Que nadie me hable de resiliencia

Cada vez que transito por Alamar, incluso en bicicleta, siempre hay una razón para deprimirme.

Y lo digo con toda la naturalización que hemos hecho de un estado mental que por instinto se evita, aún en este país donde la tristeza es ya parte de la idiosincrasia. 

Incluso si siguen vendiendo a Cuba como un pueblo de gente extrovertida y alegre. Es mentira. La extroversión se ha convertido en queja, en rabia, en grosería. Lo ves por todas partes, no solo en Alamar. Un sentimiento de derrota aplastante.

Y pienso en mi mamá. La extraño tanto, pero a la vez siento un alivio inmenso de que no tenga que ser testigo de esta caída libre que ya no puede llamarse simplemente decadencia

No es solo las calles rotas, la basura expandida, las aguas albañales, los apagones desprogramados (que vienen por rachas imprevistas enloqueciendo, saboteando la sacralidad de la vida doméstica), la miseria ostensible a pesar de la abundancia de motos eléctricas y nuevos quioscos y mypimes. 

Son como pozos en un desierto. Casi todos repiten las mismas ofertas, casi todos permanecen vacíos. Como una representación. Como sets en estudios de películas. Como oasis artificiales que no consiguen encajar en el paisaje.

Algunos vendedores deambulan, gritando a todo pulmón su mercancía. Cada palabra es un golpe, no una invitación. Se ha perdido el sentido de lo que es seducir. 

Todo se siente ríspido, demasiado agresivo. ¿Adónde se fue el candor del cubano? ¿Adónde se fue todo lo que alguna vez tuvimos?

No hablo de la prosperidad o la funcionalidad que no tuve la suerte de conocer, cuando Cuba, dicen, era la Perla del Caribe. Hablo de lo que yo conocí como subdesarrollo: un proyecto imperfecto, incompleto, pero con un rumbo. Aunque fuera entre improvisaciones, aunque fuera entre silencios impuestos y tantas cosas ocultas, oscuras…

¿Sería también el rumbo una ilusión? ¿Sería un estado de sugestión masiva? ¿Adónde creíamos ir? 

Lo más terrible de todo es que, como el proceso de envejecer, la degeneración ha sido gradual y permite asimilarla. Aunque sea entre el dolor y el espanto. Igual que los estragos de un cáncer terminal, la mente siempre deja un espacio para el milagro. 

Sigo pedaleando, evitando a la gente que camina distraída. Aquí hay un bache. Aquí tengo que girar rápido, porque se atraviesa un carro. Ahora es un niño que cruza rápido. Ahora un perro de aspecto triste que cruza muy despacio. 

Recorro las mismas calles que acumulan recuerdo sobre recuerdo. Toda una vida. Atravieso un charco reciente por la lluvia de ayer. Y pienso otra vez en mami, esa imagen fija de un día lluvioso: ella cortando un trozo de bambú para hacer un cofre, de los que luego vendíamos en la feria de 23 y G. 

De pronto le pregunté cuál era su primer recuerdo de la lluvia.

Porque yo asocio la lluvia a mi infancia en El Vedado. Aquellas inundaciones de casas cerca del río Almendares, los hombres de la Defensa Civil, con capas amarillas y una tanqueta anfibia. 

Mis hermanas y yo mirábamos la escena desde el balcón, seguras y confiadas de que la tragedia jamás nos alcanzaría. 

La lluvia siempre traía una alegría secreta, indescriptible. Y ahora entiendo que era la felicidad del hogar, de la familia. Incluso con todas las carencias. Porque aún se soñaba con la parte invisible del camino. Eso que llaman futuro y que tenía que ser radiante, como nos aseguraban desde los primeros regalos en cada cumpleaños.

La sonrisa de mami era dulce, incomparable, como el lugar al que podíamos regresar siempre. Su adiós desde el balcón, ese rito puntual, era un exorcismo contra la fatalidad. 

¿Cómo hemos podido cargar con todo: la costra de los sueños, de las pérdidas, ¡de tantos años!; cómo he podido yo, viendo los mismos escenarios, entre el desplome y la estampida alrededor?

La ciudad soporta sus heridas mejor que nosotros. Ella tiene algo de la indiferencia de las montañas y los mares. Se deja vestir y desvestir con cada estación y con cada gobierno. 

Pero, ¿qué haremos nosotros, cómo podremos sobrevivir a esto que ha perdido hasta la dignidad de una denominación?

Técnicamente, nadie le puede llamar guerra, aunque las casas caigan y la gente se muera, se vaya, se pierda…

¿Dónde estará el mañana del que ya no se habla, porque se acabaron hasta las promesas?






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J. D. Vance, Cristo y la América de Trump, una conversación con Rod Dreher

Por Julian Blum

Para un grupo de conservadores estadounidenses, el hombre providencial para salvar a Estados Unidos no se llama Donald Trump, sino J. D. Vance. Rod Dreher es uno de los amigos más cercanos del vicepresidente de los Estados Unidos.