y de los diferentes actores políticos relacionados con la epidemia (que no otra cosa hacen que cumplir con su obligación para con los ciudadanos que representan), y denosta el ejercicio de los periodistas independientes, calificándolos, con palabras de Díaz-Canel, como un “enjambre anexionista”, o con una metáfora muy a tono con el momento, como un “virus visible” que envenena.
“Cuba sabe quién la cura y sabe quién la envenena”, concluye el editorial.
Irónicamente, esta alusión me recuerda la doble valencia de la vacuna, que termina curando al cuerpo que, supuestamente, ha envenenado. Dar por sentado el poder malévolo de la palabra independiente, e identificarla con un virus que el sistema inmunológico de la comunidad debería expulsar, repite la lógica de lo que el filósofo italiano Roberto Espósito ha llamado “paradigma inmunitario”, vigente en la constitución de las soberanías nacionales y exacerbado en los totalitarismos y en los estados de excepción: el sacrificio de otras posibilidades de sujeto, de otras prácticas e ideologías que se identifiquen como ajenas.
El “paradigma inmunitario” puede hacer implosionar las sociedades cuando el control paranoico sobre el otro nos lleva a proyectar fantasmas de otredad a cada paso. La sociedad, entonces, sucumbe ante una “enfermedad autoinmune” que ataca a su propio cuerpo social, metaforiza el filósofo.
Se ha hablado de las posibles derivas totalitarias que la pandemia podría justificar en diferentes contextos de gestión epidémica, como parte de las medidas de protección de la vida. Como ha advertido la filosofía y las ciencias sociales, las epidemias son momentos cruciales en los que se ensayan tecnologías de poder para la gestión poblacional y se institucionalizan nuevas formas de vigilancia y control social. Los estados de emergencia favorecen nuevas gestiones disciplinarias que luego se normalizan y continúan su curso aún cuando se regrese a una normalidad postepidémica.
Durante los cierres fronterizos por las epidemias se han recrudecido las retóricas nacionalistas y los discursos xenófobos y racistas. Se justifica la militarización de la sociedad y la proliferación de barreras defensivas que, siguiendo el paradigma del sistema inmunitario, reactivan la ficción de la comunidad como un organismo en acecho —algo que solamente hará más extensivas y normalizadas las políticas de fronteras entre el yo y el otro que se han practicado desde hace sesenta años en Cuba (quienquiera que sea el otro: disidente político, artista, homosexual…). Las ficciones de inmunidad y contagio se internalizan y desquician, volviéndose paranoicas. Todos somos, en potencia, un otro contaminante y criminalizable. A las personas (algunas fuentes precisan la cifra de 114), juzgadas por delitos asociados al COVID-19 (propagación de la epidemia, desobediencia, especulación y acaparamiento de bienes), y a las cotidianas multas de 300 pesos por no usar la mascarilla, que en algunos casos han sido reportadas como arbitrarias y abusivas, habría que sumar la aplicación del Decreto 349, que vulnera la libertad de creación artística, y el Decreto Ley 370, que penaliza la libertad de expresión en redes digitales.
(Caricatura de Martirena, publicada el 26 Marzo de 2020 en Periódico 26, Las Tunas).
Habrá que estar atentos al despliegue de un control punitivo que culpabilice a los ciudadanos por la expansión de la epidemia. Habrá que, por otro lado, y para garantizar, en efecto, la eficacia de la toma de decisiones, oponerse al servilismo de la prensa oficial y aplaudir los gestos también valerosos de los que cuenten otras historias.
Una de las lecciones fundamentales que dejó la pandemia del sida a nivel global fue el alcance y poder de las comunidades para cuidar unos de otros y tejer redes de apoyo y solidaridad, gracias a la rápida intervención de organizaciones de activistas y de voluntariado. La agencia de los implicados directa e indirectamente, el poder de las voces e historias locales, la intervención de los activistas y artistas ante la mala gestión de los gobiernos, visibilizaron la vulnerabilidad de las comunidades y el potencial de la acción comunitaria.
Nada de esto se experimentó en Cuba durante la epidemia del VIH/Sida. Ojalá que, ahora que el Covid-19 ha vuelto a revivir los miedos ante la fragilidad del ser humano, y como nos advierte la periodista Yoani Sánchez, la máscara o “nasobuco” no se convierta en una mordaza. .
Referencias:
Brito Sosa, Germán, et al. “Conocimientos y creencias de una población cubana sobre el VIH/Sida desde un enfoque bioético”. Revista Cubana de Medicina General Integral 22.4 (2006). Online.
Castro, Yudy. “Cuidarnos la vida, al amparo de la ley”. Granma, 1 de abril, 2020. Online.
“Conferencia de prensa de actualización sobre la COVID-19 en Cuba (21 de abril)”. YouTube, 21 de abril, 2020. Online.
Fraga, Miguel Ángel. En un rincón cerca del cielo. Valencia: Aduana Vieja, 2008.
García, Hugo. “Sería egoísta si pidiera mi cura del Sida”. Juventud Rebelde, 11 de abril, 2020. Online.
Gómez Sánchez, Javier. “Cuba ante la COVID-19: los que curan y los que envenenan”. Granma, 20 de abril, 2020. Online.
Juanes Sánchez, Walkiria. “Biocubafarma garantizará producción de los 22 medicamentos para el tratamiento del Covid-19”. Granma, 13 de marzo, 2020. Online.
Morejón, Yosdany y Dayamis Sotolongo. “Instruidas de cargo las personas que evadieron el aislamiento en Sancti Spíritus”. Escambray, 30 de marzo, 2020. Online.
Peláez, Orfilio. “Coronavirus, ¿otra acción de terrorismo biológico?”. Granma, 7 de febrero, 2020. Online.
Preciado, Paul B. “Aprendiendo del virus”. El País, 28 de marzo, 2020. Online.
Pillo, José Antonio. “Justo por pecadores”. Tribuna de la Habana, 21 de abril, 2020. Online.
Reyes Montero, Abel. “Biomodulina T, uno de los 22 medicamentos contra la Covid-19 en Cuba”. Granma, 14 de abril, 2020. Online.
Rodríguez Derivet, Arleen. “Deseos de Díaz-Canel al cumplir 60: ‘Que la medicina y la ciencia venzan a la muerte’”. Cubadebate, 20 de abril, 2020. Online.Torres Corona, Michel E. “Inmunizarse, pero no solo contra el virus”. Granma, 8 de abril, 2020. Online.
Sánchez, Yoani. «Las mascarillas no son mordazas». 14 1/2.com, 22 de abril, 2020. Online.
diario con coronavirus
La escritora, profesora y actriz Rosie Inguanzo enfermó de COVID 19. Mientras la enfermedad lastimaba su cuerpo, su vida cotidiana y su ejercicio intelectual, escribió este diario. Un diario que es el documento de su enfermedad y el recuento de cómo ha sido cruzarla. Y luego, vivir la convalecencia. “Se oye mucho de COVID 19, pero se oye hablar poco a los infectados”.